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Octubre de 1765. En su casa-castillo de Ferney, en la frontera franco-suiza, Voltaire (1694-1778) recibe la inesperada visita de su oscilante amigo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El autor de Cándido (1759) no tiene ninguna gana de ver al autor de El contrato social (1762), pero el ginebrino pisa ya las alfombras de sus salones.
El encontronazo dialéctico que se avecina entre los dos viejos colegas ilustrados y enciclopedistas –ahora alejados y hostiles entre sí- está motivado por la perentoria necesidad de Rousseau de averiguar quién es el autor de un panfleto anónimo, de apenas ocho páginas, titulado Sentimiento de los ciudadanos, en el que su figura es sometida a escarnio, vejación e injuria, notablemente por imputársele en él haber abandonado en el hospicio a los cinco hijos habidos con Thérèse Levasseur. Rousseau dice sospechar del teólogo y pastor protestante Jacob Vernes, como autor del infundio, pero pronto se verá que sus cavilaciones se ciernen, con buen ojo, sobre Voltaire.
La indagación sobre la autoría del libelo es el fino hilo de la ligera trama que va a desarrollarse en Ferney. El choque de trenes entre los dos colosos es el verdadero argumento de Voltaire/Rousseau. La disputa, obra teatral del francés Jean-François Prévand.
Pudimos ver a comienzos de este año la representación de esta función en el Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional). Ahora mismo, y dado su éxito, se está representando de nuevo en el Teatro Cofidis Alcázar de Madrid. Dramaturgia, dirección y espacio escénico corren a cargo de Josep Maria Flotats, que interpreta a Voltaire y se confronta con Pere Ponce en el papel de Rousseau.
Pero el motivo principal de estas líneas es saludar la aparición del texto en Editorial Milenio, que viene publicando otras obras abordadas por Flotats y su compañía Taller 75. La colección, dirigida por el propio Flotats, incluye ya una veintena de títulos. Mauro Armiño, traductor de la pieza de Prévand, se ha ocupado de la edición, que consta, además, de un prólogo del dramaturgo francés, un pliego de fotografías en color del montaje, resúmenes curriculares de sus responsables, críticas y comentarios.
El visitante trae cardos para su forzado anfitrión y, apenas iniciado el encuentro, vuelan los cuchillos. El primer y breve escarceo tiene como motivo la existencia de Dios –de la que Voltaire duda- y de su providencial tutela, prístinas realidades para Rousseau.
A partir de ahí, y con la guadianesca presencia del dichoso asunto de la autoría del panfleto contra Rousseau, el enfrentamiento, que adquiere el carácter de una suerte de comedia de ideas, da pábulo al repaso de otras muchas cuestiones enjundiosas: la utilidad de la cultura como instrumento liberador y civilizador, la noción rousseauniana del hombre como originario e inocente “buen salvaje”, las bondades o maldades del teatro, el valor de la política y de la filosofía, el fanatismo y la tolerancia, el saber y la ignorancia, la educación, la religión y la ciencia, las diferencias y parecidos entre la especie humana y los animales, el problema de la responsabilidad e, incluso, la propiedad privada…
Como cabe deducir, no es posible tratar en profundidad tan peliagudas cuestiones, pero lo que Prévand ofrece al espectador y al lector –al modo de Jean-Claude Brisville en La cena y El encuentro de Descartes con Pascal joven, obras también montadas y publicadas por Flotats- es, mediante la controversia entre dos antagonista de altura, un muestrario de temas, ideas sugerencias que complacen, divierten y llevan a la reflexión del público ilustrado.
La técnica de esta cocina requiere, para completar y dar más sabor al plato, la inclusión llevadera de informaciones y datos sobre la vida y la obra de los contendientes y la comparecencia por alusiones de otras relevantes personalidades: Diderot, Hume, Molière y otros, en este caso.
¿Hay algo o mucho de fórmula y de receta en esta clase de, digamos, teatro culto que apela al nivel cultural del público para, entre otras cosas, halagar su autoestima, esto es, su satisfacción por estar a la altura de las cuestiones contempladas? Desde luego que sí. Pero, por supuesto, no bastan la fórmula y la receta sino que es preciso acertar en el cocinado, elegir bien los ingredientes, no errar en la proporción, ni en la combinación, ni en la medida.
Está claro que Prévand acierta. También con el ritmo y la sucesión de los conflictos que, a falta de un conflicto central, de neta esencial teatral, es un conflicto de conflictos, de los temas conflictivos e interesantes que los oponentes despachan sobre la escena y sobre la página.
Prévand –que interpretó a su Rousseau sobre las tablas-, reconoce en su preámbulo ser un volteriano y que se lanzó a la escritura con un prejuicio favorable hacia Voltaire. Afirma, a continuación, que, sin embargo, Rousseau ha llegado a conmoverle. ¿Gozan los dos personajes de las mismas bazas para obtener la simpatía y el aprecio de espectadores y lectores?
Cualquiera diría, creo, que Prévand da más recursos a un pletórico Voltaire, cuyos ataques y réplicas están ungidos por el don del ingenio y de la inteligencia fulgurantes. Rousseau –confuso y afligido, ridículo con su traje armenio y su incontinencia uretral- parece estar a la defensiva, como gato panza arriba, condenado a justificarse y a explicarse desde los estragos que las sarcásticas, implacables e irónicas acometidas de Voltaire le infligen. Voltaire, además, hurga en sus contradicciones y en su erratismo. Rousseau debe defenderse, aclarar, responder a los mandobles (y a los insultos) de su rival, que se mofa de él llamándole Doctor Sabelotodo. Y sólo a veces su defensa es un buen ataque.
En un momento del rifirrafe, Rousseau, que llega a gritar “¡viva la ignorancia!”, afirma encendido: “¡La reflexión sólo sirve para hacer al hombre desgraciado sin volverlo más virtuoso! ¡Todo hombre que piensa se hace daño a sí mismo antes de hacérselo a los demás! ¡Y todo hombre que reflexiona no es más que un animal depravado!”
La idea es provocadora: la reflexión como perversión de ese animal que es el hombre. Y tiene su gracia escucharlo o leerlo en una obra que incita a la reflexión, que convierte en espectáculo y en entretenimiento los materiales de reflexión más conspicuos.