Ya en los primeros compases de la Guerra Civil germinó en el bando franquista con especial fuerza el mito de los "caídos por Dios y por España", esos "héroes" y "mártires" muertos combatiendo en los frentes o en la retaguardia al enemigo republicano, representante de la "anti-España". La sangre derramada de los soldados pasó a representar un sacrificio destinado a salvar la patria, una "Cruzada" ficticia para disimular la insurrección militar que cristalizaría con la construcción de monumentos maniqueos dedicados a la memoria de los fallecidos.
Uno de los primeros ejemplos de esta política de memoria implementada a base de piedra por el franquismo fue una gran cruz de más de doce metros de altura erigida en Cáceres en una céntrica plaza, justo en la desembocadura de la antigua avenida de la República. El proyecto se aprobó en septiembre de 1937 y se inauguró en mayo del año siguiente, con la presencia de Pilar Primo de Rivera, delegada nacional de la Sección Femenina. Según los periódicos de la época, ante ella desfilaron 15.000 personas y se soltó un millar de palomas.
Desde entonces, el monumento, que además del yugo y las flechas de Falange incluía la leyenda de "A los hijos de esta ciudad que dieron su vida por España una, grande y libre", ha sido escenario de celebración del régimen de Franco hasta el mismo presente. La cruz sigue todavía en su sitio, aunque con algún cambio. En 1984, el alcalde socialista logró aprobar en pleno la colocación de una nueva placa, acompañada del escudo constitucional, que incluyese a los muertos de ambos bandos.
Pero el lavado de cara del monumento con el que se pretendía darle un nuevo sentido ha sido insuficiente. Las asociaciones de la memoria llevan años reclamando el derribo del conjunto al considerarlo un símbolo de exaltación del franquismo. La política local también se encuentra enfangada entre promesas de retirada de la cruz y mociones para mantenerla con el objetivo de evitar "el enfrentamiento y la radicalización, reviviendo odios y rencores, afortunadamente ya enterrados y olvidados".
Cáceres constituye un ejemplo paradigmático de la actual guerra por la memoria sobre la Guerra Civil. Pero también evidencia la evolución de este tipo de construcciones propagandísticas, desde la demolición hasta el intento de resignificación, como ocurre en este caso. El estudio de la historia de los monumentos franquistas, convertidos en fuente histórica, es lo que presenta el historiador Miguel Ángel del Arco Blanco en Cruces de memoria y olvido (Crítica). Su obra analiza cualitativamente y en tres momentos temporales —dictadura, Transición y presente— los cientos de monumentos diseminados por toda la geografía peninsular a los "caídos por Dios y por España".
Las cruces, escudos nacionales, lápidas, altares o esculturas, explica el autor, se caracterizaron en el plano ideológico por ser "excluyentes (solo estaba representado un bando), monolíticas (dentro de ese bando, el franquismo dijo que todos habían muerto por Dios y por España, borrando la pluralidad de las memorias personales) y homogéneas (representaban a una nación, España, identificada con el catolicismo y la unidad". En el plano estético, se persiguieron obras monumentales, clásicas —"se buscó imitar el clasicismo de corte herreriano, la arquitectura de la época gloriosa del Imperio español", asegura Del Arco— y perdurables, hechas en piedra.
¿Qué hacer con ellos?
El investigador analiza en el libro interesantes fenómenos, como el de la contribución popular a la hora de recordar físicamente a los "mártires". En Aranda del Moncayo (Zaragoza), un pueblo humilde de apenas mil habitantes, se construyó una cruz con un presupuesto de 3.000 pesetas gracias al "acarreo de materiales, agua, etcétera a pie de obra" de los habitantes. Igual sucedió en Lagartera (Toledo), donde los costes del proyecto, 9.000 ptas, no incluían "todos los acarreos ofrecidos gratuitamente por los vecinos ". En prácticamente todos los pueblos de España emergió un testimonio de la propaganda pétrea del franquismo, prolongada hasta los años 60 y 70 aunque con diferentes formas y mensajes. "Se pasó de la legitimidad en torno a la 'Cruzada' a la legitimidad de ejercicio: los monumentos hablaban de paz", resume el director del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada.
Si bien muchos de los memoriales han sido eliminados o retirados —no es el objetivo del historiador trazar un mapa con todos ellos, aunque sin duda sería un trabajo de enorme interés—, el que fijó su ideal estético, político e ideológico sigue incólume: el Valle de los Caídos. Ahora sin el cadáver de Franco en su interior, ¿qué habría que hacer con el mausoleo de Cuelgamuros? "En ningún caso lo destruiría, porque es un cementerio y hay gente enterrada", arranca Del Arco. "Llevaría a cabo una intervención muy intensa para musealizarlo y explicarlo. Es un lugar fantástico para explicar lo que fueron el franquismo y sus políticas de memoria".
¿Y con el resto de conjuntos de este tipo que siguen en sus lugares de origen? "Habría que quitarlos del espacio público. Son monumentos de origen franquista que tienen una historia franquista detrás. No son bienes patrimoniales, dividen más que unen. Y es un problema que en España no hayamos encontrado la forma de recordar la Guerra Civil a través de monumentos en el espacio público que sirvan para la reconciliación", lamenta el historiador.
En su fascinante ensayo sobre la memoria de la II Guerra Mundial y sus representaciones, Keith Lowe defiende que derribar las estatuas dedicadas a los héroes, los monstruos o el apocalipsis no sirve para promover una forma de recordar más precisa, sino que simplemente elimina un símbolo incómodo. ¿La consecuencia indirecta de derribar los monumentos franquistas es construir una memoria simplificada de la Guerra Civil y de sus víctimas? Responde Del Arco: "Si destruimos todo el pasado, nos olvidamos de él; y el pasado, por desagradable que sea, es una herramienta muy importante para construir el futuro. Si borramos todos los símbolos del franquismo de la historia es posible que se repita algo similar al franquismo en un futuro". Como dice el historiador británico, somos prisioneros de la historia.