Mi primera bicicleta fue una BH azul. La estrené en un antiguo pueblo de pescadores del Mediterráneo, transformado en lugar de veraneo por una de esas promotoras urbanísticas que destrozaron el Levante español a partir de los años sesenta. Mis padres habían alquilado un apartamento situado delante de una pequeña playa de arena negra. Entre el edificio y el mar, habitualmente cálido y apacible, había una pradera de césped con caminos de tierra, macizos de flores, unas tinajas de barro y media docena de farolas. Al principio, pedaleaba sostenido por mi padre, pero enseguida prescindí de su ayuda, avergonzado por la mirada de los niños que ya circulaban solos y que observaban mi iniciación con cierto aire de burla.
Mi padre se sentaba en un banco con el ABC entre las manos o algún libro de la colección Austral, y fingía no prestar atención, pero estoy seguro de que no me quitaba ojo. Yo pedaleaba con más entusiasmo que maña, describiendo eses y siempre a punto de caerme, pero en el último momento lograba enderezar la bicicleta y continuaba dando vueltas. Eso sí, pararme siempre me parecía lo más complicado. Si frenaba bruscamente, derrapaba y me caía. Si lo hacía de forma progresiva, solía tragarme un arbusto.
En una ocasión, casi me estrello contra una farola, pero el instinto de supervivencia me hizo soltar la bicicleta en el último momento. El vehículo pasó por un lado y yo por el otro. Hoy me habría asustado, pero entonces me pareció divertido. Durante la infancia, la muerte es algo lejano y abstracto. En cierto modo, no existe. Los niños experimentan el espejismo de una inmortalidad ilusoria, creyendo que nada puede destruirlos. Me levanté, fingiendo indiferencia y sin ninguna herida. Muy serio, se acercó mi padre y me dijo:
-Está feo soltar la bicicleta, pero es mejor que estrellarse contra una farola. La próxima vez cambia de trayectoria.
Verdaderamente era un buen consejo y, años después, comprendí que podía aplicarlo a todos los aspectos de la vida. Siempre es mejor buscar un camino alternativo que obstinarse en transitar por una senda tortuosa e incierta.
[La Castilla vacía de Miguel Delibes]
En Mi querida bicicleta, Miguel Delibes cuenta que aprendió a montar sobre dos ruedas en el jardín de la casa familiar. Una tapia, una pérgola que chorreaba enredaderas, un cenador y unos bancos de piedra componían el campo de obstáculos donde por primera vez desafió a la gravedad, encaramándose en una Arelli de barras verdes. Su padre hizo un alto en su lectura del Quijote, una obra que leía con la concentración de un monje tibetano, y le indicó sencillamente que mirara hacia adelante y no a la rueda. Delibes, por entonces un niño de siete años, se entusiasmó enseguida, pedaleando cada vez con más fuerza.
Su padre le advirtió que montar en bicicleta no consistía en correr y le explicó que para bajar solo hacía falta frenar y poner un pie en el suelo. Delibes le pidió que le ayudara, pero le contestó que debía hacer solo o no aprendería nunca… y se marchó. Durante un buen rato, el niño pedaleó, sintiendo que los gorriones y los mirlos se burlaban de su torpeza, pues no se atrevía a parar. Cuando asimiló que nadie acudiría en su ayuda, comprendió que solo podría contar con su talento e ingenio, lo cual era un anticipo de lo que le sucedería de adulto. Dado que se sentía incapaz de interrumpir la marcha con las indicaciones recibidas, optó por estrellarse contra un seto de boj.
Durante la infancia, la muerte es algo lejano y abstracto. En cierto modo, no existe
La bicicleta se quedó atascada y, poco después, apareció su padre, preguntándole si había bajado solo. Delibes contestó que sí. Satisfecho, le propinó un golpe amistoso y le indicó que fuera a la cocina a comer algo. Se lo había ganado. Esta escena siempre me ha parecido algo barojiana, pues convierte un sencillo aprendizaje en una metáfora sobre la lucha por la vida. Sin embargo, Delibes carece de esa chispa nietzscheana que recorre la obra de Baroja. Su ética no es la del superhombre, sino la del buen samaritano. El padre no se esconde por malicia o indiferencia, sino para que su hijo pueda madurar y expandirse por el mundo.
Delibes no tardó en adquirir la destreza del ciclista consumado. Zigzagueaba sin manos, se ponía de pie en el sillín, cargaba simultáneamente con tres de sus hermanos, distribuyéndolos temerariamente por la bicicleta. En aquella época, apenas había coches y se podía doblar una esquina a tumba abierta, sin preocuparse de que habría al otro lado. Con el tiempo, Delibes se fundió con la bicicleta hasta el extremo de convertirse en una especie de centauro, una criatura con dos dimensiones, pero una sola alma. O, si se prefiere, un ser con dos ruedas en vez de piernas.
Su padre se negó a matricular la bicicleta, algo obligatorio por esas fechas, pues se oponía a las tasas que consideraba arbitrarias. Este gesto colocó a Delibes al margen de la ley. En el campo, no había problemas, pero apenas se internaba en la ciudad, los agentes hacían sonar el silbato y le ordenaban parar, pero él no hacía caso y huía sin mirar atrás. Nunca llegaron a multarlo, algo que le hizo sentir como Al Capone en Chicago. Admite que su padre nunca le habría perdonado la torpeza de ser cazado por uno de esos agentes con porra, silbato y un uniforme bastante ridículo.
Los amigos de Delibes comentaban que su padre aplicaba con él una “educación francesa”. Era su forma de describir el talante liberal y levemente anarquista de un progenitor que se desviaba del estilo autoritario y tradicional de la mayoría de los educadores de la época. No sé si mi padre me dio una “educación francesa”, pero lo cierto es que él también mostraba una actitud muy crítica con la autoridad y confiaba más en el individuo que en las instituciones. De hecho, se planteó educarme en casa, ahorrándome el mal trago de una escuela que en los años sesenta solo utilizaba en la pedagogía del palo, pero la ley se lo impidió, pues estableció la escolarización forzosa. Cuando al fin logré dominar la bicicleta, mi padre me preguntó:
-¿Cómo te sientes?
-Como un pájaro –contesté.
-¿Quieres decir que te sientes libre?
-Eso.
-Pues vuela, vuela sin parar y no dejes que nadie te corte las alas.
A los catorce años, cuando mi padre ya había fallecido, sustituí la bicicleta por un ciclomotor y me aficioné a recorrer los caminos rurales, algo que hoy ya no es posible, pues la ley lo prohíbe. Olvidé la bicicleta, feliz de poder desplazarme a mayor velocidad, aprovechando los desniveles para saltar como una cabra. En cambio, Delibes continuó su idilio con ella. No solo pedaleando, sino siguiendo el Tour de Francia y las hazañas de los ciclistas españoles de entonces, a los que la falta de financiación impedía conseguir buenas clasificaciones. “Todos aspirábamos a ser escaladores —confiesa Delibes— y nuestro sueño inexpresado era coronar un día el Tourmalet en primer lugar”.
Cuando Delibes asimiló que nadie acudiría en su ayuda, comprendió que solo podría contar con su talento e ingenio
El escritor vallisoletano era un excelente escalador. No porque no le costara subir las carreteras empinadas, sino porque evitaba que la fatiga y el dolor se reflejaran en su rostro. Aparentemente impasible, pedaleaba con una sonrisa en los labios, pese a que le dolían los músculos y se le aceleraba el corazón. Su estoicismo desanimaba a sus competidores, adolescentes que manifestaban abiertamente su cansancio. Delibes aventura que los españoles eran buenos escaladores porque se había acostumbrado a sufrir sin exteriorizarlo.
Ya a finales de los ochenta, la situación del país había mejorado y los ciclistas colombianos comenzaron a desplazar a los españoles en la escalada. En la montaña, la bicicleta es sufrimiento para cualquier hijo de vecino y el hedonismo que se ha propagado por Europa parece incompatible con esa experiencia. Personalmente, creo que los ciclistas son místicos disfrazados de deportistas. Sueñan con lo más alto y están dispuestos a sacrificarlo todo. Su delirio de grandeza nace de su espíritu sencillo, exento de alardes y vanidad.
El escritor pedaleaba con una sonrisa en los labios, pese a que le dolían los músculos y se le aceleraba el corazón
A los dieciocho años, la bicicleta se convirtió para Miguel Delibes en un medio de transporte. Le permitía ir a bañarse al Cabildo, en Pisuerga, realizar excursiones cinegéticas —algo que me apena, pues detesto la caza— y visitar a su novia, Ángeles de Castro. Para reunirse con ella, Delibes recorría los cien kilómetros que separan Molledo-Portolín (Santander) de Sedano (Burgos), una proeza verdaderamente notable y que pocos novios estarían dispuestos a realizar hoy en día, pues considerarían más razonable un encuentro virtual.
Delibes intentó que su novia, ya convertida en su esposa, se aficionara a la bicicleta, pero su propósito casi provocó una catástrofe, pues sus pequeñas manos le impidieron accionar el freno durante un descenso y cruzó un paso a nivel como un rayo, expuesta a ser arrollada por un tren, un riesgo que él también asumió, pues no se separó de su lado. Tuvo más suerte con sus hijos, que sí demostraron talento para el ciclismo, ganando en algún caso competiciones regionales.
Yo nunca he utilizado la bicicleta como medio de transporte. De niño, me servía para moverme por algunos pueblos del Levante, pero en un radio de no más de treinta kilómetros. Nunca hice largas travesías ni escalé una montaña. En cambio, sí he hecho miles de kilómetros en motocicleta. Después del ciclomotor, me compré varias motos custom y una Triumph Bonneville, que fue mi última moto. Aunque era un conductor relativamente prudente —no voy a ocultar que he circulado entre coches durante los atascos y a veces he tumbado la moto hasta rozar las estriberas—, tuve varios sustos a lo largo de veinte años.
Solo me caí una vez en una glorieta y me magullé un poco una rodilla. Nada importante. No fue culpa mía, sino de un coche que hizo un giro prohibido, pero eso no importa demasiado en una moto. Al igual que los ciclistas, los motoristas son frágil cristal volando sobre el asfalto. Con la edad, me acobardé y dije adiós a las dos ruedas. Ahora solo pedaleo en una bicicleta estática y la verdad es que es un poco aburrido, pues no me muevo de una habitación con escasos estímulos visuales.
Para reunirse con Ángeles de Castro, entonces su novia, Delibes recorría cien kilómetros en bicicleta
Hace poco, viajé a Villaescusa de Haro, un pueblo de Cuenca, y mientras cruzaba las llanuras salpicadas de encinas y los pequeños pueblos casi deshabitados, con sus casitas de fachadas encaladas, sus iglesias con espadañas puntiagudas y sus silenciosas plazas, pensaba que hacer ese recorrido en bicicleta sería infinitamente más grato que encerrado en un coche. La vida se disfruta más con parsimonia. Segundo a segundo, metro a metro. Correr solo hace que perdamos aspectos valiosos del mundo, degradándonos a meros autómatas sin rumbo ni destino.
¿Qué haría hoy don Quijote? ¿Recorrería la Mancha en un coche viejo y destartalado? Dado que el caballo pertenece a otra época, presumo que se subiría a una bicicleta y pedalearía solemnemente, dispuesto a deshacer agravios e injusticias. Pienso que Miguel Delibes estaría de acuerdo con esta hipótesis. La bicicleta enciende los sueños. No es un simple vehículo, sino una poderosa fuerza trasformadora. Sobre dos ruedas, se encoge el hiato entre el cielo y la tierra.