En el cuarto episodio de la nueva teleserie creada por Pepón Montero y Juan Maidagán (Cámera Café, Justo antes de Cristo), el matrimonio formado por José Ramón (Raúl Cimas) y Berta (Esperanza Pedreño) termina colgando un gran retrato de Franco en la pared de su salón. Ninguno de los dos comulga con los principios del Movimiento, pero creen, equivocadamente, que el autor del cuadro es el padre de Berta, así que existen motivos sentimentales superiores a cualquier negativa ideológica para no tirar el cuadro a la basura, más aún cuando el supuesto pintor tuvo que abandonar su incipiente carrera a las primeras de cambio por imposición de su esposa. ¿Cómo no decorar tu casa con la única obra pintada por tu padre antes de que viera frustrada su vocación, aunque la obra represente al dictador?
Bajo su apariencia sencilla, con esa duración propia de una webserie (resulta del todo lógico que se preestrenara en un festival como Cinema Jove, que siempre ha tenido un ojo puesto en este formato) y con una dirección de arte, obra de Matteo Mariotti, que saca todo el partido dramático posible al entorno suburbial en el que se desarrolla, Poquita fe va dibujando, entre gag y gag, una España gris representada por una pareja que nunca dice que no a nada mientras ve como su vida va siendo engullida por el desagüe de la rutina.
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Esos personajes que jamás dicen lo que piensan por no molestar, por no ofender, son devorados por un remolino de relaciones que incluye a los padres de Berta (María Jesús Hoyos y Juan Lombardero), entrometidos y pesados como una hipoteca a 50 años; a su hermana (Julia de Castro), la favorita de la familia pese a no pegar ni chapa y mantener una estricta dieta a base sustancias nocivas; la madre de José Ramón (Marta Fernández-Muro), un alma libre a la que dejarías volar hasta que se encontrase al otro lado del Atlántico, o el vecino (Chani Martín), un tipo al que dan ganas de darle los buenos días con un disparo… Y después están los de la guardería donde trabaja Berta, los guardias de seguridad que curran con José Ramón, los parroquianos del bar, el resto de los vecinos y un batiburrillo de amigos de unos y de otros, integrantes todos ellos de una fauna fácilmente reconocible.
La abulia de Berta y José Ramón es la abulia de un país que va naturalizando la precariedad o el fascismo encontrando justificación para ello en las razones más insospechadas (piensen, si no, en cómo termina el cuadro de Franco); un país afincado en un falso estado del bienestar que siempre corre el riesgo de empeorar, así que mejor dejar las cosas como están no sea que vayamos a cagarla.
Poquita fe se hunde en el pozo del desencanto cuyo brocal perfilasen directores como el Juan Cavestany de Gente en sitios (2013). El naturalismo de las localizaciones, la fotografía apagada de Carles Gusi o el diseño de vestuario de Natxo Delcan muestran una España habitualmente alejada de nuestras pantallas – definitivamente infrarrepresentada- que busca acercar sin ninguna afectación un cúmulo de realidades poco frecuentadas, menos aún desde la comedia.
Así, Moreno y Maidagán, fieles a su comicidad ultracongelada y al costumbrismo deformado, van dejando pequeñas notas al pie de las páginas de esa gran crónica social que ya se encarga de escribir el cine supuestamente serio (En los márgenes, las películas de León de Aranoa y cosas así) y, de manera oblicua y sutil, reflexionan, entre otras muchas cosas, acerca del complejo de culpa del hombre blanco (todo el incidente en el que está involucrado Festus), los clichés raciales (el camarero cubano), el modelo de urbanismo residencial (sin más sitios de esparcimiento que los centros comerciales), los fondos buitre o la estafa de las preferentes.
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De todo ello se habla huyendo del tono grave, repudiando el alegato directo, atendiendo a la lógica de los personajes –a los que se intenta comprender, que no justificar- y jugando con un montaje seco y dialógico obra de Mapa Pastor que permite que, utilizando recursos procedentes del falso documental (las entrevistas a cámara), afloren las contradicciones y florezcan los desencuentros entre los miembros de este peculiar ruedo ibérico. Por cierto, un trabajo de edición que ya prefiguraba Cámera Café, que fue ganando en precisión en la nada desdeñable Los del túnel (Pepón Montero, 2016) y que mantiene no pocas semejanzas con el de la magnífica How to With John Wilson (John Wilson, 2020-2023).
El punto álgido de ese mecano compositivo lo encontramos en el décimo episodio con la junción del encamamiento lésbico de la hermana de Berta con el amago de infarto que sufre su padre en pleno viaje a Benalmadena, Eros y Tánatos jadeando al unísono para dar cuenta -de nuevo, de manera indirecta- de la más que posible homofobia interiorizada por un progenitor que ha optado por el camino de la somatización para seguir manteniendo una relación cordial con su hija favorita.
Tampoco resulta difícil encontrar ciertos paralelismos entre la nueva producción de Movistar Plus + con los breves sketches que lanzan puntualmente los Pantomima Full a propósito de algunos de los males de la contemporaneidad, como por ejemplo mostrar las similitudes entre aplicaciones como Tinder y Wallapop y el contrasentido que supone tratar a las personas como si fuesen objetos de consumo a la venta en el salvaje mercado neoliberal.
También funciona a las mil maravillas una estructura de guion que combina la sedimentación con la libertad intracapitular. Es decir, por un lado, y muy a la manera de gran parte de los capítulos de Los Simpson (Matt Groening, 1989-?), en Poquita fe se puede empezar en una fiesta chic en la que los protagonistas se encuentran tan cómodos como Feijoo en un examen de matemáticas y terminar tratando de averiguar si la peca que le ha salido en la cabeza al padre de Berta es un tumor maligno, todo ello sin salir del mismo episodio.
Ese devenir azaroso se incardina dentro de una superestructura en la que abundan las repeticiones, pequeños apuntes conductuales que se van sembrando para que, en el momento oportuno, regresen, como la manía de los padres de Berta de llamarla cuando están de viaje para comentarle qué han comido ese día, parte central de uno de los capítulos iniciales que luego se recuperará en la cuasi fatídica excursión a tierras malagueñas y el ya citado amago de infarto de su padre.
Si al inicio del presente texto hablábamos de una serie desencantada, con unos protagonistas un tanto alienados que se resignan a seguir pedaleando sin pensar demasiado para que la rueda de su vida ‘hamsteril’ no se detenga, conviene matizar que el final urdido por Montero y Maidagán supone un pequeño canto a la esperanza.
Si José Ramón y Berta se dejan llevar como un tapón de corcho lanzado a las cataratas del Niagra, si sabemos (porque nos lo cuentan) que transigen con casi cualquier cosa pese a estar en desacuerdo, si han sido fagocitados por un sistema que se sustenta en una serie de rutinas férreas e ineluctables que aumentan sus índices de tolerancia ante cualquier contrariedad, ¿no resulta curioso que una propuesta que empieza con un cuadro de Franco colgado en el salón, termine con una boda entre una rumana y un ecuatoriano? ¿Acaso es casual que una serie cenicienta y eminentemente dialogada termine con un largo y colorido baile en el que José Ramón y Berta se dejan llevar? ¿No es esa liberación -formal, tonal y de los propios personajes, por primera vez fuera de su anquilosado entorno, lejos de ese abanico de malas influencias que los aventa hacia las corrientes del derrotismo- toda una declaración de intenciones por parte de los autores? Las respuestas, en sus pantallas.