Humphrey Cobb y Senderos de gloria
[caption id="attachment_470" width="150"] Kirk Douglas en Senderos de Gloria[/caption]
Doy por sentado que los lectores de estas líneas han visto Senderos de gloria (1957), la obra maestra de Stanley Kubrick, y, por tanto, conocen el terrible desenlace de la novela homónima de Humphrey Cobb (1899-1944), que ahora edita Capitán Swing, tal vez al calor de la conmemoración del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Con pretexto o sin pretexto, la publicación de esta novela se justifica por sí misma, por su gran calidad y por la envergadura de su requisitoria.
No dispongo de datos concretos sobre la prohibición del libro durante el franquismo, pero la película, desde luego, fue prohibida y, curiosamente, no llegó a las pantallas españolas hasta 1986, años después de la desaparición de la censura. Libro y película también fueron prohibidos en otros países.
Senderos de gloria (1935) se basa en hechos reales. Tres soldados de un regimiento francés fueron fusilados con toda rapidez y tras un juicio sumarísimo sin la menor garantía. Los oficiales al mando habían fracasado en el planteamiento de un ataque de sus tropas, que resultó desastroso, y lejos, por supuesto, de reconocer su error o, al menos, callar, decidieron dar un escarmiento a sus soldados bajo la acusación de cobardía. Hablar de garantías en el consejo de guerra celebrado con toda celeridad es doblemente ridículo, pues los reos, para empezar, fueron elegidos por sorteo.
Como viene a subrayar, con gran contundencia, David Simon –guionista y productor de The Wire-, la novela de Cobb no es, aunque también lo sea, una obra meramente antibelicista, sino que sitúa al Ejército –su cúpula, sus reglas, su disciplina, su irracionalidad- en su punto de mira. Más allá del alegato antimilitarista, el libro alcanza una dimensión ética y humanística al mostrar a los corrientes soldados como marionetas movidas hacia un destino atroz, como auténtica carne de cañón de arbitrarias voluntades superiores, sin consideración alguna hacia sus derechos y dignidad como personas. El traductor, Ricardo García Pérez, anota que el título del libro está tomado de un verso de Thomas Gray: “Los senderos de gloria no conducen sino a la tumba”.
Pero sería un error creer que el interés de esta novela es una exclusiva derivación de su carga ideológica. En absoluto. La extraordinaria calidad de la escritura de Cobb se muestra en la perfecta adecuación entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta. Línea a línea, párrafo a párrafo, parte a parte, esta novela es una excepcional máquina de precisión, en la que la brillante pertinencia de un lenguaje económico, el ritmo siempre en avance y la estructura milimetrada dejan fluir ideas que impresionan y emociones que devastan.
Hay mucho donde elegir, pero escenas como la del sorteo entre ciento once soldados para elegir a los acusados, o la del juicio –potenciada al máximo al estar narrada sólo con diálogos-, o, por descontado, la del fusilamiento son en verdad magistrales. Si la película de Kubrick (muy fiel al libro) conmueve y golpea, casi me atrevo a decir que la novela de Cobb –que sabe de lo que habla, pues combatió en la Gran Guerra- conmueve y golpea todavía más, ya que contiene –en el pasaje del fusilamiento, sin ir más lejos- detalles de un realismo seco y estremecedor. El libro se completa con extractos del diario que Humphrey Cobb escribió en el frente. Tenía 17 años.
Me he fijado en un párrafo que no es, ni mucho menos, de los más crudos y radicales. Cobb cuenta los preliminares de la ejecución: “El regimiento, como lo están siempre todos cuando tienen que formar, y raras veces para atacar si es cierto lo que cuentan los historiadores militares, estaba listo antes de la hora fijada”.
El ordenancismo y la disciplina surten sus efectos cuando se trata de formar sin más –con el significativo detalle, en este caso, de formar para asistir a un fusilamiento de compañeros-, pero el desolador miedo a morir, cuando se trata de formar para atacar, no consigue la puntualidad exigida.