Clase media viviendo en garajes: 'The Architect', una distopía nórdica
La miniserie de Kerren Lumer-Klabbers plantea un futuro no muy lejano en el que el acceso a la vivienda se ha vuelto imposible y brota la especulación.
Sitúense. Oslo. Un futuro no muy lejano. Algunos drones sobrevuelan la ciudad. Los bancos ya no tienen sedes, atienden a través de interfonos plantados en la calle como achaparrados árboles metálicos. En cada casa hay un asistente virtual. Si es que tienes suerte de tener casa propia. El acceso a la vivienda se ha vuelto imposible. Los alquileres son inasumibles y las hipotecas prohibitivas (¿Les suena? A ver si es que el futuro ya está aquí).
Julie (Eili Harboe) es arquitecta, aunque trabaja como becaria en una agencia. Su banco le acaba de denegar un préstamo y su arrendatario le ha subido la mensualidad. La única solución que se le presenta es rentar una plaza de aparcamiento. No estará sola. La crisis inmobiliaria ha llevado a centenares de personas a vivir bajo tierra, sus minúsculos hogares delimitados por una línea de pintura blanca sobre el suelo. Las élites de la ciudad se han mudado a segundas residencias (se habla de California) y han dejado desiertas sus cocheras. Y en esa abandonada tundra de asfalto y cemento, la especulación brota.
Los expulsados por el mercado okupan previo pago parkings ajenos. Y viven con aparente normalidad. Nótese que no hablamos de esa población desheredada que hace equilibrios sobre el tenue hilo dibujado por el umbral de la pobreza. Hablamos de clase media. De gente como Julie. Gente con un sueldo insuficiente no para vivir, pero sí para costearse un techo. Así que todo pasa por ganar más dinero. Pero ¿cómo? La oportunidad adquiere la evanescente forma de un concurso público. Un cambio —y un error— en la nueva ley urbanística permite la construcción de 1.000 nuevas viviendas en el centro de Oslo. La agencia pide a sus empleados que presenten proyectos. El ganador se llevará un bonus de 800.000 coronas.
Julie abrazará esa sabiduría alquímica que convierte la crisis en oportunidad y hará de la precariedad, beneficio. Su idea no será otra que acondicionar los parkings y convertirlos en contendores habitables (sin ventanas, el vidrio está muy caro, pero con una luz que mantenga activo nuestro ritmo circadiano). Es un proyecto sostenible (se trata de dotar de un nuevo uso a algo que ya existe). Requiere poca inversión (apenas hay que construir y no hacen falta nuevos terrenos). Y hay demanda de sobra. La ironía del asunto es que su iniciativa dejará sin casa a todos los que, hasta ese momento, han sido sus vecinos.
La paradoja inmobiliaria y, por ende, sistémica, a la que nos enfrenta esta micro miniserie estrenada por Filmin (dura 75 minutos repartidos en cuatro episodios) es aquella que opone el bienestar individual al beneficio comunitario. La competitividad exacerbada impuesta por el neoliberalismo concluye que el éxito de uno termina forjándose a costa del sacrificio del resto. La coguionista y directora de todos los capítulos, Kerren Lumer-Klabbers, lo expresa de muy diversas formas.
En primer lugar, desde la dramaturgia, con esa relación de interés que surge entre Julie y Marcus (Fredrik Stenberg Ditlev-Simonsen), su exnovio y flamante nuevo arquitecto recién fichado por la agencia. Un tipo mediocre al que ella, becaria arrinconada en el cuarto del silencio de los que no tienen voz ni mucho menos voto, necesita para poder presentar el proyecto, pero del que se deshará una vez logre su objetivo. Esa entente, perfecto ejemplo de la tan cacareada como mal entendida meritocracia, pone en solfa una organización laboral/empresarial que te minusvalora por tu posición, pero que no dudará en premiar tu talento sin importar cómo hayas sido capaz de demostrarlo. Como afirma la jefa de la agencia: “esto no es un tribunal, si está bien o está mal (lo que has hecho), qué más da". Importan los resultados, nunca los procesos (de hecho, Marcus tiene la opción de colgarse la medalla al mérito, solo que es tan inútil que no sabe explicar el proyecto ante los inversores. En cualquier caso, la lección a aprender es que el triunfo es de quien presenta los resultados, no de quien trabaja para lograrlos).
Resulta significativa la imagen que acuña la ruptura definitiva entre Julie y Marcus (foto superior). Se trata de un travelling de retroceso que finaliza en un plano general, los dos distanciados por una viga diagonal situada en el segundo término de profundidad del encuadre. Ella en una posición más elevada, él en una inferior, la diagonal señalando el cambio de orden que se ha producido tras la presentación del proyecto. Y Julie, lógicamente, de espaldas a Marcus, evidenciado su separación, con el edificio de 'apartamientos' -el objeto de la discordia- delante.
La relación Julie-Marcus funciona como el paradigma de convivencia de una sociedad no tan distópica en la que las transacciones han sustituido a los afectos. Más allá de la alienación que produce comunicarse mediante la constante intercesión de aparatos electrónicos, cuando el contacto humano se da es para obtener algún beneficio a cambio. Sucede entre Marcus y Julie, pero también entre éste y su esposa Nina (Alexandra Gjerpen), que buscan cubrir sus numerosas deudas autolesionándose para fingir una agresión y recibir la pertinente indemnización; un incidente similar es lo que les permitió obtener el dinero necesario para acceder a una hipoteca (conste que esta es la parte menos conseguida del show). O la relación entre Julie y su ‘vecina’ Kaja (Ingrid Giæver), dominada por los conceptos de interés y apariencia. Y es que esta producción noruega que recibió una mención especial del Jurado en la última edición del Festival de Berlín dentro de la sección Berlinale Series, nos presenta una sociedad vaciada de solidaridad y sin ningún sentido de comunidad (“¿desde cuando te preocupas tú por los demás?" le espeta Marcus a Julie cuando esta expresa preocupación por sus vecinos si el proyecto tiene éxito).
En The Architect ese arribismo desalmado, tan naturalizado como el uso del smartphone por una ciudadanía a la que solo le importa su propio bienestar, se impone como si fuese la consecuencia de un orden deseable. El urbanismo rectilíneo y gris que domina cada composición, esos diseños cartesianos y limpios que fabrican la impresión de que estamos en un mundo que ha suprimido el caos y del que la violencia ha sido aparentemente desterrada, ese conducirse como un autómata preprogramado que tan bien encarnan los actores, un soundtrack que tira del repertorio clásico o esas tonalidades frías de quirófano de hospital privado que se derraman en cada imagen, insisten en que los personajes viven instalados dentro de un orden cuasi canónico (es una representación de lo que uno espera de una sociedad bien organizada).
Para contradecir la estabilidad propugnada desde la mayoría de los apartados artísticos (diseño de producción, vestuario, maquillaje, sonido), Lumer-Klabbers somete cada toma a la incomodidad que genera el constante uso del zoom, recurso que nos pone sobre aviso a propósito del malestar que bulle bajo ese mundo falsamente exacto. En ese sentido, la secuencia decisiva la encontramos al final del segundo episodio, cuando la estética de la serie se quiebra por completo, la luz y el formato cambian, y Julie canta un rap mirando a cámara justo después de dar con la idea que puede cambiarle la vida.
En su secuencia final, The Architect aboga por un modelo de sociedad -por un urbanismo, por una arquitectura y por un diseño industrial- que no se construya desde la hostilidad contra la mayoría de sus integrantes sino apelando a un humanismo del que muchos parecemos habernos desprendido.
Por cierto, no faltará quien tilde a la creadora de oportunista, de subirse a la carroza de la moda de las series de televisión cuando, atendiendo a la duración, podría haber dirigido un sencillo y utilitario largometraje. A poco que uno repare en cómo está estructurado cada episodio (con su tema, sus tres actos y su cierre final) y en la gestión de la continuidad, tendrá que concluir que aquí no hay ningún trabajo cosmético que quiera hacer pasar una cosa por lo que no es.