'True Detective'. Tarde, mal y nunca
Por una vez, y sin que sirva de precedente, trataré de ser conciso. Voy a intentar dar cuenta de la tercera temporada de True Detective, la serie de HBO emitida en España por Movistar +, a partir de tres imágenes, una perteneciente al episodio séptimo (‘The Final Country’) y dos al season finale (‘Now am found’). Vamos allá.
Pongámonos en antecedentes antes de arrancar con este plano del séptimo episodio. La tercera entrega de la serie creada por Nick Pizzolatto nos sitúa en una pequeña localidad del estado de Arkansas en la que, en el año 1980, desaparecen los hermanos Will y Julie Purcell. El niño será hallado muerto horas después del inicio de la investigación y su hermana no aparecerá jamás. La pareja de policías formada por Wayne Hays (Mahershala Ali) y Roland West (Stephen Dorff) tratará de resolver un caso que se desarrolla en tres líneas temporales: la primera, vinculada a los acontecimientos inmediatamente posteriores a la desaparición (etapa que se cierra en falso con la condena de un sospechoso… fallecido); la segunda, situada en 1990, fecha en la que se reabre el caso (un bloque que termina, una vez más, con un cabeza de turco cargando con el muerto, aunque los detectives no estén de acuerdo con la resolución y prosigan con sus pesquisas); y una última etapa, fechada en 2015, en la que un viejo Hays es entrevistado por un programa de televisión que busca nuevas pistas sobre el paradero de la niña Purcell. El reportaje periodístico servirá para que el policía, ya retirado, vuelva sobre sus pasos y trate de dar carpetazo al asunto.
Es evidente que, tras el fracaso crítico que supuso la segunda temporada de la serie, Pizzolatto ha recuperado aquellos elementos que tan bien funcionaron en la entrega inaugural, a la que se cita explícitamente, como tratando de construir un puente que vadee la ‘season L.A.’ de la que todo el mundo parece renegar. La narración multitemporal, la fotografía apagada de Germain McMicking, la música desasosegante de T Bone Burnett y Keefus Ciancia, y las dobles figuras como protagonistas, remiten a aquel génesis que, para muchos, supuso un hito en la historia de la televisión (en mi opinión, todavía es pronto para saberlo). Sin embargo, y por más que el autor de Galveston haya recuperado el manual de estilo que tanto éxito le dio, la 3T introduce una serie de novedades que la apartan de su(s) antecesora(s).
Lo más interesante -recuperen ahora la imagen colocada arriba- tiene que ver con la memoria. El Wayne Hays de 2015 sufre Alzheimer. Las grabaciones para el programa de televisión le obligan a retrotraerse a las dos investigaciones anteriores lo que, unido a su temor por la pérdida de recuerdos, desemboca en la regeneración de una obsesión. Solo que, dados sus problemas mnemotécnicos, Hays ya no es un detective fiable. Así pues, asistimos a la recomposición de un caso lleno de lagunas cuya conclusión se ha dilatado hasta superar las tres décadas y en el que el principal investigador tiene serias dificultades no ya para unir los puntos, sino incluso para encontrarlos.
El plano anterior funciona, pues, como síntesis de la temporada: un anciano empuñando un bate de béisbol, alumbrado por una luz tenue y rodeado de oscuridad. Esta imagen, que roza la abstracción, sirve para ilustrar el estado mental del personaje, pero también nos vale como metáfora del propio caso. Por un lado, una investigación marcada por las ausencias y los errores (oscuridad) frente a la determinación de un policía que no sabe darse por vencido (luz). Por otro, esa memoria que ha ido menguando hasta convertirse en un pequeño fogonazo que irá desapareciendo hasta ser devorado por las tinieblas (la secuencia termina con Hays apartándose del haz de luz y adentrándose en la negrura).
¿FINAL? ¿FELIZ?
La cadencia de la ficción televisiva actual -y de la televisión en general- exige dinamismo. Las series tienen que quemar trama (que pasen muchas cosas en poco tiempo), en las tertulias las réplicas y contraréplicas se solapan, los realities se construyen como una acumulación de sucesos, la secuenciación de los programas de investigación es corta y se configuran buscando impactos, montajes alternos… En una era en la que los estímulos se multiplican, en la que el bombardeo de imágenes y la renovación de contenidos nos empuja a ir/ver/consumir/producir/escribir muy rápido, una serie como True Detective es como conversar con una piedra. Así que los comentarios tipo “me he dormido 772 veces viendo la nueva de True Detective”, “al tercer capítulo ya me habían florecido tres geranios y dos caléndulas”, “es como competir en las 24 horas de Le Mans con un andador”, son inevitables.
Tal vez el problema esté en que el ritmo que quiere -o al que se ha acostumbrado- la audiencia no es el que Pizzolatto busca. Con esto quiero decir que la serie no tiene problemas de tempo, sino que, quizá, hoy, esa velocidad nos parece insuficiente: es como ir a 150 por la autopista y luego regresar a la parsimonia impuesta por el código de circulación, a la realidad motora de un autobús del IMSERSO. Pero bueno, es que de eso va la cuestión. De un señor mayor al que le cuesta recordar y de un trabajo que quiere parecerse más a la cotidianeidad policial que a la verdad policial impuesta por la ficción. El autor de La profundidad del mar amarillo nos hace sentir el tiempo, nos pone en el pellejo de dos agentes que, a pesar de su oficio y de su intuición, son incapaces de dar con las claves que les permitan encontrar a la niña, aun a pesar de tenerlas delante desde el principio. La teleserie de HBO viene a decirnos, entre otras cosas, que, en el fondo, el azar es tan importante como el método detectivesco. Esa supuesta lentitud se deriva de una aproximación que no entiende lo policiaco como espectáculo. Se trata de acercarse a su normalidad, destacar sus rutinas más prosaicas, insistir en el error como algo familiar, en la importancia de la casualidad y en la larga duración de un proceso que, precisamente por su longevidad, cristaliza en monomanía. Al contrario que en la T1, y aun estando integrada en el ámbito de la narrativa masculina, aquí la relación entre Wayne Hays y su esposa, Amelia Reardon (Carmen Ejogo) es crucial a la hora de entender ese proceso de destrucción que aniquila cualquier aspecto de la vida diaria que no tenga que ver con el caso (aquí, la relación de pareja es igual o más importante que la relación policial, y el hecho de que surja en paralelo a la investigación la convierte en un elemento de tensión permanente: estamos, también, ante una visión compleja sobre el matrimonio, tan compleja como el propio caso).
Pizzolatto termina la tercera temporada obedeciendo, aparentemente, las reglas del género policíaco: el caso se resuelve y todo queda atado y bien atado. No hay grietas. El espectador sabe cómo ha acabado todo, donde esta la niña y quienes son los culpables. ¿Estamos seguros? ¿En un relato dominado por la fragmentación, con un protagonista desmemoriado y una estructura de viejo puzle olvidado en un cajón, tenemos claro que todo lo que nos cuentan es tal y como nos lo cuentan?
La secuencia clave en la que el viejo Hays especula sobre lo sucedido con Julie Purcell viene precedida de A) una secuencia de cierre junto a Roland West en la que los dos tienen la sensación de que el caso no ha terminado; B) la secuencia de ruptura entre Hays y Amelia en el año 80 en la que este la acusa de haber acabado con su trabajo como detective por haber escrito un libro sobre la investigación. Además, le cuenta que se ha negado a firmar una declaración en la que tenía que afirmar que ella “mentía, que con partes de lo que habías oído, lo habías inventado todo”.
Acto seguido un plano cenital nos muestra a Hays, anciano, levantándose de la cama. Mientras recoge las pruebas del caso, lanza al suelo el libro de Amelia, motivo de discordia perpetua entre ambos. Lo hojea. La información extraída se convierte en proyección mental -ya hemos visto varias a lo largo de la temporada, fruto de la inestabilidad psicológica que padece el personaje- y en la construcción de un nuevo relato, un relato sanador que nos entregue el final feliz que estamos deseando tanto como el propio Hays (alguien que quiere que su trabajo no haya sido en balde, que necesita saber que no está persiguiendo una sombra). Y Amelia (escritora como Pizzolatto), nos cuenta esa historia: “una historia que sigue y sigue hasta sanarse a sí misma” (¿no se nos está hablando, acaso, de la ficción seriada?). Esa narración extraordinaria, armada a partir de indicios sacados del caso (“con partes de lo que habías oído, lo habías inventado todo”), pero existente solo en la mente de Hays (lo que vemos no son flashbacks sino suposiciones imaginadas a partir de inferencias), trata de inscribirse en el orden de lo real, de abandonar su esencia ficcional para ‘convertirse’ en un hecho. En el fondo, Pizzolatto invierte la lógica de la non-fiction novel. Si en A sangre fría (obra citada en esta T3), Truman Capote daba forma literaria a los asesinatos cometidos por Dick Hickock y Perry Edward Smith, en este giro final, el escritor de Louisana parte de una ficción para construir una realidad. Aquí, de lo que estamos más cerca es del descubrimiento de la antigua Troya por parte de Heinrich Schliemann, que se convenció de la existencia de la mítica ciudad tras la lectura de La Ilíada de Homero.
Solo que aquí -no lo olvidemos- nuestro protagonista tiene Alzheimer, así que cuando intenta comprobar si, realmente, sus presentimientos participan de la realidad, olvida su propósito. Llega a su (presunto) destino, pero no sabe porqué ha ido hasta allí. Así que cuando habla con la (supuesta) Julie Purcell para decirle que se ha perdido y que le diga en qué dirección se encuentra para que su hijo dé con él, el espectador cree que, efectivamente, aunque Hays no sepa con quien está hablando, la niña perdida ha sido encontrada: nuestra conciencia está tranquila. El problema está en que el rostro que asociamos al de Julie Purcell no existe. La única vez que la hemos visto como adulta ha sido a través de la mente de Wayne, así que, a pesar de que algunas pistas nos inviten a pensar que, aun sin saberlo, el expolicía ha dado finalmente con ella, no tenemos la seguridad total de que así sea. Como en 1980 y en 1990, hay, de nuevo, un cierre en falso. Por eso, de todas las cosas que he leído a lo largo de la semana a propósito de esta tercera temporada de True Detective, la aportación más decisiva es la del profesor de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra, Alberto Nahum García, que señala que, si de algo habla esta T3, es de la imposibilidad misma del relato: el caso, en realidad, nunca se resuelve; Amelia no solo no consigue escribir la secuela del libro, es el único personaje del que desconocemos su final; el reportaje televisivo también queda inconcluso y, para más inri, el caso termina por no ser lo que parece (una red de pedofilia que secuestra niños) sino algo mucho menos escabroso (una enfermiza búsqueda de afecto). Quizá estemos, incluso, ante una reflexión de orden metalingüístico, relacionada con el auge de la ficción serial televisiva: historias que continúan y continúan, no se sabe si hasta sanarse a sí mismas, pero si prolongándose en busca de una solución gratificante que, probablemente, nunca llegue (también, como apunta Nahum García, se establece un discurso en torno a otro género con el que la serie está directamente relacionada: el true crime).
Sin embargo, ese juego que podríamos llamar ¿qué historias podemos contar hoy? no acaba aquí. La trama principal termina -el hijo de Hays guarda el papel con la dirección de la (posible) Lucy, como insistiendo en esa necesidad de continuidad a la que hacíamos referencia- y el viejo policía disfruta junto a los suyos sentado en el porche de la casa familiar. Dos niños montados en bicicleta pasan frente a él y esa imagen rima con el inicio de la temporada. Súbitamente, un travelling hacia adelante nos mete, a través del ojo de Hays, en su mente, y recuperamos la secuencia en la que se reconcilia con Amelia. Hasta ese momento, la serie había jugado con la superposición de los rostros y de los cuerpos para marcar las transiciones entre una época y otra, insistiendo en que la desaparición de la niña era como una herida intemporal que no podía cerrarse y que aparecía una y otra vez, en los ochenta, en los noventa, ahora. Esos encadenados sencillos nos remitían siempre al origen del trauma que marca la vida de Wayne Hays (y también, aunque en menor medida, de Roland West), de su mujer y de sus hijos (el caso contamina tanto su existencia que llega a pronunciar la temible frase: “yo no merezco tener una familia”).
Ahora bien, aquí el paso de una época a otra es diferente y vuelve a situarnos en un contexto ambiguo. La marca visual elegida para introducirnos en esa secuencia de reconciliación es, como ya hemos dicho, un travelling hacia adelante que nos coloca dentro del cerebro de Hays: observamos su recuerdo o, mejor dicho, la percepción que él tiene de ese recuerdo. Para entendernos: tenemos que distinguir entre las transiciones establecidas por el narrador omnisciente que conduce el relato (la mayoría) y entre aquellas que forman parte de los recuerdos/anhelos del Hays. Volvamos ahora a la imagen que encabeza este epígrafe y que no es otra que el final de ese recuerdo: Wayne y Amelia, juntos de nuevo, abren la puerta del bar y una luz blanca lo inunda todo; el realismo de la secuencia queda anulado por esa mancha nívea que vincula la luz al reinicio de la relación, una halo de esperanza entre tanta negrura, el poder de esa narrativa desestructurada para entregarnos una imagen que nos proporcione consuelo, el final lineal enfrentándose al final cronológico de la historia (la ruptura posterior, la disolución de la familia, etc.). El problema es que después de esta secuencia llega esto…
Las últimas imágenes de la nueva True Detective nos sitúan en la selva vietnamita y nos devuelven a aquella guerra en la que Hays ejerció como rastreador. Tras un primer plano de su rostro, le veremos adentrarse en la jungla, desaparecer entre la frondosidad: Vietnam como metáfora pura sobre el origen de una conducta obsesiva en la que la búsqueda incesante adopta una forma espiral, un torbellino que devora todo cuanto cae en su vórtice y que termina arrasando una vida a la que solo le quedan la soledad y el odio.
Después de la clausura amable que Pizzolatto proponía justo en el plano anterior, una composición oscura nos envenena con el desasosiego que ha infectado toda la temporada. Aquella batalla entre la luz y las sombras de la que hablaba Rusty Cole (Matthew McConaughey) en la T1, aquí se dirime en términos narrativos: la contundencia y la limpidez del policíaco clásico frente a la ambigüedad propia de la contemporaneidad (léanse el Carvalho resucitado por Carlos Zanón). Ahora, los detectives como Wayne Hays no solo llegan 35 años tarde a resolver los casos; sino que además de llegar tarde, llegan mal, como si fueran defensas centrales viejos que lo mismo barren un balón que siegan una pierna, causando dolores irreparables. Sucede que, por si no fuera suficiente con llegar tarde y mal, en esta T3 de True Detective, no se llega nunca al final. Julie Purcell solo es un fantasma. Como mi concisión.