Un retrato integral, completo. Ortega visto desde todas las perspectivas posibles: el hombre, el pensador, el visionario. Esa ha sido la misión, el objetivo de Jordi Gracia al abordar José Ortega y Gasset, último volumen de la colección Españoles Eminentes que promueven Taurus y la Fundación Juan March.
En su entrevista con El Cultural, el escritor no ocultaba las dificultades de la tarea, pues la exigencia, la del resto y la suya propia, era muy grande: "Había de ser una biografía -nos dijo- que interpretase su pensamiento y su acción a partir de conocer al sujeto, a la persona, con sus taras y sus manías y por tanto con sus motivaciones particulares para escribir lo que escribió e impulsar lo que impulsó. Imaginar la coherencia dentro de la complejidad. Y a ser posible narrar la vida del pensador en la forma más amena y veraz posible". Un intento, así pues, de humanizar, desde la honestidad y el trabajo -casi cinco años ha estado Gracia buceando en los papeles de Ortega-, a esa "máquina de pensar" cuyo legado está hoy, dentro y fuera de España, más vivo que nunca.
Aquí puede leer las primeras páginas del libro:
Esta es la historia de una frustración y es también la historia de un éxito insuficiente. Pero es las dos cosas al mismo tiempo o no es ninguna de las dos. Ambas se remontan a la condición previa de una inteligencia fulgurante, expansiva y contagiosa, mandona y celosa de su autoridad, espontáneamente jovial y, sin embargo, estudiadamente ejemplar. Solo desde esa vitalidad congénita pero frágil surge el efecto convulsionador que tuvo en casi todos ese muchacho de familia poderosa y genialidad innata desde el arranque del siglo XX en España.
No habrá manera de escapar a la ley de la paradoja en esta biografía, quizá porque ninguna vida puede hacerlo iluminada desde dentro y desde fuera. Pero tampoco habrá modo de escapar a la traza a veces abigarrada que impone la simultaneidad de sucesos y sentimientos. Ortega solo será Ortega visto a la vez en los frentes solapados de una actividad muy calculada en ritmos y tiempos, capaz de repentizar series febriles de artículos políticos mientras perfila los fundamentos de una filosofía de la razón vital. Es epistológrafo vivaz pero selectivo, sentimental ungido y donjuanesco blanco, ocioso frecuentador de casas nobiliarias y tertuliano diario e irredento: todo a la vez.
Su historia empieza tarde, pero su leyenda es tempranísima e imperativa. Ortega estuvo precozmente dotado del sentido de su propia eminencia como también muy precozmente fue distinguido por parte de su entorno inmediato con esa misma atribución. Existe incluso antes de que el ciudadano común sepa nada de un hombre insultantemente inteligente, prematuramente calvo, imperialmente seguro de sí mismo y risueño, bromista, jovial, fanfarrón y seductor. Cuando saben de él los lectores normales de periódicos, las gentes ajenas al mundo universitario o intelectual, Ortega tiene ya 30 años; publica su primer libro y ofrece la primera conferencia de resonancia nacional en 1914. Desde ese momento, Ortega equivale ya a un Ortega pleno, cuajado como persona y como personaje. Decir Ortega es desde entonces nombrar al pensador más moderno, europeo y perdurable del siglo XX en España, el adversario más correoso del tradicionalismo conservador y la moral católica y, por supuesto, tras la guerra, del franquismo social como remota cuna tóxica de nuestro presente.Por eso esta biografía atiende poco a poco a la fábrica invisible o todavía dispersa, discreta, minoritaria, de un escritor mayor desde su primer libro, Meditaciones del Quijote.
Esta historia tiene también un punto de in6exión. En torno a 1921-1922, sobre sus 40 años, Ortega decide apartar de su acción programática la fuerte implicación política que hasta entonces ha tenido y emprende una ruta que no es nueva pero que vive en su imaginación de forma muy absorbente: la formulación de una filosofía nueva y radical. Ese empeño accede al primer lugar de su tarea docente y literaria desde entonces, y las muestras de ese pensar incesante, brillante y poderoso son abrumadoras durante los años veinte. Y sin embargo, y a la vez, tanto su programa filosófico como su retirada de la política entran en crisis en torno a 1929: en el primer caso porque emerge un nuevo jugador imprevisto en el terreno de la alta filosofía -Martin Heidegger- y en el segundo porque la ilusión de la Segunda República puede acabar, por fin, con la España de la Restauración que ha combatido desde 1908 al menos, y Ortega se entrega a esa conquista.
Yo creo, con José Gaos, que en su esquema más simple Ortega evolucionó desde "el espectador gozoso hasta el crítico amargo de su tiempo". No sé si son "dos Ortegas", como quiso Gaos; creo que no. Pero esta biografía sí trata de ajustarse a la cronología de su vida y no a la de sus libros; trata de entender desde sus cartas y desde sus textos los pasos de la maduración moral, emocional e intelectual de un personaje con altísimo control de las decisiones sobre su vida, sus planes y sus proyectos. También por esa razón el libro responde a un método ligeramente distinto de exposición a medida que avanza la vida de Ortega y, sobre todo, tras su abandono de la política hacia 1932. En la primera mitad del libro es Ortega quien habla con su voz y con sus ideas, sus sentimientos, sus enfados y sus debilidades; el ritmo es entonces algo más lento, mientras él se fragua cabalmente, acompañado por la voz de los otros, quienes conviven con él y quienes disienten de él. Después, el libro y su biografía se aceleran porque la historia se acelera también y, sin embargo, sigue siendo un Ortega desde dentro y un Ortega desde fuera.
Si su leyenda empieza con él es porque él empieza también su automitografía, pero su excepcionalidad se supo desde el principio y lo supieron todos los que debían saberlo. Lo supieron sus padres en casa, lo supieron sus primeros maestros y lo supieron sus hermanos; lo supieron sus profesores en todas las etapas y lo supieron sus colegas de primeras escaramuzas: lo supieron Giner de los Ríos, Joaquín Costa y Miguel de Unamuno; lo supieron Valle-Inclán, Maeztu, Baroja, Azorín, Machado o Navarro Ledesma; lo supieron, evidentemente, los de su misma edad -Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Manuel Azaña, María de Maeztu, Eugenio d'Ors, Gregorio Marañón, Josep M. de Sagarra, Américo Castro, Fernando de los Ríos o Josep Pla-. Y a los más jóvenes que él no les quedó el menor margen de maniobra frente al peso de una leyenda que ya era histórica, aunque a menudo le tratasena diario, como Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas, Xavier Zubiri, María Zambrano o Francisco Ayala.
Acabó su vida Ortega como ejemplar en vías de extinción de un pasado efectivamente extinto. Pero Ortega seguía estando vivo en los textos de veinte, treinta años atrás, reeditados y reimpresos una y otra vez, y una y otra vez traducidos al inglés y al alemán. Y hasta Robert de Niro invoca a Ortega en su papel de escritor desesperado en Being Flynn. Pero se equivocaba Octavio Paz cuando creía que Ortega no sucumbió "a la tentación del tratado y la suma" filosófica, sistemática y profesional. Sí sucumbió y hasta se le hizo obsesión, pero nada de ese nuevo empeño invalida su obra más valiosa como ensayista y pensador. Tampoco a Thomas Mann, T. S. Eliot, Valery Larbaud o Alfonso Reyes les hizo la menor falta esa obra no culminada de filósofo para apreciar su valor. Ni Leonardo
Sciascia la echó de menos cuando descubrió en Ortega al pensador que lo había paseado como nadie por el mundo de las ideas; tampoco el gran crítico Harry Levin ni el novelista Richard Ford leyeron a Ortega a la espera de un definitivo tratado filosófico. Y aunque George Orwell discutiese esto y aquello, seguía rendido a una máquina de pensar, como se rindieron John Dos Passos, Alejandro Rossi o Mario Vargas Llosa. Ninguno de ellos rebajó la seducción vibrante de la prosa de ideas de un autor al que Saul Bellow definió como un ilustrado que "looked forward to the triumph of reason over irrationality".
Es un final justo y a la altura de un hombre sin apenas experiencia de la ancianidad, como si se muriese sin llegar a viejo, con 73 años, mientras le impresionaba su último descubrimiento literario, El ruido y la furia, de William Faulkner, y rezongaba contra filósofos del existencialismo que no le habían leído bien, que le habían leído mal o que simplemente no le habían leído. Tampoco era verdad, pero eso es lo de menos.
Ortega desde luego no es normal, pero su casa tampoco. No lo es el oficio de su padre, no lo fue el oficio de su abuelo, también periodista, no lo es el poder político y económico de su familia materna, Gasset, y no lo son, por tanto, las condiciones sociales en que nace Ortega el 9 de mayo de 1883 en Madrid. De muy niño ha podido leer ya impreso su nombre en la dedicatoria que el abuelo Ortega Zapata ha puesto en un libro tardío y melancólico. En la casa no reside el abuelo, pero sí residen tumultuosamente un número insospechado de familiares, estables y transeúntes. El ritmo es endemoniado casi desde el primer momento de su existencia, con sucesivos traslados de domicilio, primero en Alfonso XII, muy poco después en Santa Teresa, y desde sus diez años en la calle Goya, 6. Su padre, José Ortega Munilla, había nacido en los arrabales madrileños, en una zona humilde y periférica de la capital, aunque ahora residiese en un piso grande y alto de una calle burguesa. Le entusiasma el teatro, él mismo es dramaturgo y novelista de algún éxito y popularidad, pero sin el menor atisbo de altisonancia o pretensión literaria.
Los Gasset de 1883 vienen de otra estirpe porque son los fundadores del más importante periódico del fin de siglo, El Imparcial, además de haber ejercido responsabilidades políticas durante la Restauración con activo protagonismo entre los liberales. El diario había nacido tras la revolución de septiembre de 1868, desde 1881 apoyó al liberalismo de Sagasta y estuvo en los orígenes de la Institución Libre de Enseñanza desde 1876, además de sintonizar inequívocamente con las políticas reformistas.
Los libros son paisaje natural en casa de Ortega Munilla, pero la literatura es sobre todo fuente de frustración, asunto auxiliar y en el fondo solo consolador. Desde los últimos años del siglo, el padre ha perdido buena parte de la ilusión literaria y se ha ido dejando absorber por las tareas periodísticas. Como dice alguna vez, escribe literatura en los rincones de los días, y esa es apenas una puerta de escape de las verdaderas ocupaciones que tiranizan a todas horas. En realidad, desde 1900 solo la mitad de la jornada es hábil, porque duerme hasta el momento de almorzar, sale a escape hacia el Parlamento (porque también es diputado) o hacia el periódico, según los días y las estaciones; cena en casa usualmente, con presencia frecuente de escritores, políticos o periodistas; temprano, porque vuelve a salir a escape -agobiado, temperamental, inestable, a menudo colérico- de nuevo hacia el periódico para no volver hasta muy entrada la madrugada. Algunos papeles de entonces traducen ese trajín a cifras: unas diez botellas de cerveza y un mazo de cigarros puros por día.
Los ruidos furtivos de la puerta en la noche son rutina en la vida de una casa a menudo asaltada por huéspedes parientes que saben de la magnanimidad cristiana de la madre, Dolores Gasset Chinchilla, devota y servicial hasta la morti#cación, y de la conformidad bonhomiosa y un tanto ausente de Ortega Munilla. Allí residen temporal o definitivamente numerosos miembros de un complejo árbol familiar, incluidas adopciones caritativas y de necesidad. El estado ordinario de la casa es el ajetreo de gente, incluido el servicio, la cocinera o las niñeras a cargo de la prole
(y el cura). Mientras pudo, su hijo Ortega y Gasset no prescindió del servicio, como era usual entonces, pero evitará a toda costa la promiscuidad de personas (pese a convivir con una diversísima fauna de animales vivos o disecados a lo largo de los años).
Lo que hace anormal aquella casa es también el número y la calidad de los visitantes y el número y la calidad de las comunicaciones, los avisos, los correos urgentes, las situaciones límite, políticamente convulsas y anímicamente exasperantes. Ortega Munilla dirige El Imparcial desde 1900 un poco por delegación, en la medida en que Rafael Gasset, hijo del fundador, Eduardo, fue nombrado ministro de Agricultura en 1900 y hubo de ceder la dirección. Ortega Munilla llevaba toda la vida en la casa: se había hecho cargo en 1879 de Los lunes de El Imparcial y un año y pico después se casaba con la hija del dueño, Dolores.
A los hijos, escolarizados con los jesuitas de Málaga, se les mandan recortes del periódico de forma más o menos habitual. El hermano menor, Manuel, debió de contarle a Ortega más de una vez el montaje del número extraordinario que sacó El Imparcial el día 16 de febrero de 1898 a partir de los confusos cables sobre la voladura del Maine. Estuvo en la redacción del periódico ese día, como estaba en casa Ortega cuando la reina María Cristina dictaba desmentidos o correcciones a su padre. En el cambio de siglo, El Imparcial seguía siendo el periódico de referencia en España, aunque Ortega Munilla estaba lejos de ostentar entonces ningún viso de aristocratismo social ni cosa semejante, porque siempre se sentiría cerca de una humildad mamada de niño y de joven. Su articulismo, sus relatos y su piedad caritativa por los más débiles parecen a veces la contracara de la superioridad constitucional, congénita, de su hijo José, incluido el Ortega socialista de la juventud.
El primer hijo del matrimonio nació en 1882 y se llamó como el abuelo Gasset, Eduardo; después llegó José (que fue Pepe desde el principio, como Pepe era su padre), más tarde Rafaela y finalmente Manuel, los dos últimos un tanto descolgados de la energía tirando a salvaje de los dos mayores. Ambos esperan a menudo carta del cura, que vive en casa y a quien quieren de veras, mientras siguen escolarizados en Málaga. La sucesión de partos dejó exhausta a Dolores y, al parecer, Ortega Munilla logró concertar una visita médica con el psiquiatra Charcot, entonces una celebridad médica y nueva para asuntos de nervios, y a su consulta acudieron en París en 1889.
La fragilidad nerviosa y la necesidad de etapas de descanso y desconexión laboral también afectan al padre, y se atribuyeron en la familia a una mala caída del caballo, pero puede que su origen fuese genético. Ortega heredó la percepción difusa de quiebras súbitas del sistema nervioso (las primeras ya a los 20 años), como efecto del trabajo y la tensión, formas del agotamiento nervioso. El Escorial sería uno de los refugios tempranos que la familia encontraría contra esas crisis paternas, en torno a 1887-1888, y como huida del trajín del periódico. Ortega Munilla alquiló desde el nacimiento de los hijos un apartamento en la Casa de Oficios número 2, en San Lorenzo de El Escorial, junto al monasterio. La familia Ortega no abandonó ese emplazamiento hasta 1936 e iba a ser un lugar ligado a las primeras ambiciones ideológicas y filosóficas de Ortega, aunque eran habituales las estancias veraniegas en otras zonas de la Península, como en Vigo, donde residía la familia Gasset, perfectamente instalada en el sistema caciquil y con fincas repartidas por varios puntos de España. Además, en Marbella y en Córdoba vivían otros familiares directos con quienes los chavales y la madre pasan largas temporadas en la infancia.