Esta entrada bien podría haberse titulado 'Un país en la cartera'. O quizá, también, 'Un país en la bragueta'. Incluso 'Bárbaro Rey'. Pero no. ¿Por qué? Pues porque, aunque ya desde los títulos de crédito se nos indique que esta docuserie (¿o deberíamos decir reportaje de tres capítulos?) emitida por HBO Max España se dedica a analizar la trayectoria de Juan Carlos I —y esas propuestas de titular arriba mencionadas hacen referencia a algunos de sus lances biográficos—, en realidad, es un ejercicio de destrucción destinado a enaltecer, por comparación y por omisión, la figura de su hijo, Felipe VI.
No estamos descubriendo nada que la propia teleserie no exponga en sus compases finales, pero antes de llegar a ese punto conviene reparar en algunos detalles iniciales de la que, hasta ahora, ha sido la producción nacional más vista de la plataforma (siempre según sus propios datos). Empecemos por el diseño gráfico del título, en el que se observa el ya mentado Salvar al Rey, si bien entre el verbo y el complemento media una moneda con el rostro del monarca.
La elección no es, en absoluto, inocente. A priori, la frase nos invita a pensar un acto de generosidad (salvar a alguien). Sin embargo, a medida que el metraje avanza y las informaciones van acumulándose, uno se da cuenta de la fehaciente contradicción que existe entre lo que el enunciado propone, y las imágenes y los testimonios disponen, que no es otra cosa que la desmitificación del Emérito en todas sus vertientes, un matar al rey de manual. A saber:
-Se le desacredita como jefe de Estado, en tanto en cuanto se benefició de su posición de privilegio para reinventarse como un comisionista de alto standing que sacaba tajada de todas las operaciones en las que intermediaba (desde las derivadas de la crisis del petróleo del 73 hasta la construcción del AVE a la Meca).
-Se refuta su condición de valedor y garante de la democracia. En el momento cumbre del documental, en el último tramo del primer episodio, los exagentes del CESID, Manuel Rey y Diego Camacho, y el analista Fernando José Muniesa, certifican que Juan Carlos I no solo no abortó el golpe de estado comandado por Tejero, sino que fue el "motor" del 23-F. Permitámonos aquí una analogía 'valliniana' y equiparemos al retirado soberano con el senador Palpatine (Ian McDiarmid), alguien que maneja las piezas de los dos lados del tablero, con una mano moviendo los hilos de la política galáctica y la otra alimentando la destrucción de la República. Como en La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), Juan Carlos I dio coba a los militares golpistas mientras él se mantenía a la expectativa en Zarzuela.
Cuando vio que el asalto al congreso no progresaba, se presentó como el salvador de la democracia en un ejercicio de autolegitimación que limpiaba su figura de cualquier rastro de lodo franquista (no olvidemos que fue el Generalísimo quien le designó como su sucesor en detrimento de su padre, Juan de Borbón). Ganase quien ganase, el ahora Rey Emérito iba a seguir como jefe de Estado. Tejero no fue secundado por el aparato militar y Juan Carlos I pasó a ser, en palabras de Ronald Reagan, un "campeón de la democracia" cuya estela de campechanía, que brilló con más fulgor que nunca en la década de los 90, no se extinguió hasta bien entrado el siglo XXI. Recuerden que, en este país, no pocos antimonárquicos se declaraban 'juancarlistas'.
-Se le presenta como un vivales, un hombre de vida disoluta que fue coleccionando amantes, concubinas y polvos furtivos como si fuese medallista olímpico de decatlón sexual (que su velero se llamara Bribón no era una mala pista). A las Queca Campillo, Marta Gayà, Corinna Larsen o Bárbara Rey hay que sumar una larga lista de nombres femeninos impublicados —esa visita sorpresa de la Reina Sofía y sus hijos a una batida en los montes de Toledo donde pillaron al monarca no cazando corzos sino haciendo el salto del tigre— que completan el currículum sicalíptico del Borbón.
['Apagón': ¿qué pasaría si España se quedara sin electricidad?]
Así pues, los testimonios de periodistas situados en puntos distantes del espectro ideológico —de Luis María Anson y Pedro J. Ramírez a Ana Pardo de Vera— e incluso profesional —de un paparazi como Antonio Montero a tótems de la comunicación como Iñaki Gabilondo o Fernando Ónega, pasando por la prensa 'monárquica' representada por Jaime Peñafiel o Pilar Urbano—; los valiosísimos audios de la fallecida reportera gráfica (y amante del Rey), Queca Campillo, o las intervenciones de políticos como el exministro José Bono o el exdiputado Iñaki Anasagasti (por no hablar de la del juez José Castro), destruyen la mitología juancarlista por completo.
Un hombre promiscuo, taimado y, además, corrupto: de ahí la moneda que aparece en el título. De hecho, Juan Carlos I interesa más como personaje de ficción que como figura histórica, una suerte de Charles Foster Kane pergeñado por Rafael Azcona, un tipo que pasó estrecheces y vivió de prestado en Estoril y que, cuando tuvo la más mínima oportunidad, amasó dinero y mujeres, se procuró amistades milmillonarias (atención, también, a la intervención de Mario Conde) y no paró de echarle más madera a un tren de vida del que no ha querido bajarse nunca (su exilio en Emiratos Árabes no es precisamente barato).
Así pues, no se trata de salvar al rey cuyo rostro aparece acuñado en la moneda que remata el título, sino a su sucesor. De hecho, la elección es paradójica, puesto que el lema y la imagen son contradictorios; además, aquí el título de jefe de Estado apela tanto a la figura de Juan Carlos como a la de Felipe, de ahí que se juegue con esa jugosa confusión entre cargo, título y grafismo.
El valor en tanto documento de Salvar al Rey queda justificado por dos afirmaciones que no pueden esconderse bajo las alfombras de la historia como si fuesen pelusillas insignificantes. Una es la referida a la vinculación directa de Juan Carlos I con el 23-F; la otra, en la que también está implicado el CESID, tiene que ver con el sistema de escuchas instalado en el piso de la calle Sextante de Aravaca, en el que el antiguo monarca se veía con sus amantes y que, además de nido de amor, fue un avispero de confidencias que darían para unos cuantos sumarios.
Salvar la Monarquía
Que, desvelados estos audios y oídas según qué declaraciones, la justicia española no tome cartas en el asunto viene a corroborar la existencia de un cordón de seguridad que impide que el peso de la ley caiga sobre la Casa Real: desde la inviolabilidad del Rey contemplada en el artículo 56 de la Constitución, pasando por la ley de secretos oficiales, y continuando por algunas dudosas actuaciones de la fiscalía o por la discreción profesada por los medios de comunicación.
Ahora bien, salvo estos dos apuntes novedosos, la miniserie dirigida por Santiago Acosta apenas cuenta nada que no se supiera en su momento, tal y como refleja la aparición de portadas de revistas como Tribuna o Época (y las declaraciones de sus responsables) o artículos firmados por Pedro J. Ramírez en El Mundo, en los que ya se hablaba de Marta Gayà (La dama del rumor) o de esas amistades peligrosas que el entonces soberano frecuentaba en sus veranos mallorquines (amistades que, por cierto, el documental evita mencionar con nombres y apellidos).
¿Que la Monarquía estuvo protegida por los medios hasta, aproximadamente, 2010? Sí, hasta cierto punto. Y ese punto lo marcaba Sabino Fernández Campos, jefe de la Casa Real, que utilizaba a la prensa como medida de contención, como dique para refrenar la conducta licenciosa de su jefe, como arma arrojadiza que, a golpe de filtración, debía contener a un monarca que hacía de su capa un sayo y se comportaba más como un señor feudal del siglo XII que como un rey 'moderno'.
Así pues, la prensa española siempre se movió entre el respeto a la institución y la limosna del escándalo que Fernández Campos les daba: se silenciaron no pocos episodios bochornosos, pero también fueron publicados muchos otros no menos picantes, así que, en ese sentido, Salvar al Rey no puede verse como un álbum de exclusivas, por más que algunas de sus revelaciones puedan llenar el cielo de gritos (por ejemplo: las del exdirector de Comunicación de la Casa Real, Javier Ayuso, o las del fiscal Pedro Horrach).
['Los anillos de poder': todo el dinero del mundo]
En cualquier caso, sus tres capítulos apenas parecen la punta de un iceberg en fase de derretimiento. Si, por un lado, se observan algunas estrategias recurrentes para proteger a Juan Carlos I, como buscar cabezas de turco que paguen por sus delitos o sirvan de ejemplo para la ciudadanía —léase Manuel Prado y Colón de Carvajal o Iñaki Urdangarin—, por otro lado, apenas se indaga en otros miembros relevantes del clan Borbón —de la Infanta Elena y Jaime de Marichalar no hay noticias— o se pasa de puntillas por la implicación de la Infanta Cristina en el caso Noos.
Material para una nueva entrega tienen más que de sobra. En lo estrictamente gramatical, Salvar al Rey es un reportaje fabricado con solvencia, con un ritmo vívido gracias a la sutura de breves piezas testimoniales, salpicadas con imágenes de archivo y rematadas con una pseudodramatización que pretende darle al conjunto un aire de seriedad policial: esa sala oscura rodeada de paneles atestados de fotografías y repleta de documentos que remite directamente a un tropo visual propio del policiaco, y en la que los distintos intervinientes departen o son entrevistados, no busca sino conferirle rigor a la propuesta.
En definitiva, y como se afirma en el tramo final de la teleserie, se trata de hundir al rey para salvar la Monarquía y el documental de HBO Max España es un clavo más en el ataúd de Juan Carlos I, un clavo que cumple una doble función: destruir la reputación del exmonarca y preservar la institución vendiéndonos a Felipe VI como la antítesis de su padre, como un hombre íntegro, bien formado y fiel a sus responsabilidades. Este documental es, pues, otra de las fibras que tensa el cordón sanitario que ha de proteger al joven soberano de las injerencias mediáticas y judiciales, por lo que su (presunta) labor de desenmascaramiento no es más que una operación de encubrimiento destinada a fortalecer la nueva Monarquía, esta sí, de verdad de la buena, limpia, prudente, ejemplar. A rey muerto, rey puesto.