'La orquesta', 'Dolores Roach' y 'Somewhere Boy': series buenas (y breves) contra la ola de calor
Una comedia danesa, una pieza de humor macabro y un drama adolescente. ¿Qué tienen que ver? Sus capítulos duran una media de 25 minutos
¿Qué tienen en común una comedia danesa que se desarrolla en un entorno sofisticado, una pieza de un humor macabro de raíces latinas ambientada en Washington Heights y un crudo drama adolescente producido en el Reino Unido? Nada. Bueno, sí, una cosa: sus capítulos duran una media de 25 minutos.
En este nuevo fascículo del coleccionable veraniego iniciado la semana pasada buscamos combatir las altas temperaturas con un tríptico de series lo suficientemente cortas para que esa capa de sudor pegajoso que nos acompaña durante esta ola de calor no se solidifique y nos deje soldados al sofá.
Uno agradece esos episodios que no alcanzan la media hora de duración porque, sin necesidad de detener voluntariamente el flujo de la narración, puede tomarse una necesaria pausa para la hidratación y el desentumecimiento muscular antes de regresar a la serie o, si es menester un mayor tiempo de recuperación, detenerla para salir a tomar ese agradable aire subsahariano que serpentea por nuestras calles y que nos envuelve el cuerpo como si fueran a cocinarnos en papillote. Contra los males del verano, cubitos seriéfilos.
La orquesta: el vals de los inadaptados
Mikkel Munch-Fals, 2023 / Filmin
Secundado por Adam Price, el creador de Borgen, Mikkel Munch-Fals, firma una desternillante comedia protagonizada por el director adjunto de la orquesta de Copenhague y por el segundo clarinete, dos inadaptados, cada uno a su manera, atosigados por sus complejos y con más inseguridades que Rajoy en un concurso de deletreo.
Jeppe (Rasmus Bruun) es el administrativo de la sinfónica danesa, un pusilánime incapaz de enfrentar conflicto alguno, que soluciona los problemas aplazándolos, licenciado cum laude en rajoyismo (sí, le echo de menos). Está casado con Regitze (Neel Rønholt), responsable de los servicios jurídicos de la orquesta, que le engaña con Simon (Caspar Phillipson), el engreído primer clarinete de la agrupación. Jeppe y Regitze tienen una hija, prematura preadolescente a la que la sexualidad se le despierta muy pronto y a la que no se le escapa ni un solo detalle de cuanto les sucede a sus desnortados padres.
Bo (Frederik Cilius Jørgensen) es un segundo clarinete con un alto sentido del deber para con el arte, escudo con el que defiende sus aspiraciones en el seno de la orquesta; esto es, ser primer clarinete y destronar al mediocre Simon (he aquí el enemigo común que unirá los destinos de los dos protagonistas).
Treintañero fofo con un mal pronto que se traduce en continuos desaires y desafortunadas intervenciones, medida preventiva para evitar un rechazo que entiende inminente, Bo sigue viviendo bajo la tienda de campaña de las faldas de una madre posesiva y acaparadora que formaría gustosamente un club de lectura con Norma Bates y Margaret White. Un prototipo de incel en fase de desarrollo (véase su relación con las mujeres en general y con su alumna en particular).
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Con estos dos personajes unidos por un objetivo común (desembarazarse de Simon), Munch-Fals se sirve de ese microcosmos elitista, templo de la alta cultura, para trazar el retrato de un estrato concreto de la sociedad danesa que descubre una serie de rasgos que, curiosamente, también estaban en presentes en una propuesta diametralmente distinta como la temporada final de The Kingdom: Exodus (Lars Von Trier, 2022).
Cuestiones como el racismo endémico, la falsa corrección política, la naturalización del alcoholismo, la proliferación de las dinámicas de acoso vinculadas al ejercicio del poder… Todas esas cuestiones que se filtran entre gag y gag se suceden en un entorno tan cartesianamente diseñado como el Koncerthuset de la capital danesa, símbolo de orden y rectitud. Un lugar en el que, sin embargo, bulle el caos, abundan los comportamientos arribistas, el desorden en la gestión y el desafuero sexual, como si esos desmanes no fuesen más que la válvula de escape que permite sobrevivir en ese ambiente presuntamente regido por la severidad.
Munch-Fals demuestra que domina la comedia en sus distintas formulaciones, tanto en su versión más física (el guantazo del sexto episodio) como en la vodevilesca (el robo de la cajita del nuevo director en el octavo), tanto en el chiste verbal como en el humor más bruto (la máxima responsable administrativa masturbando al youtuber que ha fichado para amenizar el concierto de Halloween). Una comedia buena de verdad.
El horror de Dolores Roach: empanadas, marihuana y canibalismo
Aaron Mark, 2023 / Prime Video
Allá por 2015, Aaron Mark estrenó en el off-Broadway la obra Empanada loca, un monólogo interpretado por Daphne Rubin-Vega lejanamente inspirado en Sweeney Todd. Después intentó convertirlo en serie de televisión, pero el proyecto fue rechazado en reiteradas ocasiones y por distintas compañías, así que se lanzó a producir un podcast bautizado como El horror de Dolores Roach que acabo comprando Spotify.
Fue, oh sorpresa, un éxito y todos aquellos que un par de años atrás habían desechado financiarlo ahora hacían cola para adquirir los derechos. Resulta del todo lógico que una firma vinculada al terror como Blumhouse haya terminado haciéndose cargo de la adaptación teleserial firmada por el propio Mark (con Rubin-Vega como una de las coguionistas), quien no se olvida de exhibir la coartada metalingüística en un relato que arranca con una actriz que interpreta el papel de Dolores en una obra de off-Broadway (el inicio y el final de esta primera temporada incluyen, bien de manera directa, bien como broma, las vicisitudes por las que ha pasado el proyecto).
Decíamos que era lógico que la compañía presidida por Jason Blum asumiera la empresa porque estamos ante la historia de una mujer de origen dominicano que, tras pasar 16 años en la cárcel, regresa a su ahora gentrificado barrio de Washington Heights con la intención de rehacer su vida. Solo que allí ya no queda nada de lo dejó. Ni si quiera está su ex, el traficante que causó su desgracia y al que busca con denuedo.
Ella es, claro está, Dolores Roach (Justina Machado), una cuarentona que solo logra sobrevivir gracias a la dudosa caridad de Luis (Alejandro Hernández), propietario del establecimiento Empanada Loca y fumeta a tiempo completo, que le cede una habitación en la que dormir y que Dolores convertirá en sala de masajes, aprovechándose de las habilidades aprendidas durante sus más de tres lustros de encarcelación.
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La cosa se tuerce, y aquí entra en juego la filiación ‘sweeneytoddiana’ que aquí se cita directamente apelando a la versión interpretada por George Hearn y Angela Lansbury, cuando Dolores le valida un billete de ida al país de nunca jamás a Gideon Pearlman (Marc Maron), el agente inmobiliario que se presenta en el local dispuesto a desahuciar a un propietario que debe meses de alquiler. Como Mrs. Lovett, Luis convertirá el cadáver de Gideon en carne para empanadas, cerrando así una improvisada sociedad laboral en la que Dolores asume el papel de proveedora de materia prima.
Pese a ser una serie gritona y de modos exacerbados, y pese a la numerosa reiteración de situaciones y conflictos, lo interesante de la propuesta de Aaron Mark radica en el contexto, en que la mayoría de las víctimas de Dolores -o al menos aquellas que le valdrían una acusación por homicidio voluntario- representan a esos modelos sociales que han destruido la idiosincrasia de barrios como Washington Heights, lo mismo valen un agente inmobiliario que cobra 11.000 euros mensuales de alquiler por ese local como epítome de la gentrificación despersonalizada de cualquier zona susceptible de ser mercantilizada o una narcotraficante que no quiere perder el monopolio de la venta de marihuana en el barrio y que ve a la recién llegada como una amenaza.
Bajo los dos primeros asesinatos, que dan pie a una escalada de muertes indetenible, subyacen condicionantes económicos y una suerte de discurso de autodefensa contra las fuerzas ‘caníbales’ que han desnaturalizado el barrio.
Este discurso se refuerza con la reivindicación desacomplejada de determinada iconografía asociada a lo latino (el tratamiento de los cuerpos, por ejemplo) y con un soundtrack que enlaza a Johnny Ventura o Marco Antonio Muñiz con Los Caracuchos o Los lobos y que nos invita a sacarle la cadera al mundo con Elena Rose, La Dame Blanche, Nathy Peluso o Xcelencia, todo un compendio de música latina que mezcla distintas épocas, estilos y nacionalidades vindicando una suerte de intrahistoria compartida que se alza como estandarte de la reconquista de un territorio ahora desustanciado. Si os gusta la gasolina, esta serie es para vosotros (y sí, no falta el hit de Daddy Yankee).
Somewhere Boy: Charlot contra los monstruos
Pete Jackson, 2022 / Filmin
Tras la muerte de su madre en accidente de tráfico, desde muy temprana edad Danny (Lewis Gribenn) ha vivido recluido en una casa de campo bajo la dictatorial tutela de su padre Steve (Rory Keenan). No conoce el mundo exterior, que para él está habitado por monstruos, el relato de su progenitor dibujando un mundo apocalíptico que se desarrolla implacable detrás de las paredes de su vieja casona.
Cuando, de manera repentina, el padre muera, Danny tendrá que irse a vivir con su tía Sue (Lisa McGrillis), madre de tres hijos de dos matrimonios distintos que colman un hogar completado por Paul (Johan Myers), su segunda pareja. Así, a sus 18 años recién cumplidos, Danny empezará a descubrir que el mundo no era como le habían explicado y que la mitificada figura de su padre está muy lejos de la leyenda que él había impreso en su memoria.
El guionista Pete Jackson, en colaboración con los directores Alexandra Brodski y Alex Winckler, desarrolla un crudísimo relato sobre la adaptación y la aceptación de un niño perdido, anulado por un duelo paterno convertido en enfermiza sobreprotección que se materializa en una puesta en escena que, de una parte, insiste en las limitaciones impuestas por los padres, aquí traducidas en la importancia de las fronteras arquitectónicas de los distintos hogares: ventanas, puertas, paredes y la dualidad interior-exterior.
También en la inestabilidad de unos personajes perturbados bien por su accidentada biografía (Danny), bien por la inesperada situación en la que se ven inmersos (la familia), que queda plasmada en unos encuadres desnivelados con los actores situados siempre en un extremo del plano, con una gran masa de aire llenando el resto del cuadre que, además de mostrar su fehaciente desequilibrio, señala la ausencia causante de todos los males (la madre que nunca estuvo allí y que vehicula todo el arco de transformación de Danny).
Aunque su último episodio, casi una pieza de survival horror, invite a releer el piloto como un señuelo tramposo, Somewhere boy está plagada de detalles: el juego con las escalas (el salto del primerísimo primer plano al plano general para mostrar el impacto que sufre Danny al ingresar en el hospital en el primer capítulo) o el uso del cine clásico (de Chaplin a películas como Millions Like Us) como representante ilusorio del mundo ideal que Steve construye para su hijo.
Por otro lado, los toques de humor que introduce un ‘alien’ como Danny cuando entra en contacto con un mundo y unas convenciones que desconoce; su estructuración en dos tiempos (el pasado y el presente de Danny se van alternando) y el expresivo trabajo de iluminación de Dan Athterton y Ed Moore para reflejar los conceptos de calidez y frialdad asociados a cada una de las épocas… En resumen: no la dejéis pasar.