Javier Marías y el arte de mentir
Animo a los críticos, una especie en extinción, un anacronismo de la envergadura de una vieja máquina de escribir, a infectar sus textos con filigranas literarias
Javier Marías aún no ha muerto, pero ya es un clásico. No me parece necesario pertenecer a la legión de los difuntos, una masa siempre en expansión y, por lo general, anónima, para adquirir ese reconocimiento. Llamamos clásicos a los autores que poblarán la posteridad. Javier Marías se muestra escéptico con esa posibilidad. Sostiene que el destino de todos los escritores es caer en el olvido y que la posteridad es cosa del pasado. Ya no vivimos en la época de los poemas homéricos, cuando los hombres hacían cualquier cosa –incluso morir de forma cruenta- para adquirir esa fama que garantizaría su pervivencia en la memoria de las siguientes generaciones.
Según Marías, hoy solo existe el presente. El pasado es un fastidioso espectro que nos incordia, reclamando atención, sin darse cuenta que ya solo es un estorbo para un tiempo volcado en lo inmediato y efímero. El futuro es una entelequia, una fantasía, algo que se aleja apenas nos acercamos a él. Y la posteridad ocupa un lugar minúsculo en el desván de la historia. Solo es un cachivache inservible, semejante a los que acumulamos en trasteros y garajes, pensando que los necesitaremos algún día, pero ese día nunca llega, y el polvo y la humedad los acaban destruyendo antes de que volvamos a utilizarlos.
Pienso que Javier Marías tiene una visión trágica de la historia, semejante a la de su adorado Shakespeare, que solo apreciaba ruido y furia en el devenir del mundo. Es cierto que hoy se vive en el presente, pero la posteridad no es una filigrana de la imaginación, sino el lugar desde donde Corazón tan blanco, Tu rostro mañana y Mañana en la batalla piensa en mí seguirán atrayendo a miles de lectores. Los aún no nacidos buscarán en sus páginas las mismas cosas que buscamos ahora: comprendernos a nosotros mismos mediante las historias de los otros, averiguar qué ocultamos y por qué lo hacemos, experimentar el tacto sensual de los secretos, saber si es posible seguir amando a otro tras conocer los episodios más indignos de su biografía.
Todos los que escribimos mentimos compulsivamente. Distorsionamos la realidad para hacerla más interesante. Somos capaces de inventar cualquier cosa para convertir una peripecia insulsa en una epopeya. No actuamos así por malicia, sino porque anhelamos lo poético y maravilloso. Escribí hace tiempo un artículo sobre Corazón tan blanco en este espacio digital, señalando que no había leído a Javier Marías hasta hace poco. Es falso. En 1989, mientras disfrutaba de una beca de investigación, leí Todas las almas y me gustó mucho. Ambientada en Oxford, la novela desdibujaba la barrera entre realidad y ficción, historia y literatura, incluyendo en la trama a John Gawsworth, un autor que acabó mendigando por las calles de Londres y murió en un hospital con el hígado destrozado por el alcohol. Gawsworth me fascinó, pero no tanto como el protagonista de Todas las almas, un profesor de literatura española oriundo de Madrid y con un inequívoco parecido con Marías.
El hecho de que el personaje careciera de nombre acentuaba la semejanza. ¿Se trataba de una novela autobiográfica? Había muchos paralelismos entre el personaje y el autor, pero lo más interesante no era eso, sino el hecho de que una vez más la literatura reinventara la noción de verdad. Lo verdadero no era lo objetivo y contrastable, sino esa forma que había cristalizado en una novela, aboliendo los estragos del tiempo. La literatura no es una simple invención, sino creación en el sentido más ontológico del término. Añade algo nuevo al mundo, ensancha la realidad, saca de la nada lo que no existiría sin su capacidad de hipnotizar, suspendiendo esa torpe incredulidad que nos aleja de lo bello y lo extraordinario.
¿Por qué mentí? ¿Por qué dije que no había leído a Marías? Quizás porque estoy “podrido de literatura”, como Borges, pero sin su talento, claro. Estar “podrido de literatura” significa que contar una buena historia siempre te parece preferible a referir unos hechos insípidos. ¿No es mejor decir que no has leído a un autor antes de juzgar una de sus obras que declararte su admirador y reiterar tu arrobo? Mentir me permitió jugar con el mito que rodea a Marías, según el cual es huraño, pedante y displicente. Ahora que le he conocido y he hablado con él, puedo decir que me ha decepcionado, pues resulta que es amable, atento y nada despectivo. Mentir es la base del arte de novelar. Permite jugar con los contrastes. Me imaginé a Marías como una especie de Johnnie Aysgarth (el ambiguo e inquietante personaje interpretado por Cary Grant en Sospecha, la película de Hitchcock), pero en realidad se parece más al Charles Ryder (Jeremy Irons) de Retorno a Brideshead o al Max de Winter (Laurence Olivier) de Rebecca. Un caballero inglés melancólico, algo misterioso y con una cortesía exenta de ese alborozo latino tan ruidoso y, no pocas veces, tan insincero.
Que un crítico literario alabe a un autor que admira no es nada novelesco. En cambio, sí me parece seductora la idea de un recelo que se desvanece tras toparse con la excelencia de un texto. En el breve espacio de un artículo se cumple uno de los axiomas de la novela y el cuento: la transformación del personaje principal –esta vez el crítico- por efecto de una peripecia inesperada –el placer obtenido con una obra que había sido postergada por un absurdo prejuicio hacia los autores contemporáneos-. En mi pequeña ficción, inevitablemente teñida de realidad, el novelista –Marías- ya no es joven; el crítico, tampoco. Ambos parecen algo huraños, pero solo se trata de apariencias. Una novela une dos vidas durante unas horas, provocando el milagro que hace de la literatura una experiencia trascendente: una asombrosa y luminosa comunión entre desconocidos.
Después de terminar Corazón tan blanco, el crítico –o sea yo- entiende que ha sido injusto, menospreciando a los escritores aún vivos. Leer a Faulkner o a Conrad es una apuesta segura. Sabes que emprendes un viaje que no defraudará. En cambio, arriesgarse con un escritor contemporáneo siempre implica la posibilidad de sentirse decepcionado. Además, los difuntos tienen una majestad de la que carecen los vivos y siempre es más fácil celebrar su talento. De hecho, ya no parecen individuos, sino bustos de mármol con una corona de laurel. Aventurarse con un autor vivo se parece a un enamoramiento. El riesgo de desilusión siempre es muy alto, pero si no te sientes defraudado, el fervor es particularmente intenso.
Algunos tal vez apuntarán que esta nota es algo disparatada y heterodoxa. No lo niego, pero la creciente irrelevancia de los críticos me empuja a obrar así. No sé si alguno de mis colegas aún considera que sus opiniones consagran o defenestran. No lo creo, pues hace falta mucha ingenuidad para pensar de ese modo. No obstante, la crítica literaria sigue fluyendo como un obstinado hilo de agua que se abre paso en una roca, aprovechando una minúscula grieta. Este fenómeno es un efecto de la inercia, pues ya nadie formula teorías para interpretar un texto, creyendo en la necesidad de fundamentar una tarea que en otro tiempo gozaba de prestigio y cierto poder. Hoy, simplemente se sanciona o se reprueba. En realidad, cada día escasean más las críticas adversas. Los críticos parecemos comerciales, no especialistas en literatura. Quizás no suene bien, pero –como ya dije en otro lugar- la crítica literaria exige cierto grado de brutalidad intelectual. Siempre me pareció una tontería afirmar que se escribe para que te quieran más. En el caso de los críticos, actuar así es algo peor que una idiotez. Es un gesto de deshonestidad.
Jaime Gil de Biedma dijo que la buena crítica literaria es una rama de la literatura, un género más. Por eso, animo a los críticos, una especie en extinción, un anacronismo de la envergadura de una vieja máquina de escribir, una pluma estilográfica o una navaja de afeitar, a infectar sus textos con filigranas literarias. Si Borges inventó la enciclopedia de un mundo imaginario, ¿por qué no borrar las fronteras entre el juicio crítico y la creación literaria? Javier Marías es un gran novelista y, por eso mismo, un artista de la mentira. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, una pieza memorable, afirmó que “decir la verdad es imposible”. “En el momento en que interviene la palabra –advirtió-, en el momento en que se aspira a que la palabra reproduzca lo acontecido, lo que se está haciendo es suplantar y falsear esto último. Sin querer se lo deforma, tergiversa, distorsiona y contamina”.
Narrar es mentir, pues lo que se busca no es reproducir objetivamente un hecho o una situación, sino conmover, seducir, persuadir. Marías citaba a Ortega y Gasset, que en su ensayo Miseria y esplendor de la traducción sostenía que “desde hace mucho, mucho tiempo, la humanidad, por lo menos la occidental, no habla en serio”. Quizás es lo más sensato. En mi caso, cuando he hablado más en serio, solo he dicho solemnes tonterías. Es mejor levantar las barreras que frenan la imaginación y abandonar la idea de que ficción y realidad son territorios separados y no ámbitos que se moldean mutuamente. Javier Marías es un maestro de la ironía, el artificio sin el cual no sería posible la literatura. Lo irónico de un texto literario es que crea una verdad casi mítica, pues seguirá ahí durante siglos y lo hace a partir de una mentira.
Que una mentira sea una de las formas de verdad más duraderas constituye una paradoja, pero al mismo tiempo revela que Aristóteles no se equivocaba al apuntar que la poesía es más importante que la historia, pues contiene lecciones esenciales y atemporales. La crítica debería asimilar esta paradoja, si no quiere quedar reducida a un ejercicio estéril abocado a terminar en el fondo de la jaula de periquito, absorbiendo sus diminutos excrementos. En realidad, dado que el papel cada vez es más infrecuente en el medio periodístico, ya ni siquiera le cabe esperar eso. Su destino es flotar en el espacio digital como chatarra espacial a la deriva. Al menos que lo haga con algo de estilo y un poco de humor.