El 13 de enero de 1980, los Lakers, adquiridos esa temporada por Jerry Buss y capitaneados por su pívot estrella Kareem Abdul-Jabbar, derrotaban a los Celtics en el Boston Garden por 100 a 98 con dos tiros libres de Norm Nixon. La franquicia del estado de Massachusetts, dirigida por Red Auerbach y con Bill Fitch en el banquillo, había derrotado al conjunto angelino hasta en cuatro finales de la NBA —todas ellas en la década de los 60—, había logrado otros dos anillos de campeón en los setenta —contra los Bucks en el 74 y contra los Suns en el 76— y en el draft de aquella temporada se había hecho con los servicios del rookie Larry Bird, procedente de la Universidad de Indiana State y llamado a ser el alero que marcaría una época.
Rebobinemos. En realidad, ese no fue el primer enfrentamiento de aquella temporada entre ambos equipos. Apenas un par de semanas antes, el 28 de diciembre de 1979, el Forum de Los Ángeles acogía el primer duelo entre ambos equipos, que se saldaba con un 123 a 105 favorable al conjunto dirigido por Paul Westhead y con Magic Johnson, el otro novato del año, anotando 23 puntos.
¿Por qué les cuento todo esto? En una entrevista concedida a Entertainment Weekly el pasado diciembre, Aaron Sorkin afirmaba que cuando se trata de abordar una ficción basada en hechos reales importa más "la verdad que la exactitud". En Tiempo de victoria: La dinastía de los Lakers, sus creadores Max Borenstein y Jim Hecht parecen haber asumido la frase del guionista de Moneyball (Bennett Miller, 2011) como un dogma de fe y no dudan, ni por un solo momento, en falsear fechas, marcadores y desenlaces deportivos sin dejar, jamás, de ser fieles a la verdad (¡?).
En el séptimo capítulo de la que esperemos solo sea la temporada inaugural de esta producción de HBO vemos el que se supone que es el primer duelo entre los Celtics y los Lakers, una cita llamada a renovar la rivalidad entre los dos conjuntos, a reactivar el seísmo que removió la liga americana en los 60 y que ahora, con la llegada de Magic y Bird y con dos quintetos plagados de grandes jugadores, amenaza con hacer temblar de nuevo la NBA.
Pero ¿qué sucede? Pues que Borenstein y Hecht nos enseñan un partido que jamás se disputó. Estamos en los días siguientes a la Navidad del 79 y los Lakers viajan a la capital del estado de Massachusetts para enfrentarse a su eterno rival (nota: el choque correspondiente a esas fechas tuvo lugar en la soleada California). El encuentro rezuma igualdad y, al igual que sucedió en el disputado en enero del 80, se decide en los últimos segundos… solo que no con dos tiros libres convertidos por Norm Nixon (interpretado por su hijo DeVaughn) sino con buzzer beater de Michael Cooper (Delante Desouza) que deja el marcador en 99-98 favorable a los amarillos (nota: el real terminó 100-98).
Es muy probable que los fans y los yonquis de las estadísticas saltaran de sus sofás e igualaran el récord de maledicencias proferidas por Jerry West (Jason Clarke) en la serie, pero la verdad verdadera es que la mediocre realidad (dos tiritos libres) no puede estropearte una ficción cojonuda (una canasta sobre la bocina). Y, lo más importante, pese a manipular los hechos históricos, los guionistas no traicionan el espíritu de aquel antagonismo baloncestístico, simplemente suben el fader de la épica y hacen que la leyenda suene más alto.
Porque, ¿qué sentido tiene embarcarse en una ficción sobre la década dorada de los Lakers si no te concedes el capricho de fabular? Si no quieres juguetear con la realidad, moldearla para rebuscar en los rincones oscuros de una historia de éxito, ¿no es mejor hacer la versión magicjohnsoniana de El último baile (Jason Hehir, 2020)? La gracia de Tiempo de victoria está, precisamente, en rebajar el entusiasmo mitológico sin traicionarlo, en hacerle un retrato al santo por debajo de la túnica, en escribir una hagiografía no autorizada.
Basta con atender al diseño de personajes para ver que el print the legend puede ser tan doloroso como un marcaje de Caldwell 'Pops' Jones… si se imprime entera. Si algún fan esperaba comprarse el Blu-ray de la serie como objeto de memorabilia casi mejor que invierta en una camiseta (aunque los Lakers actuales no estén ni para jugar la Summer League). Un Magic Johnson (Quincy Isaiah) cuya capacidad anotadora se traslada de los exteriores de cualquier pabellón de cualquier ciudad a cualquier habitación de hotel de cualquier ciudad, escenario elegido para romper cualquier registro de estadística sexual del que haya constancia.
Un Jerry West —el potencial cómico de Clarke es sorprendente— atosigado por un malditismo más inventado que real, atenazado por sus propias limitaciones como técnico y con unos ataques de superstición que no curaría ni el mejor big three de la liga de los milagros (Lourdes, Fátima y Guadalupe, de base la virgen de Loreto y de escolta anotadora, como buena balcánica, la de Medjugorje). O Spencer Haywood (Wood Harris), a cuya historia llegué hace años a través del blog del gran Gonzalo Vázquez y que la telefección basada en el libro Showtime de Jeff Pearlman cuenta sin ahorrarse casi ningún detalle: su adicción a la base, su trastornada determinación por asesinar a sus compañeros de equipo (que le habían apartado por sus problemas con las drogas), la relación casi paternofilial que Abdul-Jabbar estableció con él… Como hacerle una foto a un astro que se extingue, apenas dos ojillos brillando en un vestuario con las luces apagadas (lean el artículo Westhead debe morir, publicado el 16 de noviembre de 2011 en El punto G).
Tiempo de victoria funciona, en gran medida, porque no renuncia a mostrar la parte menos amable de unos tipos fabricados para ser ídolos inmaculados cuyas faltas se encargaba de archivar en la carpeta de 'Cosas que a la prensa le importan una mierda' el equipo de relaciones públicas de la franquicia. Es decir, no tiene miedo de presentarnos a Larry Bird (Sean Patrick Small) como un villano, ni a Kareem Abdul-Jabbar (Solomon Hughes) como un indolente en el ocaso de su carrera para el que sus números están por encima del equipo (o como ese tipo comprometido con la causa afroamericana, además desde una posición religiosa, que ya no encuentra respuestas ni en su gente ni en la fe: una estrella sin rumbo).
Cuando Magic Johnson conoce a Julius Erving (James Lesure) en el All-Star, su Dios se hace carne, la figura que coronaba el altar de su habitación ahora vive entre él y los suyos. En esa labor ponen todo su empeño Borenstein, Hecht y el resto de guionistas, en humanizar a los tótems, en ensuciar de barro su atuendos dorados y acercárnoslos, buscando la empatía no desde la admiración sino desde el reconocimiento entre iguales.
La figura de Jerry Buss (John C. Reilly) es la que mejor explica esta operación. El propietario de los Lakers es un tipo grotesco (un nido de pájaros en la cabeza que convierte el peinado de Anasagasti en un corte de vanguardia; camisas abiertas como si hicieran la señal de victoria para mostrar un abdomen que debió haber patrocinado Spalding), temerario en sus negocios y con un grave problema de incontinencia sexual (nos es presentado en la mansión Play Boy) que lo lleva a masturbar a una de sus múltiples acompañantes en un concurrido bar ¡mientras habla con su hija de siete años! (si intentan vender una serie así en España, encima inspirada en una persona pública, les apuesto 10 contra 1 que el ejecutivo de turno se queda mirando las paredes de su despacho en busca de una cámara oculta).
¿Cómo es posible que un personaje así, descrito de esa manera, pueda despertar nuestro aprecio? Pues porque en el fondo es un tipo que se siente solo, que aspira a surfear eternamente la ola del éxito (y salta de un proyecto a otro con los arrestos de un kamikaze) porque sabe que cuando baje de ella no tendrá apenas nada. La relación con su madre y con su hija es la que apuntala una psicología taladrada de carencias (principalmente afectivas) que Buss suple con su estrafalario sentido del espectáculo, sus órdagos empresariales y su locura visionaria.
Su hija Jeanie (Hadley Robinson), al igual que su madre, es la única que entiende su enrevesada personalidad, la que sabrá manejar en su favor incluso aquello que le repugna de su padre para lograr sus objetivos. Es decir, como los grandes antihéroes de la teleficción moderna (por más que estemos ante una propuesta ampulosamente coral) el Jerry Buss de Tiempo de victoria es una contradicción andante, alguien al que podemos amar y odiar casi simultáneamente, del que podemos apreciar sus virtudes sin perdonarle sus defectos, alguien al que queremos seguir viendo en pantalla porque, por más que lo conozcamos, siempre sigue dándonos sorpresas.
Esa construcción de caracteres no siempre atiende a la misma coherencia, en parte por la propia estructura de un show arborescente, expansivo y, en consecuencia, irregular. Cuando los episodios se centran en un personaje y le entregan una hora de metraje para que se desarrolle en profundidad, y esa aportación venga a engrosar el arco dramático de toda la temporada, la serie es casi perfecta (Who the f..ck is Jack McKinney, que describe la relación entre Buss y Jeanie, y Pieces of a Man, que relata la crisis de fe de Abdul-Jabbar, son los mejores ejemplos).
Cuando los personajes sirven como apoyatura a las tramas horizontales, algunos de sus cambios no están lo suficientemente justificados, como es el caso de Jessie Buss (impresionante Sally Field), que pasa de ser una lumbrera de los negocios a una mujer asolada por la enfermedad (demasiado brusco). Esas transformaciones sí tienen ese punto intermedio que facilita la transición en los casos de Pat Riley (Adrien Brody is back) o de Jack McKinney (igualmente brillante Tracy Letts), rubricados por esa secuencia de intercambio de posiciones rodada con suma elegancia por Salli Richardson-Whitfield, despidiendo al que era entrenador titular hasta su fatídico accidente de bicicleta ocultándolo detrás de las venecianas de un despacho, ahorrándole la humillación (y ahorrándosela a los espectadores) de alguien que fue decisivo en la construcción de un equipo ganador.
También es interesante observar el tratamiento de unos personajes femeninos con una conciencia excesivamente contemporánea del papel que tienen en el organigrama de una franquicia de la NBA de finales de los 70. La serie se beneficia de su tono descreído para poner en jaque el papel de la mujer en la época, y tanto Claire Rothman (Gaby Hoffman) como Jeanie Buss funcionan como eslabón entre las playmates y las ejecutivas del futuro (de objeto a sujeto), dotadas como están con esa sabiduría del escritor del almanaques que les permite asumir su posición en el tiempo que les ha tocado vivir y jugar con sus roles (Jeanie dándole a su padre lo que quiere —las cheerleaders— para alcanzar un objetivo a mitad de camino entre ascenso laboral y la aceptación paterna).
Si Tiempo de victoria fuera un entrenador viviría solo para el baloncesto. Después de los entrenamientos vería los partidos del siguiente rival, analizaría estadísticas, se comería un sándwich mientras planifica jugadas y soñaría con el desenlace del siguiente choque antes de levantarse para leer en el periódico los resultados de esa noche. La serie es expansiva, quiere abarcarlo todo, el desarrollo deportivo de un equipo y la evolución financiera de una franquicia, las interioridades del vestuario y el balance de los índices contables, la vida privada de deportistas y directivos y su proyección pública.
En su propio diseño están sus defectos —lo vertical se impone sobre lo horizontal, los capítulos aislados sobre el conjunto de la temporada— y esa voluntad completista se traslada también a una puesta en escena presidida por el exceso. No es casual que el piloto venga firmado por un Adam McKay todavía más desatado que en Succession (Jesse Armstrong, 2018-?) pues aquí la multiplicidad de aspectos (del 1.33.1 al 1.78.1) y formatos (35 mm, 16 mm y 8 mm en color y en blanco y negro, e incluso incorporó tecnología de video de tubo obsoleta con las cámaras Ikegami ITC-730A y HL-79) le permite armar un montaje más agresivo que, además, encuentra respaldo en su intención por mostrar constantemente el artificio, los personajes martilleando la cuarta pared hasta hacerla añicos, un recurso que a veces funciona (queridos espectadores, sois unos mirones y querido público, esto es un gran espectáculo) y que en muchas otras se torna redundante y pesado (Buss sermoneándonos sobre su racha de mala suerte cuando lo acabamos de ver o ver a tantos personajes hablando a cámara hace que el efecto sorpresa se agote pronto).
La teleficción de HBO es vibrante, en parte por la violencia de una edición que encaja bien con las partes más épicas del show, también porque (por una vez) el deporte no luce mal en pantalla (las recreaciones son más que decentes) y, sobre todo, porque esa combinatoria de texturas responde a la mecánica de la memoria, siempre proclive a dar saltos, a incardinar recuerdos en otros recuerdos, a embellecer, afear o transformar pasajes (de ahí el uso desmitificador de los intertítulos, los guiños a futuras estrellas de la NBA, o los casi subliminales flashforwards —el look de Pat Riley— de lo que acontecerá en las próximas temporadas de la serie pero que ya forma parte del pasado de la audiencia).
Ahora bien, ese arsenal de recursos estéticos con los que los distintos directores (Salli Richardson-Whitfield, Tanya Hamilton, Payman Benz, Damian Marcano, Adam McKay y Jonah Hill) nos golpean las retinas no siempre se emplea con criterio. Pensemos en el uso del split screen en los episodios siete (Invisble Man) y diez (Promised Land). En el primero de ellos, Eearvin Johonson Senior (Rob Morgan) sella un pacto con Kareem Abdul Jabbar para que este se convierta en una especie de padre deportivo de su hijo, para que le ponga dos tapones de un guantazo cuando los cantos de sirena que ya empiezan a engolosinarle los oídos se hagan más y más fuertes.
Es curioso que se utilice la pantalla partida —y unos planos y contraplanos muy cortantes y cada vez en una escala más corta— para sellar un acuerdo, más que nada porque es un recurso que suele indicar división. Por más que en el último plano un encaje de manos elimine el split screen, su uso anterior no concuerda con la situación de dos personajes cuyos planteamientos convergen. Sin embargo, en el 1.10, en plena disputa del partido decisivo de la final contra los Sixers del Dr. J, y ayudando a progresión dramática para que el clímax sea todavía más potente, la pantalla partida asume la esencia misma de la serie y, en el instante decisivo, justo antes del orgasmo deportivo, se muestra fiel a su idiosincrasia expansiva y nos muestra cómo vive el momento esa enorme galería de personajes.
Después, intercalando imágenes de la reconstrucción del partido y de algunas reacciones, jugará con distintos modelos de split screen (la serie es barroca hasta el final). Si el objetivo es contarlo todo, ¿qué mejor que multiplicar los puntos de vista dividiendo la pantalla? Eso sí, resulta curioso que, en una serie tan frenética, las secuencias que se pegan a la retina de la memoria sean las más reposadas: la del fallecimiento de mamá Buss o ese plano secuencia por los pasillos del Forum en el que observamos a un desorientado McKinney, la toma en continuidad aumentando la angustia que (le) provocan las secuelas de su caída.
Al igual que con Pam & Tommy (Robert D. Siegel, 2022), en Tiempo de victoria uno cree atisbar cual podría ser la línea a seguir por las plataformas VOD: no importa tanto que el resultado final diste de ser perfecto, benditos sean los desniveles de propuestas sin miedo al riesgo (solo hace falta ver cómo ha sentado la teleserie de HBO a algunos de los que aparecen representados) que se apartan de los caminos trillados y que le dan todo el sentido a la ficción basada en hechos reales. Teniendo en cuenta que esta temporada inaugural arranca con Magic Johnson recibiendo la noticia de su positivo por VIH (eso fue en 1991) y que termina en marzo de 1980, el viaje que nos espera puede ser (debería ser) épico.