Mi nombre es Juan de Alejandría y mañana arderá mi carne en la pira reservada a los herejes. Mentiría si dijera que no tengo miedo, pero mi espíritu aún no se ha doblegado. Hace unas horas me visitó el obispo y me recordó que hasta el último momento podía retractarme, evitando al menos el fuego. Ya nada puede salvarme de la horca, pero al menos mi muerte sería rápida. Agradecí su oferta, pero le expliqué que mi destino ya había sido escrito y la providencia no toleraría que se revocara ni una coma. El obispo me acusó de blasfemo, afirmando que Dios nunca niega al réprobo la oportunidad del arrepentimiento. Humildemente, agaché la cabeza y callé.
No reprocho al tribunal su sentencia. Ha obrado con rectitud. Entiendo que mis tesis sobre el infierno y la condenación son harto novedosas y solo pueden suscitar incomprensión y perplejidad. En teología, cualquier innovación corre el riesgo de ser interpretada como un atentado contra la ortodoxia. No es fácil aceptar que el infierno solo es un lugar de paso y que algún día se quedará vacío. Jesús murió por todos, no por muchos. La finalidad de su sacrificio fue borrar el mal de la faz del cosmos. Si el infierno fuera una morada definitiva, la obra Dios conviviría con una mancha indeleble. Pienso que al final de los tiempos, pecadores y justos volverán a ser uno con su Creador.
El sentido último de la historia es la restauración de la perfección original, cuando el cordero y el lobo pacían juntos, y el león, como el buey, comía paja. El pesimismo es el ardid más ingenioso del Demonio. Ha infectado la mente de los hombres y por eso creen que las llamas del infierno crepitarán eternamente. El fuego es una cólera efímera. Devorará mi carne y aullaré de dolor, pero moriré con la satisfacción de haber testimoniado que Cristo acabó con la muerte y, por tanto, con el mal, asegurando el retorno de todas las cosas a Dios.
Nací en Alejandría y mi padre, un próspero comerciante y un devoto cristiano, apreció muy pronto mis cualidades para la filosofía. Comprendió que mi talante no se avenía con el arte de comprar y vender mercancías, y me envió a una escuela catequística para que estudiara la filosofía de los paganos y las enseñanzas del Evangelio. Por entonces, la escuela sufría la influencia de los gnósticos, según los cuales la salvación no procede de la fe, sino del conocimiento introspectivo de lo sagrado. La introspección revela que Cristo, un ser divino, no puede asociarse a un cuerpo material, pues la materia es el origen del mal. Cristo no se hizo carne. Solo vino en espíritu. Su cuerpo únicamente fue apariencia, no algo físico.
Esas ideas gozaban de mucha popularidad en la escuela hasta que Simón el Grande, al que también llamaban el "tábano siciliano", se incorporó a sus aulas. Simón había sido pitagórico antes de convertirse en cristiano. Adoró la mística de los números hasta que la luz de Dios le sacó de su ensoñación. Simón era un hombre alto y flaco, de pómulos prominentes y mirada serena. Serio y frugal, desconfiaba de la escritura, pero su determinación de erradicar el gnosticismo le impulsó a escribir Contra las herejías, un prodigio argumentativo. Alegó que hay un solo Dios Soberano universal, Creador de todas las cosas por medio de su Verbo y que Cristo resume en su propia carne toda la historia de la salvación, desde la creación hasta la glorificación final de los salvados y la humillación de los réprobos, cuya carne deviene ceniza fría o carbón ardiente. Simón el Grande, con su prosa limpia y su impecable lógica, donde se apreciaba la huella de Aristóteles, destruyó el prestigio de los gnósticos, que comenzaron a ser perseguidos.
Simón fue agasajado y exaltado, pero no aceptó ninguna clase de honores, afirmando que solo se había limitado a seguir los pasos de Cristo, Maestro, Educador y Pedagogo: "La palabra es el arma más poderosa. Cuando transita por el camino de la Verdad, participa del esplendor del Logos". Yo, Juan de Alejandría, no tardé en convertirme en su discípulo más fiel. Me trataba con afecto, casi como si fuera un hijo. Bajo su guía leí a Platón, Aristóteles y Plotino, descubriendo que habían extraído sus ideas del Antiguo Testamento.
Colaboré en la persecución de los gnósticos, participando en los interrogatorios y en los procesos que finalizaban con su condena. Presencié las ejecuciones, que siempre se celebraban en una colina. El obispo leía la sentencia y se encendían las hogueras. Algunos herejes aceptaban su destino con calma, no ofreciendo resistencia. Otros se arrastraban por el suelo, forcejeando con los verdugos. Cuando los desnudaban y ataban, rezaban en voz baja o lanzaban grandes alaridos. Sostenidos por un hierro situado bajo sus genitales, todos gritaban salvajemente al sentir el fuego mordiendo su carne. El suplicio resultaba especialmente cruento cuando llovía y la leña ardía con dificultad, alargando la agonía. En esas ocasiones, las llamas parecían chillar, como si fueran seres vivos o prolongaciones de los condenados.
Aunque yo presenciaba la solemne ceremonia con la dignidad que exigía la ocasión, mi alma se retorcía por dentro. Por la noche, cuando me sumía en las umbrías regiones del sueño, aparecían los rostros de los condenados, sucesivos como escenas de un friso. A veces me despertaba de golpe, con el corazón desbocado. Empecé a pensar que aquellas muertes eran monstruosas y contrarias al Evangelio, según el cual hay que amar a los enemigos. Poco a poco, deduje que el infierno solo era un estadio temporal y en ningún caso un lugar con llamas semejantes a las hogueras donde ardían los gnósticos. A escondidas, escribí un pequeño tratado donde sostenía que todos los espíritus, sometidos a reencarnaciones sucesivas, acabarían purificándose y redimiendo sus culpas. Al final de los tiempos, todo volvería a ser como al principio. Todo regresaría a Dios, tal como lo había creado. Cristo, con su sacrificio, había salvado a todos los hombres. Nadie quedaría excluido. Ni Judas Iscariote.
No esperaba que alguien encontrara el manuscrito y me denunciara. Durante semanas me torturaron. Me exigían que me retractara y admitiera que era un servidor del Maligno. Me repetían que según mi herejía el arcángel Gabriel y la Virgen María compartirían la eternidad con Caifás y las rameras de Babilonia. El dolor no me hizo abjurar de mis tesis. Asombrados por mi obstinación, fui juzgado y condenado a muerte. Poco después de escuchar la sentencia, recibí la visita de Simón el Grande. Esperaba hallar dureza en su mirada, pero solo descubrí tristeza:
-Fui yo quien encontró el manuscrito y te denunció. Tu doctrina quizás es cierta. La misericordia de Dios parece incompatible con un tormento eterno, pero ¿sería posible gobernar el mundo sin la amenaza del infierno? Los hombres ya cometen toda clase de iniquidades. Si pensaran que Dios les permitiría en todos los casos purificar sus culpas y acceder a la gloria, su brutalidad no conocería límites. Te aseguro que el infierno es eterno y nunca se quedará vacío. No es una hoguera como la que pondrá fin a tu vida, sino una garantía de libertad. Dios reserva ese lugar para los que no quieren estar a su lado.
No siento ningún rencor hacia mi maestro. Creo que obró como un hombre justo. Mañana arderá mi carne. No sé si conservaré la entereza o gimotearé como un niño, pero en mi interior experimento regocijo, pues mis especulaciones me han permitido conocer mejor la Creación. Mi pequeño tratado arderá conmigo, pero Dios los restaurará y quizás servirá a otros hombres para completar su purificación. ¿Qué importa que yo muera si mis palabras han trazado el camino hacia la gloria? He comprendido que cada hombre es un libro, un capítulo de la historia del cosmos. Somos la biblioteca de Dios. Nuestras vidas son páginas de una crónica infinita que desemboca en la eternidad.
La primera luz del alba comienza a despuntar. Estoy listo para morir. Sé que la hoguera no será mi final. Algún día Simón el Grande, el verdugo y yo nos encontraremos en Dios, felizmente reconciliados.