Nadie escuchó sus pasos internándose en el jardín umbrío, nadie vio sus túnicas de lino flotando sobre los caminos de tierra, nadie escuchó el rumor de sus palabras, trufado de paradojas, silogismos y axiomas. Solo los dioses, que se habían agrupado alrededor de la escalera de mármol del Olimpo, repararon en aquellos hombres que venían del pasado y que habían forjado su sabiduría en la vieja Atenas, cuando el esplendor del mundo se encontraba en la periferia del Ática a orillas del golfo de Egina, sin contaminar aún por la arrogancia de los hijos de Rómulo y Remo, el ensimismamiento herético de Bizancio y la barbarie de godos y hunos, las tribus del Norte que devastaron los jardines, incendiaron las bibliotecas y profanaron los lugares sagrados, burlándose de unas deidades que consideraron débiles y decadentes.

Los seis hombres avanzaron hacia el centro del jardín, buscando la cercanía de unas estatuas mutiladas por el tiempo, cuyo albor mortecino y grisáceo evocaba el declive del concepto clásico de belleza. Los fresnos y los mirtos temblaban sobre una fuente abandonada, desprendiendo una melancolía crepuscular y una serpiente, oculta bajo unas hojas del color del bronce, se ondulaba lentamente, recordando que la aparente inmovilidad de la tierra solo era una quimera.

El más anciano del grupo apoyó una mano en la cabeza de una esfinge de piedra, recogiéndose la túnica con una mano grande y vigorosa que delataba años de áspero servicio como hoplita, con su cortejo de vigilias, penurias y cruentas batallas.

-La cicuta fue amarga, pero fue dulce despertar y comprobar que mi alma era realmente inmortal.

-¿Cómo sabes que esto no es un sueño? –preguntó un hombre más joven, con las piernas frágiles y cortas, una calvicie pueril, ojos pequeños y una elegancia de cortesano.

-Me extraña tu pregunta —replicó Sócrates—. Aristóteles, querido amigo, ¿acaso desconfías de esa lógica que tanto postulaste? ¿No te muestra tu razón que estoy aquí, hablando contigo después de haber pasado por el trance de la muerte?

-Esto no es la muerte —intervino Epicuro, con una piel del color de la arcilla, ojos grises y rasgos tan comunes que podría ser cualquier hombre—. La muerte es el fin de todo, un anonadamiento. Donde empieza ella, ya no estamos nosotros.

El Mundo Inteligible

Un hombre con la altura y la corpulencia de un gimnasta dio unos pasos y alzó la mano, señalando al cielo:

-No puedo estar de acuerdo. La muerte representa la liberación del alma. ¿Es que no has reparado dónde estamos?

-¿Dónde, Platón?

-En el Mundo Inteligible. Aquí el tiempo ya no reina, la carne no declina y las sombras se han desvanecido. ¿No has apreciado el resplandor de ese disco que flota en las alturas? No es el sol, sino el Bien, cuya luz inmortal se derrama sobre nosotros.

-Tus palabras son tan ridículas que me provocan picores —comentó entre risotadas un hombre semidesnudo y con el pelo sucio, escondiendo su mano bajo la túnica y rascándose obscenamente los genitales.

-Diógenes, maldito perro, no hace falta que atentes contra el decoro —exclamó Platón, con su alta frente encendida por la ira.

-No te enojes —intervino Zenón de Citio—. Nunca hay que perder la serenidad. El hombre sabio no se altera jamás, pues entiende que todo sucede por necesidad. Ya hemos vivido esta situación y volveremos a vivirla una y otra vez.

-Entonces nos encontramos en un sueño —dijo Aristóteles—, pues el tiempo siempre es distinto en su discurrir. Puede haber semejanzas, pero no repeticiones.

Diógenes lanzó una carcajada, mostrando unos dientes amarillos y mellados:

-¡Pobres diablos! Solo habláis de necedades. La temperatura es agradable y en este jardín hay árboles frutales con los que aplacar el hambre. Hace unos minutos, cruzamos un arroyo con agua fresca. La hierba es suave y podemos tumbarnos en ella a dormitar. ¿Por qué perder el tiempo preguntándose dónde estamos o qué es el tiempo?

Silenciosamente, una joven irrumpió en la reunión. Todos enmudecieron al contemplar su aspecto. Tal vez no era la más hermosa, pero su mirada manifestaba una profunda sabiduría, semejante a la de la lechuza.

-Esto no es un sueño —aclaró la muchacha, que llevaba una cesta con una serpiente—. Tampoco os encontráis en el Mundo Inteligible. Estáis en un jardín del Olimpo para ser juzgados. Cada uno de vosotros debe formular una apología de sus enseñanzas y los dioses, que os escuchan desde sus tronos, decidirán vuestro destino. Si vuestras ideas han ayudado a los hombres a vivir mejor, iréis a la Isla de los Bienaventurados, perfumadas por las brisas del Océano, con brillantes flores doradas sobre el verde suelo, árboles frondosos y ríos de agua cristalina. Si vuestras doctrinas han hecho desdichados a los hombres, seréis arrojados al Tártaro y vuestro sufrimiento será terrible. Os pido que seáis breves. Los discursos demasiado largos resultan aburridos e irritantes.

El juicio de los pensadores

-Oh, Atenea —dijo Sócrates—. Te he reconocido y comenzaré yo. No es la primera vez que presento un alegato ante un tribunal. Mi conciencia está tranquila. Partí de la humildad y exigí a los demás que siguieran el mismo camino. Admitir la propia ignorancia es el primer paso hacia la sabiduría. Solo los necios alardean de saberlo todo. El segundo paso consiste en conocerse a uno mismo. En nuestro interior hay una riqueza inagotable. Todos somos geómetras, aritméticos, físicos, filósofos. Cuando alguien acudía a pedirme instrucción, le respondía: «yo no sé, pero tú sí sabes». Fui una comadrona, una partera de ideas. No di discursos. Creé una forma de razonar mucho más eficaz: la dialéctica. ¿Acaso el diálogo no es la matriz de la verdad? Abogué por la prudencia. Siempre aconsejé: «nada en exceso». El sabio ha de ser un espíritu templado. La moderación es un buen aprendizaje, pues conduce al autodominio. Solo es feliz el que se basta a sí mismo, sin depender de la riqueza, los halagos o los privilegios.

Aclaré que el mal brota de la ignorancia. El malvado no conoce el bien. Si lo conociera, obraría de otra manera. Cuestioné la democracia, pero porque había presenciado cómo los sofistas engañaban a los ciudadanos con sus habilidades retóricas. Pensé que el gobierno debía descansar en manos de los sabios. Si todos los hombres fueran filósofos, la polis sería perfecta, pero como es improbable que eso suceda algún día, me pronuncié a favor de un rey filósofo. Por último, logré morir con dignidad, pues creo que el alma es inmortal y lo más valioso de la condición humana. Creo, oh Atenea, que mis enseñanzas han ayudado al ser humano a vivir mejor, a vivir dignamente, buscando la verdad.

-Está bien, Sócrates. Los dioses te han escuchado. Ya te comunicarán su dictamen.

-Continuaré yo, oh Atenea —dijo Platón, hablando con la solemnidad de un venerable pedagogo—. Yo he aportado algo esencial a la humanidad: las enseñanzas de Sócrates. Sin mis diálogos, se habrían perdido. Fue un maestro oral, un sabio de gran elocuencia, cuyo método de razonamiento desbordaba la escritura. Necesitaba interpelar y recibir una respuesta. Escuchar una idea y refutarla. Plantear un problema y resolverlo con su interlocutor. Sócrates es uno de los grandes educadores de Occidente. Mis diálogos, estáticos como cualquier texto, reflejan torpemente sus grandes méritos, pero habría sido peor que no quedara nada.

Aristófanes ridiculizó a Sócrates en Las nubes. Yo quise que la posteridad conociera la verdad. Mi filosofía es una prolongación de las teorías socráticas. Me han acusado de poner en boca de mi maestro doctrinas que solo habían salido de mi mente. Es un reproche injusto, pues esas ideas no habrían surgido sin el suelo fértil que representó el pensamiento de Sócrates. He sido afortunado con la posteridad. Casi todos mis diálogos han sobrevivido a los estragos del tiempo.

Creo que mi mayor aportación fue señalar la existencia de una realidad espiritual que solo podemos conocer mediante la razón. Albergamos un alma inmortal que no desaparecerá con la extinción del cuerpo. Ese hallazgo ha proporcionado esperanza a muchos hombres que de otro modo vivirían en la desesperación. Se me han reprochado mis ideas políticas, pero solo puedo decir que los vaivenes políticos de Atenas me hicieron desconfiar de la democracia. Sigo pensando que es una buena idea que el gobierno se reserve a los sabios.

-Los dioses tendrán en cuenta tu alegato, Platón. ¿Quién será el siguiente?

-Hablaré yo —respondió Aristóteles, acercándose a Atenea—. Yo no he sido tan afortunado como Platón. Mis diálogos se perdieron y hoy se me considera un filósofo árido y antipático. Sin embargo, mis apuntes, que otros agruparon en forma de libros, explican una visión del mundo que incita a amar la tierra, la finitud, la vida en sus justos límites. No somos inmortales como individuos, pero sí como especie y ahí reside nuestra grandeza. El ser humano no ha cesado de trabajar para hacer el mundo inteligible. No se ha conformado con las evidencias. Ha buscado causas, fines, relaciones.

Entre mis aportaciones, citaré la lógica. ¿No sería el mundo mucho peor sin ella? ¿No sirvió para disciplinar el saber, sometiéndolo a una exigencia de coherencia que cerró el paso a los charlatanes? Mi elogio de la prudencia no me parece menos fructífero. Frente a los mandatos inflexibles, no siempre son realizables, propuse un criterio capaz de hallar la alternativa más adecuada en cada situación. Mi visión de la felicidad es más realista que la de los filósofos enredados en elucubraciones abstractas. La vida contemplativa es la mayor fuente de dicha, pero no es posible ser feliz si estás enfermo, careces de bienes o sufres torturas. Mis reflexiones sobre la amistad no han perdido vigencia. ¿No es cierto que nadie querría vivir sin amigos? ¿No es menos verdadero que no se puede amar a un malvado?

Dado que se me ha pedido concisión, añadiré que mi poética mostró el poder curativo del arte. Necesitamos la ficción para vivir. Nos permite purificar nuestras emociones, nos enseña a superar la tristeza o la ira con una pequeña dosis de esas emociones. Mis antepasados eran médicos y, aunque yo me he dedicado a la filosofía y las ciencias naturales, creo que la vocación de sanar heridas corre por mis escritos.

-Puedes retirarte, Aristóteles. ¿Quién será el próximo?

Renuncia a la defensa

-Yo —dijo Epicuro, con la mirada desafiante—. Seré breve. Intenté educar al ser humano en la moderación y los placeres sencillos, ahuyentando sus miedos. No me interesa el juicio de los dioses. Sé que no crearon el mundo y les considero imperfectos. Sus flaquezas son demasiado humanas. No creo que exista la Isla de los Bienaventurados ni el Tártaro. Esto es una farsa. Solo quiero recordar a los mortales que vivir oculto siempre es lo más inteligente. El verdadero placer es ausencia de dolor e inquietud. El que sabe esconderse, el que aprende a emboscarse y no abandona su posición, tiene más posibilidades de lograr la ataraxia, la perfecta imperturbabilidad.

Sin dejar hablar a Afrodita, Zenón el estoico tomó la palabra y se expresó con firmeza:

-Yo tampoco hablaré mucho. Todo lo que sucede, acontece por necesidad. Ya dije que al cabo de los siglos, todo se repite. Los discursos que acabamos de escuchar ya se pronunciaron en un pasado remoto y volverán a oírse dentro de mucho tiempo. La historia es un círculo, una rueda que pasa por el mismo surco una y otra vez. No tengo nada más que añadir. Sería redundante y absurdo.

Afrodita miró a Diógenes, preguntándose si quería decir algo. El «perro» sonrió y eructó, absteniéndose de hablar. Antes de que la diosa pudiera decir algo, se tumbó en el suelo, se cubrió la cara con su mugrienta túnica y comenzó a roncar, dejando al aire su trasero.

Afrodita se alejó y desapareció. Los seis filósofos se quedaron expectantes, sin saber qué sucedería. Profundamente dormido, Diógenes parecía indiferente y lejano, sin otra inquietud que hallar la posición más cómoda. De vez en cuando, gruñía y suspiraba, mostrando partes de su anatomía que sus colegas preferían no haber contemplado. Afrodita regresó a los pocos minutos. Quizás había transcurrido más tiempo, pero los filósofos no lo advirtieron. En la eternidad el ritmo de la vida es diferente.

El veredicto

-Los dioses han deliberado —anunció Afrodita— y han decidido que seréis enviados a la Isla de los Bienaventurados. Vuestros alegatos han sido convincentes. Vuestras teorías, a veces opuestas, han abierto caminos a los hombres, ayudándoles a sortear la adversidad. Vuestras divergencias, lejos de ser dañinas, han alimentado la libertad, permitiendo que cada uno escogiera la alternativa más ajustada a su forma de entender las cosas.

-Gracias, oh Afrodita —dijo Aristóteles—, pero me pregunto si no podríamos elegir otro destino.

-¿Preferirías el Tártaro?

-No, una biblioteca. Es un lugar más atractivo que una isla.

El resto de los filósofos pareció asentir, salvo Diógenes, que se había despertado y se hurgaba la nariz con impudor.

-¿Todos piensan lo mismo?

-No me agrada darle la razón a Aristóteles —dijo Platón—, pues intentó liquidar mi filosofía, pero estoy de acuerdo.

-Nunca fui amante del libro —adujo Sócrates—, pero he de admitir que la escritura fue mi pasaporte a la posteridad. Así que una biblioteca no me parece un mal lugar para pasar la eternidad.

Epicuro y Zenón se apartaron juntos y, después de deliberar unos instantes, manifestaron que disfrutar de un retiro entre libros no les desagradaba, pero suplicaron que hubiera ventanas con vistas a un jardín y la posibilidad de pasear por él.

Diógenes bostezó con ostentación y exclamó:

-Ni Isla de los Bienaventurados ni biblioteca —protestó, rascándose la axila derecha—. Yo estoy a gusto en mi tonel. Ya me ofreció Alejandro un palacio y le contesté que se lo metiera por las narices.

-Creo que tengo la solución —replicó Afrodita—. Una biblioteca con un jardín donde Diógenes podrá dormitar en su tonel.

-¿Y cómo será esa biblioteca? –preguntó Epicuro.

-Un recinto infinito con galerías hexagonales comunicadas por zaguanes y escaleras con enormes claraboyas de cristal que dejan pasar la luz de un sol incesante. Nunca anochece y el número de obras crece sin tregua. Podréis leer los libros de vuestro tiempo, pero también los de las épocas que no habéis conocido e incluso los que aún no se han escrito. La escritura es un río que nunca deja de fluir. Os aguardan gratas sorpresas: Dante, Cervantes, Shakespeare, Tolstoi. La eternidad no es una secuencia inmóvil, sino una prolongación del tiempo. Eso sí, libre de cualquier forma de erosión o decadencia.

Destino: biblioteca con jardín

Ya en la biblioteca con vistas a un jardín, los filósofos retomaron sus trayectorias interrumpidas. Sócrates venció su resistencia a la escritura y comenzó a escribir diálogos. Platón recobró los poemas que destruyó en su juventud y, tras leer a Quevedo, escribió varios sonetos. Aristóteles reelaboró su libro perdido sobre la comedia, demostrando que la risa no constituye un peligro, sino un saludable ejercicio. Epicuro escribió varios tratados, refutando las teorías de los que consideran la inmortalidad algo indeseable. Vivir eternamente no resta valor a las cosas ni cierra el paso a la innovación, pues la permanencia es un bien objetivo y la creatividad jamás se agota. Zenón de Citio se apasionó leyendo a Shakespeare, descubriendo que la ataraxia y la experiencia estética podían ser incompatibles. Diógenes no hizo nada, salvo dormitar en su tonel y tomar el sol perpetuo de un cielo siempre encendido, como la llama de un gigantesco templo.

-¿Crees que realmente han ayudado a la humanidad a vivir mejor? —preguntó Zeus a Afrodita, mientras hundía sus vigorosos dedos en un barba que descendía sobre su pecho como un apacible manto de nieve.

-Por supuesto, oh Zeus. Sin filosofía, el ser humano no sabría cómo afrontar experiencias como el fracaso, la muerte o el desengaño. Gracias a ella, ha aprendido a habitar ese áspero mundo al que lo hemos arrojado. Incluso los filósofos pesimistas abogan por la vida. El simple hecho de escribir ya es un gesto de amor.

-¿Amor?

-Amor a las palabras, a la razón, a la belleza, a los contrastes.

-Diógenes no muestra interés por nada.

-No es cierto. Toma el sol, duerme plácidamente, come lo que le apetece, no se avergüenza de nada, no hace balances, se mofa de las metas. Su existencia es una oda a la libertad.

Zeus asintió, admitiendo que Prometo hizo una gran cosa cuando robó el fuego y se lo entregó al hombre. Había sido injusto con él, pero afortunadamente Heracles lo liberó de su terrible castigo, matando al águila que se comía a diario su hígado.

-¿Estás pensando en tu hijo Heracles? —preguntó Afrodita—. Ya sabes que los dioses leemos el pensamiento.

-Sí, ya lo sé, lo cual es un fastidio. Mi hijo hizo una buena acción. Se habla mal de los jóvenes, pero muchas veces corrigen los errores de los viejos.

-Así es, así es. Gracias a él, el logos irrumpió en el mundo y el hombre conoció el bien, la belleza, el amor, la esperanza. Si algún día la filosofía desaparece, los humanos se confundirán con el resto de las especies, rebajados a simples y rudimentarios trogloditas.