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Ninguna otra serie española levanta tanta controversia como el Ministerio del Tiempo (MdT de aquí en adelante). La trifulca está servida casi sin importar qué tipo de aproximación se plantee. Los guionistas licenciados en lógica o en física cuántica discutirán sus devaneos temporales; los adalides de la mercadotecnia penalizarán sus ¿bajas? audiencias; los catedráticos de historia o de literatura no perdonarán su acercamiento a figuras como Alfonso XII o Lope de Vega y las corrientes feministas arremeterán contra la escasa aparición de mujeres en la forja de la Historia de España. Y es que, tras la emisión de cada uno de los seis capítulos que han compuesto la primera mitad de la tercera temporada -volverá tras el verano con otra tanda de siete- las redes sociales han escenificado la lucha entre detractores y ministéricos, con el showrunner Javier Olivares tratando de taponar innumerables vías de agua con solo dos manos y dos pies. Más allá de esa polémica, tan reveladora como absurda, lo que es evidente es que, sin Julieta, no habría peleas entre Montescos y Capuletos. Bien, mal o peor, del MdT se habla. Y mucho.
Tal vez sea porque estamos ante una serie multiusos. Sirve, en primer lugar, para determinar que el mecanismo de medición de audiencias utilizado en este país no sirve para cuantificar ni los espectadores ni el impacto real de la producción de Televisión Española (cabe no olvidar que Netflix, que tiene en su catálogo las dos primeras temporadas, ha entrado a formar parte de ella). No se tienen en cuenta, por ejemplo, ni los visionados en diferido ni las reproducciones a través de la web del ente radiotelevisivo (o de otras plataformas). La repercusión en redes, el fenómeno fan (busquen cuántos libros sobre MdT hay editados) y la brillante estrategia transmedia desarrollada por su equipo creativo, indican que su impacto va más allá de ese 10% de media de share que cosecha cada semana (1,5 millones de espectadores, aproximadamente). Que una serie sea trending topic mundial tras la emisión de cada capítulo y que jamás sea líder de audiencia debería hacernos pensar que los hábitos de consumo están cambiando. Pero ya saben que pensar cuesta.
Alejándonos de las cuestiones cuantitativas, que no son el objeto principal de este blog, y centrándonos en su construcción, que es de lo que se trata, cabe convenir que la tercera es la más sólida de las tres entregas del MdT. La serie ha ganado empaque y musculatura técnica: la secuencia bélica que abre la temporada, la escena de acción en la que Pacino (Hugo Silva) da muerte a un agente de ‘El ángel exterminador’ rodada por Oskar Santos en el episodio 3.05, los juegos con la animación, el tratamiento pictórico de algunos encuadres (la firma del tratado de paz anglo-español también en el 3.05) o la verosimilitud visual que desprende la reconstrucción de cada escenario, gracias a un acertadísimo diseño de producción y al tino a la hora de seleccionar las localizaciones, así lo demuestran. Ya no estamos aquí frente a intentos tan voluntariosos como desangelados del calibre de Hispania, la leyenda (Natxo López, 2010-2012) o ante genocidios de postproducción como el de Las aventuras del capitán Alatriste (José Manuel Lorenzo, 2015): la supervisión técnica de Marc Vigil, culpable del look uniforme de una serie tan cambiante como esta, y la inclusión de directores tan contrastados como Koldo Serra o Jorge Dorado, denotan la existencia de una idea de conjunto que desemboca en la creación de una idiosincrasia visual intransferible.
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Probablemente, la frase que mejor describe el momento por el que atraviesa el MdT la pronuncia Salvador Martí (Jaime Blanch) en el tercer episodio: “hay que trabajar a favor del sistema sin dejar de ser crítico con él”. Y es que el MdT abre una corriente que podríamos denominar como didacticismo crítico, puesto que su aproximación a personajes y hechos históricos no elude su cuestionamiento. No se trata, pues, de un laudatorio de la Historia de España sino de poner en duda según qué actuaciones; actuaciones que, curiosamente, acaban encontrando su eco en el presente.
La visita de Hitchock al festival de San Sebastián, la operación ‘Mincemeat’, la estancia de Gustavo Adolfo Bécquer en el monasterio de Veruela, Goya y la maja desnuda, la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega durante la firma del tratado de paz entre España e Inglaterra en 1605 o las conspiraciones para acabar con la vida de Alfonso XII son utilizados para denunciar la corrupción endémica del estado (el Duque de Lerma) pero también para valorar sus bondades (la sanidad pública), para poner sobre el tapete temas espinosos como el contrabando de esclavos vinculado a la figura del Marqués de Comillas o el dudoso papel que jugó España en América apelando a la figura de Simón Bolívar. Se podría decir que el MdT aplica una moral propia a las vicisitudes que aborda y eso la coloca en una situación tan incómoda como insusual que acaba por provocar incendiadas reacciones cuando se la observa desde un extremo. Imaginemos, por ejemplo, a alguien que pida justicia para todas las víctimas del terrorismo por igual (las que yacen en las fosas comunes, las de ETA, los asesinados por comandos paramilitares de corte fascista) y, tal vez, seamos capaces de ponernos en el lugar de una serie mucho más compleja de lo que parece.
Y todo esto sucede sin que MdT pierda las señas de identidad que la caracterizan: el manejo de referencias cinéfilas y seriéfilas -de todo el universo de Hitchcock a El hombre que nunca existió (Ronald Neame, 1956) pasando por Indiana Jones y el templo maldito (Steven Spielberg, 1984), The Wicker Man (Robin Hardy, 1973) o Doctor Who – el sentido del humor autoconsciente y descreído que surge de la colisión entre personajes de épocas distintas, la dignificación de la cultura popular y su sana y necesaria convivencia con la ‘alta’ cultura, el alto grado de acierto en el casting (Pedro Casablanc, Chete Lera, José Ángel Égido, Miryam Gallego, Elena Rivera,…) y, sobre todo, su propósito de hacer saltar, desde la televisión pública, la chispa del interés por la historia de un país que, de tantas veces como tropieza con la misma piedra, parece tener el perfil de un despeñadero. Todo ello sin olvidar las reflexiones sobre el propio medio (arte vs. entretenimiento) e incluso sobre cuestiones ligadas a la propiedad intelectual y a las eventualidades que han afectado a la propia serie (“ninguna idea es original, bueno, alguna más que otra” dice Pacino en lo que es una clara alusión a Timeless disfrazada de guiño a Regreso al futuro).
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Cierto es que el MdT no se libra de ciertos desajustes: las paradojas temporales exigen diálogos explicativos (v.g. el reclutamiento de la nueva, y holmesiana, Lola Mendieta), los arcos dramáticos de determinados personajes son excesivamente difusos y parecen utilizarse a conveniencia, lo que genera cierto desapego emocional con respecto a algunos de ellos (p.e. Elena), la marcha de actores clave no siempre se ha salvado con la misma eficacia -nada tiene que ver la preparación del ¿hasta luego? de Amelia Folch (Aura Garrido) con el repentino adiós de Julián Martínez (Rodolfo Sancho)… Con todo, hay que tener en cuenta que luchar cada semana contra esa insensatez impuesta por el sistema en forma de episodio de 70 minutos invita a la repetición y la elongación de tramas y lugares comunes, algo de lo que la serie trata de huir, aunque no siempre lo logra (esas reuniones de despacho). Hay quienes le achacan su escaso interés por los personajes históricos femeninos, buscando hurgar en la llaga desde la crítica de género. Los personajes de Amelia e Irene Larra (Cayetana Guillén Cuervo) desmontan cualquier lectura de corte antifeminista, reivindican una mujer activa, más inteligente que sus compañeros (puede que en el caso de Amelia sus sabiduría sea, más bien, sabiondez), sexualmente libre y contestaría ya sea en la actualidad o en cualquier otro tiempo: “hemos venido a 1982 o al pleistoceno” espeta Larra en el episodio quinto.
Con todo, a medida que avanza, el MdT va ganando en complejidad, hasta el punto de empezar a cuestionar su propia lógica, una lógica que quién esto suscribe no comparte desde los inicios: un Ministerio que vela porque la historia no cambie… en un país que vivió 40 años de dictadura (pero claro, esa sería la serie que yo hubiera querido hacer, y no la que idearon los hermanos Olivares, así que juguemos con sus cartas). Como nos enseñó Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985), la intervención sobre el tiempo genera alteraciones. Los personajes del MdT se dan cuenta de que, aun tratando de preservar la Historia, sus actuaciones en el pasado generan cambios en el presente. Así que, si, indefectiblemente, las intromisiones en el pretérito cambiarán el hoy, ¿por qué no cambiarlo radicalmente? Esa es la apuesta de la serie. Y recuerden que Olivares y los suyos puede que pierdan, pero como el Atleti del Cholo, juegan para ganar. Hay sobrados ejemplos de ello, como por ejemplo los cambios de género de un capítulo a otro o incluso durante el transcurso de un mismo episodio: en ‘Tiempo de esclavos’ (3.06) se pasa del whodunit al cine colonial y de ahí al thriller conspiranoico para terminar afrontando las paradojas propias de la ciencia-ficción basada en los viajes temporales. Una mutabilidad genérica que denota voluntad de transgresión, de arrasar con las convenciones, de (con)vencer aunque antes haya que llorar unas cuantas derrotas. Recuerden, vuelve tras el verano. Stay tuned.