Nietzsche y el caballo de Turín
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Nietzsche sigue fascinando a los jóvenes, pero su prosa deslumbrante y su indudable originalidad no deberían ocultar las miserias de su filosofía. No sirve alegar que reproduce la mentalidad de una época, pues la Ilustración, que le precede en el tiempo, luchó por un mundo más libre, humano y compasivo, estableciendo las bases teóricas de las sociedades plurales y tolerantes, donde el hombre ya no es un súbdito, sino un ciudadano con derechos inalienables. El punto de vista de Nietzsche no es el del Antiguo Régimen, sino el de Atenas y Esparta, con sus políticas eugenésicas y su exaltación de la guerra. "La cultura debe verse desde el punto de vista de la raza", afirma una y otra vez. En El Anticristo (1888) se muestra aún más explícito: "Los débiles y los malogrados deben desaparecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarles a perecer".
Nietzsche sostiene que corresponde a los “mejoradores de la humanidad” actuar como “policía sanitaria”, imponiendo prohibiciones y restricciones a la libertad y, si es necesario, castraciones. […] La propia vida no reconoce solidaridad alguna, ninguna igualdad de derechos entre las partes sanas y las partes enfermas de un organismo; estas últimas deben ser amputadas o el todo sucumbe. Compasión con los decadentes, igualdad de derechos para los fracasados; si ésta fuera la más profunda moralidad, sería la contra-naturaleza misma como moral” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos, 1889). La admiración de Nietzsche hacia la cultura griega, donde la virtud se identifica con la fuerza y la excelencia, le prohíbe cualquier forma de simpatía hacia las tendencias igualitarias. La agudeza de sus opiniones en el campo filológico no le impide participar del horror de la burguesía ante la agitación obrera: "El hombre que se ha liberado, y ¡cuánto más el espíritu que se ha liberado!, pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas".
La insurrección del proletariado es la "rebelión de los esclavos". Su triunfo significaría el fin de la cultura, su irremediable destrucción. En Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche define el aristocraticismo como la consecuencia inevitable de la profunda diferencia entre los hombres en virtud de su origen y cualidades. Esta diferencia justifica la esclavitud. Los aristócratas (es decir, los mejores) no deben permitir que les afecten las promesas humanitarias ante “el sacrificio de un sinnúmero de hombres”. Es completamente legítimo que los inferiores –pueblos o individuos– sean “rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, esclavos, instrumentos”. A fin de cuentas, la vida no es más que “apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, anexión y, al menos en el caso más suave, explotación”.
En Más allá del bien y del mal y en La genealogía de la moral (1887), Nietzsche propone la transmutación definitiva de todos los valores. Hay que abolir la moral cristiana para restaurar el sentido original de la virtud. La virtud no tiene otro fundamento que el instinto, que repudia la libertad y la igualdad. Hay que recuperar el sentido aristocrático de la moral, un sentido que implica “jerarquía”. Bueno es todo lo que eleva, todo lo que implica grandeza, poder. Lo santo no es la piedad hacia los otros, sino el espíritu de conquista del soldado. La moral aristocrática es ante todo una moral de virtudes guerreras, que establece diferencias esenciales entre los individuos. La moral cristiana es una moral plebeya, que nace de la pobreza de instintos, de la anemia, de la carencia de fuerza. La matriz del cristianismo es el rencor, la impotencia. Las culturas superiores se caracterizan, en cambio, por su poder afirmativo. Su crueldad es el rasgo característico de su grandeza. Procede de su alegría, de su ebriedad de vida.
La derrota definitiva de la moral cristiana desborda el campo de la especulación filosófica. Hace falta una “gran política”. “Será preciso preparar grandes empresas colectivas de disciplina y selección”, conducidas por “una especie nueva de filósofos y de jefes” (Más allá del bien y del mal). Esa “gran política” será “como un martillo que hará pedazos a las razas decadentes y agonizantes, para apartarlas de camino y abrir el paso a un nuevo orden de vida, o para inspirar a los seres degenerados y lánguidos el deseo de morir” (La voluntad de poder, póstumo). En El estado griego (1871), obra inacabada concebida en sus orígenes como ampliación de El nacimiento de la tragedia (1872), Nietzsche sostiene que “a fin de que haya un amplio, profundo y fructífero suelo terrestre para un desarrollo del arte, la inmensa mayoría tiene que estar sometida como esclava al servicio de una minoría”. La “necesidad de la vida” está por encima de las “necesidades individuales”. Desde esta perspectiva, la reducción de la jornada laboral, la abolición del trabajo infantil o la creación de asociaciones obreras, se convierten en demandas inaceptables. Nietzsche se opone a estas reformas en Basilea durante sus años de catedrático de lengua y literatura griega, pero recomienda que no se extenúe al trabajador, pues una innecesaria dureza podría malograr su rendimiento y el de su descendencia.
Nietzsche profetizó “guerras tales como no se han visto jamás” y se refirió al superhombre como “ese forastero que llama a la puerta, el más horrible que hayamos visto. [… ] Se precisa tener mucha fuerza para poder vivir y olvidar hasta qué punto vivir y ser injusto es lo mismo”. Esta es la razón de que el superhombre sea el hombre en el cual “son máximas las propiedades específicas de la vida: la injusticia, la mentira, la explotación”. Nietzsche no escatimó elogios para el soldado que “vuelve a casa, tras una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas, con igual petulancia que si volviera de una travesura infantil” (Humano, demasiado humano, 1878). Tampoco ocultó su simpatía por la guerra: “No hay buena causa que santifique la guerra, sino que es ésta la que santifica toda causa”. En El crepúsculo de los ídolos, se detalla un programa eugenésico de escala planetaria, llamado “moral para médicos”, que libraría al mundo de enfermos y desvalidos, sentando las bases de una higiene racial que permitiera regular la selección, cría y reproducción de la especie humana.
Thomas Mann consideraba que Nietzsche no era un bárbaro ni un precursor del nazismo, sino un alma trágica que se dejó llevar por la “embriaguez estética”. En ese sentido, se parece a Oscar Wilde, fascinado por el mal desde un punto de vista del Romanticismo tardío, con grandes dosis de ingenuidad e inmadurez. “Nosotros que hemos conocido el mal en toda su miseria –escribe Thomas Mann-, y ya no somos lo bastante estetas como para tener miedo a proclamar nuestra fe en el bien, como para avergonzarnos de conceptos y de pautas tan triviales como la libertad, la verdad, la justicia. A fin de cuentas, también el esteticismo, bajo cuyo signo los espíritus libres atacaron la moral burguesa, pertenece a la edad burguesa. Y superar esa edad significa salir de una época estética y penetrar en una época moral y social” (Schopenhauer, Nietzsche, Freud). Nietzsche continúa seduciendo a las mentes más jóvenes y no tan jóvenes, pero debería hacerlo por sus reflexiones sobre el lenguaje, los conceptos, el tiempo, la poesía, la religión o el amor fati, no por su “gran moral”, que se gestó como un ataque contra el cristianismo, el humanismo, la Ilustración y el igualitarismo democrático. Es cierto que su reivindicación de la vida como algo trágico y finito nos ayuda a reconciliarnos con el mundo, con sus grandezas e insuficiencias, pero no es menos real que proporcionó argumentos al nazismo, exaltando la guerra, la esclavitud y la eugenesia. Nietzsche escribió con la arrogancia de los ídolos, sin reparar en las consecuencias de sus palabras. Podemos apreciarle como poeta y pensador, pero no como moralista. La embriaguez dionisiaca puede inspirar un éxtasis lírico, pero también contiene la flecha del arquero, preparada para hundirse en el corazón de las “formas de vida sin valor” (es decir, los débiles y enfermos). Paradójicamente, Nietzsche no era un nuevo Zaratustra, el profeta del superhombre, y, menos aún, un bárbaro, sino un tímido profesor que se abrazó al cuello de un caballo en Turín para evitar que un brutal cochero continuara azotándolo.