Esta entrada también se podría haber llamado ‘El animal en el zoo’. El titular zoológico aludiría, por un parte, a la tan famosa como anónima descripción que no se sabe bien quien le otorgó a Ava Gardner (Grabtown, 1922) y, por otra, a una de las muchas decisiones entre astutas e inteligentes, incluidas en la puesta en escena firmada por Paco León y Anna R. Costa para esta su Arde Madrid. Me refiero, claro está, a la idea de encierro que domina la composición de la gran mayoría de los encuadres, como si el espíritu de la dictadura del general Franco guiara el emplazamiento de la cámara para mostrarnos un brillante ejemplo de autarquía visual.
Disculpen que haya entrado así, tan en seco como un dry martini a las nueve de la mañana. Dejen que la ginebra y el Noilly Prat se balanceen un rato en su estómago mientras les cuento de qué va la última producción de Movistar + estrenada ayer mismo y resucito el vaso mezclador para preparar la segunda andanada. En ocho episodios de media hora cada uno que se beben con los ojos como una caja de quintos fríos, Arde Madrid utiliza como pretexto una parte de la estancia de Ava Gardner (Debi Mazar) en España -estamos en 1961- para diseñar una comedia en la que el enredo, la crítica de costumbres y la liberación sexual van de la mano.
Los guionistas -A León y Costa hay que sumar a Fernando Pérez- apagan los focos y encienden la lamparilla de la mesita de noche de ese falso e inopinado matrimonio formado por una chacha, que en realidad es una espía de la Sección Femenina enviada a casa de la diva hollywoodiense para alertar sobre cualquier infiltración comunista, y un vivales metido a chófer, licenciado en matemática estraperlista, contrabandista real y sentimental. A ellos dos -o sea, a Ana Mari (Inma Cuesta) y a Manolo (Paco León)- se les une Pilar (Ana Castillo), segunda de abordo en esta compañía del ejército regular del servicio doméstico y esgrimista de plumero.
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Los acontecimientos que, en aquel año, jalonaron la vida de la actriz norteamericana, puntúan un relato en el que la cara B de la historia y la crónica rosa se hilvanan con la fabulación. A saber, el bautizo de Antonio Flores, al que Gardner acudió dada su amistad con Lola Flores; la noticia de la muerte de Ernest Hemingway, padre intelectual de la actriz, que alcanzó el estrellato gracias a la adaptación de The Killers, un breve relato del escritor de Oak Park que dirigió Robert Siodmak en 1946; y la firma del contrato (y la fiesta posterior) que la convertiría en la protagonista de 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963), película que se estrenaría dos años después no sin numerosos incidentes, producida por Samuel Bronston, propietario de un imperio que obtenía pingües beneficios en España gracias a los bajos sueldos de los operarios, las ventajas fiscales auspiciadas por el régimen o la ausencia de problemas laborales merced al férreo control del llamado sindicato vertical (por no hablar de las horas diarias de luz natural).
Así, hechos reales como los arriba mencionados u otros como la difícil convivencia de Ava con sus ilustres vecinos -el expresidente de la República Argentina, Juan Domingo Perón, y su tercera esposa, Isabelita- o la vida disoluta marcada por las fiestas continuas y los excesos, sirven de apoyo a una trama de ficción centrada, principalmente, en el servicio (como Arriba y Abajo o Downton Abbey, pero en versión horizontal). Estamos pues, ante una comedia de despensa y no de salón. A las labores de vigilancia que debe cumplir Ana Mari, se suman los trapicheos de Manolo que hallan su punto álgido en la venta/timo de un collar de ‘la señora’. Con todo, lo menos importante son esas tramas vodevilescas, interesan mucho más las fricciones contextuales que surgen de la mezcla entre la estrella y los que la sirven.
Paco León ha demostrado sobradamente ser un realizador avispado. Aquí vuelve a dar muestras de una astucia que se intuye instintiva pero que sabe traducir en imágenes. En primer lugar, hay un contraste entre la fidedigna reproducción de interiores y ambientes obra de los diseñadores de producción y de vestuario, y la abstracción propia del blanco y negro de la fotografía a cargo de Pau Esteve Birba (sí, el de La Peste). De ese modo, el realismo de los decorados y de los vestidos queda matizado por una luz casi evanescente, como si todo fuera una ensoñación: lo real y lo ficticio se mezclan hasta formar un todo brumoso, como si a las imágenes se les hubieran subido los vapores alcohólicos de las noches y noches de farra. Pese a ese tono, no estamos ante una serie nostálgica. Es como mirar por el ojo de la cerradura la rebotica del glamour. Es ver a Ava Gardner meando detrás de un coche, a uno de sus amantes derrumbado en la cama con su prominente escroto asomándole entre las piernas; es antes una resaca espantosa de rondas y rondas de Licor 43 con Cholek que una gloriosa borrachera a base de Bollinger R.D.
Un tipo listo
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Rodar hoy el Madrid de los 60 no es sencillo ni barato. De ahí que, cuando hay que salir a la calle, León juegue hábilmente con el foco y difumine un paisaje que necesitaría una inversión en efectos digitales mayor que la de los gastos en bebida del matrimonio Gardner-Sinatra (del que se había separado cuatro años antes de los eventos relatados por Arde Madrid y cuyas disputas fueron uno de los motivos que trajeron a Ava a España: se mudó a Madrid en el 53, primero al Castellana Hilton y después al chalé Las Brujas en La Moraleja; más tarde compraría la casa de la calle Doctor Arce en la que se desarrolla la serie. Para más información sobre la vida y milagros de la ‘Sinfín’, como la llamaba Lola Flores, léanse Beberse la vida, los años de Ava Gardner en España, de Marcos Ordóñez, aquí el primer capítulo para que el paladar les salive como si se acabaran de tomar un Old Fashioned. También pueden ver el documental La noche que no acaba de Isaki Lacuesta, relacionado a su vez con el libro de Ordóñez).
De todos modos, el mayor hallazgo de Arde Madrid está en los ojos del propio Paco León (y volvemos al principio). Juega con la arquitectura interior del casoplón de la Gardner para incidir en la situación de encierro que viven unos personajes que, al contrario que su señora, no pueden hacer lo que les venga en gana. La atmósfera es opresiva, tanto como lo era la vida bajo el régimen del Caudillo (al menos para los que estaban abajo o habían sido del otro bando). La presencia de la actriz es la espoleta que todo lo hace estallar. El aperturismo del régimen, iniciado en el 53 con el permiso del Tío Sam, está en pleno apogeo. Su estatus de estrella, su amistad con Frank Ryan, jefe de los servicios de inteligencia estadounidenses en España, y la ausencia de fiscalización mediática (la censura es lo que tenía), hicieron que la protagonista de La condesa descalza encontrara en Madrid el hábitat ideal para desplegar toda su personalidad. Se comportaba libremente, sin complejos, tenía una destilería en el hígado, un arma de repetición entre las piernas y poco sueño. Ese comportamiento, como el de una pantera que se mueve libremente por un zoo en el que resto de animales no puede salir de su jaula, choca radicalmente con las creencias de su sirvienta/espía: ahí está la gracia. Una chica del servicio que es casi una metáfora del país: va más lenta que el resto (es coja), es siesa y ha sido educada para servir a un hombre (bajo, calvo y con bigote, a poder ser).
Una Inma Cuesta excepcional, la mejor del elenco, con un control del gesto y de la mirada subyugantes -esa sonrisa ladeada después de calificar un polvo de ‘curioso’ en el capítulo sexto- da vida a Ana Mari, el personaje clave de Arde Madrid. Su liberación se produce cuando asume que su señora no se comporta mal, no es indecente, sino que se conduce como quiere, sin que nadie le diga ni cómo ni dónde, ni cuándo ni con quién. Esa libertad que tanto ella como Pilar aprenden, León la lleva a un terreno que domina como pocos: el sexual (y sí, hay mucho de Kiki, el amor se hace en esta serie: la parafilia que encarna Manuel Manquiña se lleva la palma twice). El volcánico despertar sexual de Ana Mari proporciona, además de unas cuantas carcajadas, brillantes secuencias de montaje relacionadas siempre con la cruz (la iglesia) y un retrato de Franco. Ese lucido y elocuente juego simbólico tiene más interés que un monólogo final tan militante (y cierto) como poco sutil y quizá sobrado de palabras. Sea como fuere, que en 2018 sigan siendo irreverentes esos collages que impugnan la represión (sexual y política) impuesta por la iglesia católica y por el franquismo, me parece digno de estudio (para un psicoanalista licenciado en políticas). Es ahí, más que en la crítica simplona de la Sección Femenina o en los instantes consagrados a las grandes frases (“la castración del deseo es indecente”, dice Ava), cuando el fuego de Arde Madrid brilla: Ana Mari contándole a su tía (Julieta Serrano) que ha roto a follar y su imagen, triplicada por los espejos de la tienda de Loewe (una mujer rota en el mejor sentido de la palabra, que se ha dado cuenta de que tiene más caras de las que le habían hecho creer). Lo mismo sucede con Pilar, su embarazo, las posibles soluciones que se le plantean -incluida la venta del niño a un matrimonio muy católico… y muy gay (ahí lo dejo)- y la que, sugerida por su señora, que usa DIU, adopta.
Sorprende, pues, que la elegancia visual con la que León se maneja -ese plano del cielo madrileño que aparece cuando los personajes ya se han soltado de parte de sus ataduras, un plano que permite que la propia serie respire- no encuentre equivalente en determinadas descripciones. Me refiero, concretamente, a los gitanos que aparecen en la serie, tan habituales en los saraos de Ava Gardner, cuya fascinación por el flamenco y los toros (y los practicantes de ambas disciplinas) era ampliamente conocida. La visión del colectivo no se aparta ni un ápice del tópico -juerguistas, desconfiados y ladrones- ni parece haber espacio para que se filtre matiz alguno. Ellas, pillas y descaradas desde pequeñas; de armas tomar y tan rencorosas como finalmente abnegadas en el matrimonio, de mayores. Ellos, chanchulleros, violentos cuando es menester y muy amigos de los amigos, pero siempre pidiendo algo a cambio: favor con favor se paga. Para quien esto suscribe, ahí está el mayor problema de la serie, en esa fidedigna reproducción del tópico.
Debi Mazar
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Cuando la vi aparecer dije: “es un error de casting descomunal”. Debi Mazar tiene más años, más kilos y menos centímetros de los que tenía Ava Gardner en el 61 (38 años para 39; Mazar tiene 54). Es cierto que algunos de sus rasgos faciales recuerdan a la actriz de Carolina del Norte, pero la mitomanía es sagrada y yo no veía por ninguna parte esa gracilidad en el movimiento que, de un momento a otro, podía adquirir furia de huracán. Esto, claro está, no es culpa de Debi Mazar, que completa una actuación notabilísima, sino de la fotogenia. Pero, he de decir que, trasegados los ocho chupitos seriales y reconfortada la mente como un estómago agradecido al que un buen orujo le enciende el brasero para aliviarle la digestión, la Ava ‘mazariana’ me convenció. Y lo hizo, seguramente, por aquella mezcla a la que párrafos atrás aludía y que busca, no tanto reproducir lo que fue tal y como fue, sino empaparse de aquel espíritu para decir la suya. Y Debi Mazar, que se deja la piel, los pulmones y el hígado, fuma con estilo, bebe como Richard Harris, Richard Burton y Peter O’Toole de juerga un sábado por la noche y juega tan espontáneamente con el idioma que resulta imposible no creérsela. Termino el post contento, sin citar el anónimo de cariz darwiniano que decía que Ava Gardner era el animal más bello del mundo, porque de haberlo hecho me hubiera obligado a titular de la otra manera y no como lo hecho, haciendo referencia a un grito y a una división de la que parece que no quieran que escapemos. Cuando España está tan arriba, algunos pierden las ganas de alcanzarla.