Lucia Moholy y los ángulos complejos
Cien años después
10 junio, 2016 02:00Detalle de Autorretrato de Lucia Moholy, 1930. Foto: Bauhaus-Archiv Berlín
A menos que sean especialistas en fotografía, muy pocas veces habrán oído el nombre de Lucia Moholy (1894-1985). Estudió historia del arte y filosofía en Praga, donde pronto desarrolló un gran interés por la foto. Escritora de vocación, se convirtió en poco tiempo en editora y fotógrafa de talento; una mujer de incalculable ayuda de László Moholy-Nagy, con el que se casó en 1921 y se divorció en 1928, los mismos años en los que se fraguó su amistad con Walter Gropius y su gran aventura en la Bauhaus. De hecho, se la conoce como la fotógrafa de la mítica escuela alemana, y ciertamente, muchos de sus protagonistas son estudiantes y profesores de la Bauhaus como Klee y Kandinsky, de los edificios diseñados por Gropius en Dessau y de la artesanía derivada de dicha institución: del servicio de té de Marianne Brandt a la mítica Table Lamp de K. Jucker y W. Wagenfeld. Fueron fotos que en un principio se utilizaron para prensa y publicaciones de la escuela, pero que dieron un salto cualitativo en 1939, cuando Lucia Moholy publicó A Hundred Years of Photography, una publicación mítica hoy a la que parece rendir homenaje esta pequeña pero estupenda exposición con el título: Cien años después.Lucia Moholy hizo una labor de documentación fundamental en la Bauhaus, sí, pero hay mucho tras esa etiqueta de reportera. En aquellos años 20, en una Alemania cansada del expresionismo que apostaba por la Nueva Objetividad y una fotografía nítida y documental, sin contaminación de otras disciplinas, Lucia Moholy intentó formular otra teoría que aceptara las nuevas reivindicaciones sobre "lo real" pero que rechazara limitarse sólo a estos efectos, es decir, a los poderes de la fotografía convencional pictorialista. Lo que buscaba era una exaltación de lo cotidiano, hallar en el devenir diario algo digno de elogio, donde lo accidental fuese el motor y la finalidad misma de la obra de arte. Las que más se ajustan a ese enfoque son sus fotos menos conocidas, pero sin duda las mejores, que encontramos aquí en el retrato de Edith Tschichold (1926), cabizbaja y pensativa o en las manos robustas de Clara Zetkin (1930), que tan importantes han sido, después, para la Historia.
El suyo fue un discreto manifiesto de ruptura con el lenguaje clásico, una pequeña revolución para la que apostó por los primerísimos planos y los ángulos complejos, por la abstracción y las distorsiones ópticas. Imágenes que huyen de lo común que merecen una pausada visita.
@bea_espejo