Colette y Jean-Claude Rabaté en la Casa Museo Miguel de Unamuno. Foto: Gabinete de Comunicación de la Universidad de Salamanca
Al final de este artículo se reproduce una de las cartas del volumen
Ya se sabe que la familia, la Universidad de Salamanca y el Ministerio de Cultura intercedieron hace unos años para que ese material inédito se quedara en la capital castellano leonesa, una suerte de moneda de cambio cuando los charros andaban enfadados por lo de los papeles del Archivo de la Guerra Civil. Así que, acallaran o no el mosqueo, allí que se fueron y allí han sido estudiadas las cartas, en concreto por el apasionado matrimonio (entiéndase por la literatura) formado por los estudiosos franceses Colette y Jean-Claude Rabaté, quienes acaban de publicar Miguel de Unamuno, Cartas del destierro. Entre el odio y el amor (1924-1930), una obra total y con acertado subtítulo sobre la epistolografía del escritor fuera de la Península, que incluye más de 130 cartas inéditas, destinadas a amigos y familiares.
En Madrid, donde este viernes presenta el volumen en un acto con el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, Jean-Claude Rabaté se recrea hablando del escritor. Recuerda cómo la Universidad de Salamanca le encargó una edición crítica y cómo ellos quisieron ir más allá, abarcando todo el epistolario del exilio, que incluye un total de 300 misivas, para formar un volumen "coherente y completo". Sobre todo, insiste el profesor, el libro va a ayudar a desmontar algunos tópicos, esos lugares comunes que se han ido sedimentando en torno a la figura de Unamuno: "Son cartas, como reza el título, entre el odio y el amor. Odio, por ejemplo, hacia la dictadura de Primo de Rivera, al que llama 'el ganso real', pero también hacia la monarquía tremendamente militarista de Alfonso XIII", explica el antólogo, que amplía que el escritor tras la pluma de estos autógrafos es un hombre concienciado respecto a las luchas políticas, aunque también un padre y un abuelo ejemplar que se preocupa por los ingresos destinados a su familia y que vive obsesionado con que su teatro fuera representado.
El libro descubre también al Unamuno que se cartea con intelectuales y, por tanto, a un destierro, el suyo, que tuvo repercusiones internacionales. Según Rabaté, el bilbaíno, que matuvo correspondencia con escritores como Borges o con políticos como Wenceslao Roces y Filiberto Villaobos padecía de epistolomanía, un mal que se tradujo "en un desfile incesante" de cartas con los más grandes intelectuales de la época. Mal que hoy es historia de la literatura porque, aunque no todas las cartas son históricas -como las dirigidas al a prensa clandestina o a los estudiantes españoles-, sí poseen una calidad literaria "extraordinaria" en la que se aprecia la conciencia de posterioridad del escritor sobre estas obras privadas.
El Unamuno de Fuerteventura, el de París y el de Hendaya es también un escritor casado con el entorno que convierte estos lugares en paisajes del alma, tendencia que se aprecia, sobre todo, en su estancia en Canarias, cuando goza de un clima tan distinto al castellano y descubre la belleza del mar. No en vano, a su vuelta a la Península, su primer gesto fue enviar un telegrama a sus amigos canarios. Así como las cartas de Fuerteventura representan un diario poético, las de París descubren a la capital francesa como una fuente de inspiración y las de Hendaya evocan los días de excursión al campo francés. Pero con todo, no vivió Unamuno en perenne locus amoenus. El odio hacia la guerra y el militarismo se escapa en muchas líneas, ejerciendo su pacifismo como hilo conductor de toda esta producción. Él, que de joven condenaba ya la Guerra de Cuba, maldice aquí, por ejemplo, la de Marruecos, a través de un poema que envía a Francia por telegrama; compara a sus adversarios ideológicos con animales que, claro, atacan a la inteligencia. También hay crítica para el pueblo español, abunda Rabaté, a una gente demasiado servil respecto al a dictadura.
El lector, concluye el antólogo, disfrutará así de esta doble dimensión, la del Unamuno que emociona (como cuando pierde a su nuera, a la que quería como una hija), y la del de las arengas a los jóvenes españoles, investido como se sentía de una misión, y hasta el de la condena más moral que política a la coyuntura histórica.
Carta n.° 53
París, 29 de diciembre de 1924Señor Don Ramón Castañeyra
Ya es hora, mis queridos amigos -y digo así, porque esta carta va dirigida a todos mis buenos amigos de esa, ¡los mejores que tengo!, que usted representa-, ya es hora de que les escriba. ¿Por qué no lo he hecho antes? Es que no pueden fi gurarse el estado de mi ánimo, ni lo que es vivir en ansiedad y espectativa continuas. No es que me falte tiempo, no; es que me falta sosiego. Vivo devorando la historia que pasa. Me paso las horas muertas -¿muertas?- tendido sobre la cama, mirando al techo del cuarto -no al cielo- y soñando el porvenir. La agonía de España es algo trágico, porque voy creyendo que es España la que agoniza.
A usted, mi querido Ramón, sigo debiéndole mis libros. Es que quiero enviárselos desde Madrid, bien dedicados y con todo honor. Y cuando publique mis sonetos irá al frente de ellos una carta a usted. He seguido haciéndolos, y llevo ya ciento tres. Ahí va el noventa y dos escrito el día que acompañé el entierro del hijo de uno de mis amigos de aquí, muerto el niño a los ocho meses de meningitis tuberculosa.
A un hijo de españoles arropamos
hoy en tierra francesa, el inocente
se apagó, ¡feliz él! cuando su mente
se abrió al mundo en que muriendo vamos.
A la pobre cajita sendos ramos
echamos de azucenas, el relente
llora sobre su huesa, y al presente
de nuestra patria al pecho retornamos.
"Ante la vida cruel que le acechaba
mejor que se muera" nos decía
su pobre padre con la voz temblando;
era de Otoño y bruma el triste día
y creí que enterramos, ¡Dios callaba!
tu porvenir sin luz, España mía.
¡Y tan sin luz! porque no se le ve salida a esto. Es imposible un cambio a estado de justicia, dignidad, libertad y normalidad sin procesar y castigar a los sediciosos del 13 de setiembre y sobre todo al M. Anido, el Cerdo Epiléptico, "cuyos crímenes y latrocinios exigen reparación". Y sin que el Rey, monstruo de doblez, y de perversidad, tenga que irse. Y ¡claro! resisten. Y en adelante ningún militar podrá salir por la calle, no estando de servicio, de uniforme; se comprende, pues, la agonía del régimen.
Cuando pasado todo esto vuelva yo a esa -porque les repito que volveré- qué de cosas les podré contar a la vista de esa mar admirable a la que tanto debo. ¡Fuerteventura! ¡Mi Fuerteventura! ¡Cuánto he hablado de ella con mi querido Mr. Flitch! que también volverá a esa, se lo aseguro. ¡Fuerteventura! Si viera que mi fin se me acercaba y que no podía morir en mi tierra más propia, en mi Bilbao, donde nací y me crié, o en mi Salamanca, donde han nacido y se han criado mis hijos, iría a acabar mis días ahí, a esa tierra santa y bendita, ahí, y mandaría que me enterrasen o en lo alto de la Montaña Quemada, o al lado de esa mar, junto a aquel peñasco al que solía ir a soñar o en Playa Blanca.
Sigo aquí en París, y no debo salir de aquí. Desde aquí vigilo España, desde aquí me comunico con mis amigos, desde aquí mando cartas y misivas -ahora hacemos un semanario, España con Honra-, pero créame que estaba mejor ahí. Les supongo enterados del folleto de Blasco Ibáñez, del que acaso haya llegado a esa algún ejemplar. Es increíble el efecto que ha producido en el Gobierno y en los sostenedores de la tiranía. Están furiosos, sobre todo contra Alba, que es quien ha suministrado más datos y quien tiene las pruebas de los más sucios enjuagues del Rey. Mas en el fondo lo que duele es el ataque a todo lo que representa y simboliza el M. Anido, que es el ídolo de lo más podrido, de lo más degenerado, de lo más bárbaro y troglodítico de la oficialidad del ejército. Han pretendido impedir que el folleto circulase en el extranjero, y Mr. Herriot le ha dado el quiebro a Quiñones de León. Cuando le vi a Mr. Herriot -que había escrito un artículo en mi defensa cuando se me desterró- se me ofreció y me ofreció ayuda -"hasta material"-. No la he necesitado aún pero se lo agradecí.
Mi familia muy bien. Y todo eso de haberme quitado la cátedra, después que me negué a firmar un recibo e hice que mi mujer devolviese el dinero, es una comedia. Quieren a toda costa atraerme a Madrid, a condición, claro, que me calle. Un amigo mío, y amigo (!!!) del Rey visitó a este el 13 de setiembre último, aniversario de la primada. Y me escribió luego, y es claro, le contesté claro y duro, para que se lo contase al canallita, el cual dice que me quiere, que es mi lector asiduo y "admirador consciente". A lo que respondí que yo no puedo más que admirar su admiración por mí. Al presente está como loco, y se da contra las paredes. Ve que no le sirve la mano del Cerdo Epiléptico, esa mano manchada con sangre y con oro. Lo de los de Vera ha colmado la medida. Y claro está que ni Blasco ni yo, ni ninguno de nosotros tuvo que ver nada con aquella chiquillada de unos pobres locos que se dejaron prender en un lazo que les tendió la policía anidesca o cochinesca. No aseguro que no tuviese alguna parte en ello algún otro sujeto que usted conoce, y a quien no quiero ni nombrar. Hace cerca de cinco meses que ni le veo y es mejor. Cuando nos veamos les contaré cosas que aunque no les sorprendan han de afligirles. Sin esa cruz mis cuatro meses de Fuerteventura habrían sido el paraíso. Pero no hay paraíso sin serpiente. Ahora que la serpiente no era majorera. No, ahí no las hay.
Y vuelvo sin querer a lo de esa isla bendita a la que llamé "tesoro de salud y de nobleza". No me canso de elogiarla. Y ya verán cuando publique mi libro. Bien quisiera ir dedicando un recuerdo a cada uno de ustedes, a su padre, a sus hermanos, a Don Víctor -le escribiré en cuanto me sienta en ánimo de confesión-, a Don Paco Medina, a Don Pancho, al Juez, a todos los de la tertulia inolvidable, al patriarca de Toto, a Don Matías López, a... a... a... un abrazo a todos, y Dios quiera que cuando vuelva a esa les encuentre a todos en pie y sanos y animosos. Y volveremos a la Oliva, y a Pájara, y a la fi nca de Barrera. Y besaré con lágrimas en los ojos -como salí de ahí- esa tierra sedienta. A pesar de los pozos. ¿Y el de Don Aquilino?
Porque no hay que olvidar a Don Aquilino, a pesar de su directorismo conejero. (Al repugnante Barón le han hecho Gobernador... Civil!!! de La Coruña. Y ha ido allí a servir al Cerdo Epiléptico que tiene las patas sucias de sangre y oro.)
Guarde usted por ahora mis papeles y guarde mi gran cruz. Quiero ir yo mismo a recojerla o acaso a determinar qué he de hacer con ella. Me preocupa mucho esa isla, me preocupa mucho lo que yo tengo que hacer para pagarle mi deuda de gratitud. Lo que he de escribir sobre ella en una obra que aspiro a que sea una de las más duraderas entre las mías, no es bastante. No, no es bastante. Aquí, en París, siento nostalgia de mi tierra nativa, de mi hogar, pero siento también una hondísima nostalgia de ese rincón. Cuando voy al Jardín de Plantas me detengo ante los camellos. Pero no son los de ahí, ¡Ah!, ¡Cuándo volveré a ver esas peladas montañas desde la mar, en una barquita de Hormiga! ¡Cuándo volveré a sentarme en aquella roca, junto a aquellas ruinas, a brizarme el corazón acongojado con el canto eterno de la mar apaciguadora!
¡Qué raíces echó ahí mi corazón! Y planta que echa ahí raíces da flor y fruto, pero apenas da hoja. Es como la aulaga. ¿Qué podré yo hacer por ustedes, digánmelo, por favor, digánmelo, qué podré hacer? No quiero recordar a los entes grotescos que les han mandado a ustedes de fuera para amenizar un poco la tranquila y algo monótona existencia de la isla. Solo quiero que sepan que he de inmortalizar aquella cómica declaración que se me tomó en el juzgado militar cuando el pobre teniente coronel leía unas sandeces que llevaba escritas en taquigrafía. Así está España con idiotas de asilo al servicio del Ganso Real y del Cerdo Epiléptico.
De Marruecos mejor es no hablar, y eso que aquí estamos mejor enterados que en España. Si ven o escriben a los de la Gran Canaria -Bonilla, Navarro, etc.- que yo les escribiré, pero ustedes son antes, ustedes son los primeros.
Un fuerte, fortísimo abrazo que reparte usted entre todos, mis buenos, mis queridos majoreros, un abrazo en que va todo el corazón de
Miguel de Unamuno