No puedo imaginar mi niñez y adolescencia sin los álbumes de Tintín, el joven periodista y aventurero creado por Hergé. En los años sesenta y setenta del pasado siglo, no existía la jornada continua en las escuelas. O tal vez yo no la conocía, pues en mi colegio de padres reparadores las clases se impartían en horario partido, lo cual era un fastidio, fundamentalmente porque después de comer la televisión pasaba unas series estupendas, como Superagente 86, Bonanza, Mannix, Kojak, Columbo, El virginiano, Misión imposible, Star Trek, Perdidos en el espacio, El Santo, Embrujada, Daktari, Ironside, Hawaii Five-O, La mujer policía, McMillan y esposa, Cannon, Las calles de San Francisco. Pido excusas a los nostálgicos de esa época, si no he mencionado alguna serie, pero la memoria se hace particularmente selectiva al superar los cincuenta años o quizás demasiado imperfecta, acumulando insalvables lagunas. Aún recuerdo la frustración que me producía salir de casa mientras se escuchaba en el pequeño televisor en blanco y negro la banda sonora de Hawaii Five-O o de Misión imposible. Cuando me sentaba en mi pupitre –en realidad, una mesa compartida con algún compañero-, disimulaba mi malhumor, hundiendo la cabeza en el libro de texto. ¿Cómo podían esperar los profesores que me interesara por el Diagrama de Venn o el subjuntivo, cuando Mr. Spock, oficial científico de la U. S. S. Enterprise, luchaba valientemente contra el malvado Khan Noonien Singh para salvar a la raza humana? Sólo me consolaba la perspectiva de pasar buena parte de la tarde, leyendo por enésima vez alguna aventura de Tintín. Después de merendar y finalizar los deberes, me tiraría al suelo de moqueta de mi cuarto, abriría un álbum y olvidaría el mundo exterior. Tintín me parecía más verdadero que los personajes reales abordados en los libros de historia y no me faltaba razón, pues el joven del mechón rubio y pantalones de golf hace mucho tiempo que disfruta de la intemporalidad de los mitos. Aunque los más jóvenes no le presten tanta atención como las generaciones anteriores, casi nadie ignora quién es y su iconografía ya forma parte del imaginario colectivo.
Tintín fue creado por Georges Remi en 1929, un belga tranquilo, minucioso y reservado al que nunca le gustaron demasiado los niños. Comenzó a dibujar en la escuela, aprovechando la parte inferior de sus cuadernos para plasmar las historias de un joven belga que luchaba contra el invasor alemán mediante ingeniosas técnicas de sabotaje. Aunque no lo sospechaba, George Remi había dado el primer paso hacia el futuro Tintín. El segundo paso llegó con su ingreso en los boy-scouts, donde asimiló los valores esenciales que guiarían el comportamiento de su personaje: lealtad, coraje, compañerismo, abnegación, honestidad, independencia, generosidad, pureza, rebeldía. De hechos, sus primeras historietas aparecen en la revista Le Boy-Scout, que enseguida se convertirá en Le Boy-Scout Belge. En 1924 empieza a firmar como Hergé. Un año después se incorpora a la redacción de Le XXe Siècle, un diario católico y nacionalista dirigido por el padre Nobert Wallez. En 1926 crea a Totor, un personaje algo rudimentario, pero con los grandes rasgos del Tintín. Los padres de George Remi intentan que estudie dibujo en una escuela de artes gráficas, pero él desiste tras el primer ejercicio: reproducir fielmente un capitel corintio de yeso. Lo formal y académico sólo le produce aburrimiento y hastío. Seguirá dibujando de forma autodidacta, aprendiendo de sus errores hasta alumbrar un estilo propio e inconfundible. Tras realizar el servicio militar obligatorio, Hergé recibe el encargo de crear un suplemento infantil y juvenil que se titulará Le Petit Vingtième. Hergé aprovechará la ocasión para completar el perfil de Totor, añadiéndole un tupé y la compañía de Milú, un leal, intrépido y divertido fox terrier. Un colaborador de Le XXe Siècle destinado a México como reportero le envía cómics estadounidenses, pensando que le abrirán perspectivas hasta entonces desconocidas. Hergé descubre una nueva forma de narrar: viñetas en las que los personajes hablan mediante globos y no con textos a pie de página. Ese procedimiento imprime agilidad y dinamismo a las historietas, creando una ilusión de movimiento que recuerda al cine. Una nota inquietante. El colaborador que le hace llegar ese maravilloso material gráfico es León Degrelle, futuro dirigente del movimiento rexista, el partido pronazi que colaborará con Hitler durante la ocupación de Bélgica. Con el tiempo, Degrelle afirmará que Hergé, con el que había mantenido una cordial amistad, se inspiró en él para crear a Tintín. Hergé responderá que no es cierto, que su modelo no ha sido Degrelle, sino su único hermano Paul Remi, algo menor. Degrelle objetará que Tintín en el país de los soviets era una versión del viaje que realizó a la Unión Soviética como corresponsal de Le XXe Siècle. La polémica quedará en el aire, alimentando las calumnias contra Hergé, al que acusarán de simpatizar con el totalitarismo nazi.
Conviene señalar que los escenarios de las primeras aventuras de Tintín no los elige Hergé, sino el padre Wallez. El sacerdote católico opinaba que el colonialismo había llevado el progreso y el evangelio a regiones habitadas por salvajes, y que el comunismo representaba la mayor amenaza para la civilización occidental. Tintín en el país de los soviets apareció como álbum en 1930. Como sucedería con el resto, primero se publicó de forma seriada. Hergé no conocía la Unión Soviética y se documentó de forma bastante superficial. Durante mucho tiempo, se sostuvo que el álbum era tendencioso e insoportablemente reaccionario, pero hoy en día ya no quedan argumentos para negar el carácter totalitario y antidemocrático del régimen soviético. Tintín en el Congo apareció como álbum en 1931. Inicialmente, no despertó polémicas, pero durante el proceso de descolonización surgieron las acusaciones de racismo y, más adelante, la nueva sensibilidad medioambiental repudió las escenas de caza, algunas verdaderamente brutales, como el uso de un cartucho de dinamita para acabar con la vida de un rinoceronte. En 1946, Hergé rehízo el álbum, eliminando escenas y modificando diálogos. Además, impidió durante muchos años que se reeditara Tintín en el país de los soviets. Para Hergé, sus dos primeros álbumes pesarán en su conciencia como “pecados de juventud”. Paradójicamente, Tintín en el Congo es un álbum muy popular en la República Democrática del Congo. Parece ser que los descendientes de los congoleses sometidos a la corona belga no se sienten ofendidos.
En los siguientes álbumes, Hergé escogerá libremente los escenarios. Tintín viajará a América, Egipto, Arabia Saudí, la India. Con El loto azul, que aparece en 1935, logra su primera obra maestra. Esta vez no se deja llevar por los tópicos. Un capellán le presenta al joven chino Tchang Tchong-Jen, brillante estudiante de escultura de la Academia de Bellas Artes de Bruselas. Tchang le proporciona información precisa, derribando los estereotipos sobre China. Simpatizarán de inmediato y se harán grandes amigos. Tchang aparecerá como personaje en dos álbumes: El loto azul, y Tintín en el Tíbet (1959), para muchos la obra más perfecta de Hergé. “Tchang era un chico excepcional”, declararía más tarde el dibujante belga, “me ha hecho descubrir y amar la poesía china, la escritura china… El viento y el hueso, el viento de la inspiración y el hueso de la firmeza gráfica. Para mí esto fue una revelación. También le debo el hecho de haber entendido mejor el sentido de la amistad, el sentido de la poesía, el sentido de la naturaleza…”. Hergé y Tchang perderían el contacto por culpa de la Guerra Civil china y la posterior dictadura de Mao, pero el dibujante logró contactar con su amigo dos años antes de morir, organizando con la ayuda de las autoridades francesas un emotivo reencuentro.
Durante la ocupación de Bélgica por los nazis, Hergé seguirá publicando. Le Petit Vingtième desaparecerá, pero Le Soir, un periódico dirigido por Raymond de Becker, un antiguo responsable de Acción Católica, le abrirá sus páginas, lanzando un suplemento juvenil, Le Soir-Jeunesse. Durante este período, Hergé ambientará las aventuras de Tintín en escenarios poco conflictivos, con un propósito claramente evasivo. Desde El cangrejo de las pinzas de oro hasta Las siete bolas de cristal, su héroe protagonizará peripecias exóticas que sortearán la censura de los nazis. Cuando se produce la liberación de Bruselas, los aliados le prohíben continuar publicando, lo arrestan en cuatro ocasiones y pasa una noche en comisaría. Finalmente, queda en libertad sin cargos. Sin embargo, siempre le acompañará la sospecha de racista, antisemita y misógino. Hergé nunca ocultó su ideología conservadora, pero no se le pueden adjudicar planteamientos xenófobos o antidemocráticos. En China, Tintín lucha contra los abusos racistas, el imperialismo japonés y la corrupción de las potencias europeas. En América Latina, se enfrenta a los comerciantes de armas y a los militares golpistas. En el norte de África, combate a los traficantes de esclavos y en su propio país –cuyo nombre omite, pero cuyo parecido con su Bélgica natal no deja lugar a dudas- defiende el derecho de los gitanos a establecerse en lugares dignos y no en las proximidades de los vertederos, como suele suceder.
Tintín encarna el heroísmo en estado puro, la moral del perfecto boy-scout. No cambia ni envejece. Aficionado al senderismo, la gimnasia y el yoga, no fuma ni bebe –salvo en ocasiones muy especiales, como cuando hace acopio de valor para enfrentarse al paredón de fusilamiento en La oreja rota (1937). Cortés y extremadamente caballeroso, nunca flirtea con las muchachas. Poco a poco abandona su trabajo de periodista para hacer de detective o explorador. Nunca se preocupa por el dinero. Quizás Haddock compartió con él el tesoro de Rackham el Rojo descubierto en los sótanos del castillo de Moulinsart, pero Hergé omite estas cuestiones. No resulta fácil calcular su edad. En algunas viñetas parece un auténtico alfeñique, con la estatura de un niño, pero su madurez y su valor no se corresponden con su aspecto. En algún lugar, he leído que Tintín bordea los veinte años. Puede ser, pero su apariencia no coincidirá con esa edad hasta los últimos álbumes. Cuando en Tintín y los Pícaros (1976) cambia sus bombachos por unos pantalones vaqueros, surge de inmediato la sospecha de que ha comenzado a preparar su despedida. Tal vez Hergé intentaba encajar el heroísmo en la infancia, cuando el ser humano aún no se ha asomado a los abismos del sexo y el desengaño, y su escasa experiencia le ha impedido caer en el cinismo. Tintín es una especie de Sir Galahad, pero sin armadura, siempre en busca de la pureza y el ideal.
Quizás Tintín es el personaje menos interesante de la serie. Yo prefiero a Haddock, Tornasol o a cualquiera de los villanos. El capitán Haddock es una creación extraordinaria, uno de esos productos de la imaginación que desbordan a su creador. Impaciente, malhablado (sus insultos son antológicos y, de hecho, han dado pie a estudios y recopilaciones), borrachín y pendenciero, irrumpe en el relato como un personaje lastimoso y algo canalla. No hay que olvidar que en El cangrejo de las pinzas de oro (1941) golpea a Tintín en la cabeza con una botella mientras pilota un avión. Poco después, hace una fogata en la barca en la que huyen, provocando un naufragio. No existía ninguna garantía de que el personaje reapareciera en aventuras posteriores, pero Hergé advirtió sus posibilidades y lo incorporó a la serie. Con el tiempo, se convertirá en el amigo inseparable de Tintín y en el propietario de Moulinsart, un blasonado castillo rodeado de bosques y con un fiel mayordomo, Néstor, que se ocupará de que nunca falte en el mueble bar Loch Lomond, el whisky preferido de Haddock. Sus intentos de transformarse en un aristócrata fracasarán estrepitosamente. Viejo lobo de mar, será incapaz de adaptarse al monóculo y a los paseos a caballo.
Silvestre Tornasol es un inventor tímido, cortés y entrañable. Precursor de la televisión en color, su sordera incurable deforma todo lo que llega a sus oídos, causando cómicos malentendidos. Estrambótico, despistado y tierno, acompañará a Tintín y a Haddock en muchas de sus peripecias. Su enfrentamiento con Laszlo Carreidas, un mezquino magnate que ha instalado cámaras secretas en su avión para hacer trampas mientras juega a los barquitos, romperá brevemente su imagen de sabio amable y tranquilo, mostrando su frustrada vocación de pugilista. La curiosidad de Tornasol es inagotable. Su afán de conocimiento no excluye ninguna disciplina. De ahí que muestre el mismo interés por la conquista del espacio, las casas inteligentes o la botánica experimental. Incluso llegará a fabricar un arma secreta que provocará su secuestro a manos de una nación centroeuropea, cuyos métodos recuerdan a las dictaduras comunistas del otro lado del telón de acero. Surge de este modo una de las aventuras más apasionantes de la serie, El asunto Tornasol (1954-1956), que despliega una intriga tan perfecta como las del mejor Hitchcock, empleando técnicas cinematográficos, como los planos generales, los primeros planos y los planos de conjunto. Su atmósfera está a medio camino entre 39 escalones (1935) y Alarma en el expreso (1938). Algunas páginas también recuerdan el clima opresivo de Cortina rasgada (1956), estrenada ese mismo año. Al final de la aventura, Tornasol destruye los planos de su invento en un alarde de sentido común y generosidad. No hay nada sorprendente en este gesto, pues, además de un científico, Tornasol es un sentimental que cultiva rosas y que no duda en arriesgar su vida para rescatar a Bianca Castafiore -a la que ama en secreto- de las manos del general Tapioca, un viejo enemigo que les ha tendido una trampa en San Theodoros. San Theodoros, que ya había aparecido en La oreja rota, es una república bananera de América del Sur que puede identificarse con cualquiera de las dictaduras militares de los años setenta. Hergé muestra que la caída del general Tapioca no resuelve los problemas sociales. Aunque cambien los gobiernos, la miseria persiste en forma de chabolas rigurosamente custodiadas por la policía.
La Castafiore es una soprano lírica que goza de reconocimiento mundial, pero su talento no agrada demasiado a Tintín, ni a sus amigos. Ignoro si esta circunstancia tiene algo que ver con los gustos -o las fobias- de Hergé. El supuesto idilio de la diva con Haddock dará lugar a uno de los álbumes más divertidos del ciclo, Las joyas de la Castafiore (1962). Se trata de una comedia chispeante que recuerda las películas de equívocos y puertas falsas. Las confusiones telefónicas y la sordera de Tornasol alcanzan en esta aventura unas proporciones desmesuradas. Un escalón roto del palacio de Moulinsart inmovilizará a Haddock en una silla de ruedas, impidiéndole rehuir la visita de la Castafiore, que insiste en llamarlo “Bartock”, “Kappock” o “Kodack”. Los nervios del pobre capitán bordearán el colapso en las semanas siguientes. Nunca se le había visto tan enfadado e irritable. La presencia de Serafín Latón, un pelmazo insoportable que vende seguros, no contribuirá a mejorar la situación. Hergé se propuso urdir una historia donde no sucediera apenas nada y que, sin embargo, lograra atrapar el interés del lector. El resultado fue una peripecia hilarante que se resuelve de un modo trivial. Las joyas robadas aparecen en el nido de una urraca y las pesquisas de Hernández y Fernández se revelan una vez más como un monumento a la idiotez humana. Su estulticia los emparenta con Bouvard y Péuchet. Hergé se basó en su padre y su tío para componer su aspecto: traje negro, bombín pasado de moda, bastón de paseo, mostachos de morsa. Su incorregible estupidez produce una calamidad tras otra. Sufren caídas, intoxicaciones, palizas, linchamientos, pero no despiertan lástima. Sus penalidades son un tributo al cine mudo, con su humor de apariencia inocente, pero con un fondo cruel y despiadado.
En Vuelo 714 para Sidney (1967), Rastapopoulos, el enemigo tradicional de Tintín desde Los cigarros del faraón (1934), se convertirá en un bufón patético que provoca tanta lástima como irrisión. Vestido de cow-boy (camisa rosa con dibujos de fantasía, botas tejanas y sombrero de ala ancha), sufrirá un percance tras otro hasta quedar hecho un guiñapo. Su duelo con el magnate y filántropo Laszlo Carreidas bajo los efectos del suero de la verdad no tiene desperdicio. Ambos rivalizan en bellaquería, mostrando lo borrosas que pueden llegar a ser las distinciones morales. Bajo el aspecto respetable de Carreidas, se esconde un canalla redomado que mató a su tía a disgustos y que culpó a la criada de sus pequeños hurtos domésticos, sin preocuparse de que la echaran a la calle. Aficionado al ocultismo, Hergé introducirá en la aventura un platillo volante procedente de una civilización alienígena. Secuestrado por los extraterrestres, Rastapopoulos desaparecerá definitivamente de la serie. Tal vez, su carrera criminal haya continuado en otras galaxias y ahora esté preparando su regreso.
El genio de Hergé se manifiesta también en los personajes menores, como Abdallah, el mimado hijo de un emir que, a ojos de su padre, es “un pastelito de miel”, “un corderito de azúcar”, pero que no cesa de cometer maldades y urdir pesadísimas bromas que suelen recaer sobre el pobre capitán Haddock. Todos los personajes de las aventuras de Tintín aparecen en las páginas preliminares de cada álbum, formando una galería que evoca los retratos colgados de las paredes de un castillo. Mi niñez queda muy lejos, pero cada vez que contemplo esas imágenes siento que recupero fragmentos de esos años: la aparición de mi madre –sonriente y risueña- con la merienda en una bandeja; las peleas inofensivas con mi hermana, inevitables por la diferencia de sexo y edad; los paseos con mi padre por el Parque del Oeste, explicándome por qué los pieles rojas no eran los malos en Tintín en América, algo difícil de entender para un niño de ocho años que jugaba a indios y vaqueros. Tintín y yo hemos pasado juntos muchas horas. Con el tiempo, he comprendido que Hergé tenía razón cuando decía que las aventuras de su personaje eran aptas para niños de siete a setenta y siete años. Yo ampliaría ese margen hasta el límite más remoto de la existencia humana. La idea de morir no es muy estimulante, pero ya que se trata de una cita ineludible, no me importaría dar el último suspiro con un álbum de Tintín entre las manos, mientras escucho el “Aria de las joyas” del Fausto de Gounod. Si lo canta “el ruiseñor milanés”, no descarto la posibilidad de resucitar con los gritos del capitán Haddock, vociferando: “¡Rayos y truenos!, ¡Mil millones de mil millones de naufragios!”.