Todas las miradas de Antonio Saura
Metamorfosis, 1985. Óleo sobre tela, 202 x 373,5
Es raro ir a una exposición a mirar y encontrarse mirado, observado, vigilado desde todas partes, desde cada pared. Se ha dicho que la obra entera de Saura se reduce a la exploración del rostro, pero sería más exacto decir que su gran obsesión es la mirada que el cuadro nos devuelve. Toda la "crueldad" de esa mirada está en esta exposición, que contiene los grandes temas del pintor, exceptuando las "Crucifixiones", expuestas recientemente en el Museo de Estrasburgo. Su comisario, Emmanuel Guigon, que fue amigo íntimo de Saura y conoce su obra desde dentro, ha reunido aquí las tempranas Damas, los Retratos imaginarios y Sudarios, la serie del "perro de Goya" y las Multitudes. La exposición recorre además una amplia variedad de formatos y técnicas; grandes telas y pequeños papeles, óleos, collages y apuntes a rotulador, desde los años cincuenta hasta lo último que Saura pintó pocos meses antes de su muerte. Muchas son piezas inéditas, procedentes del legado del pintor. La obra pictórica se completa con vitrinas dedicadas a los libros de Saura (desde Quevedo a Kafka, pasando por los temas eróticos) y la proyección de películas sobre el pintor.La primera sala está consagrada a las Damas, la serie más próxima al informalismo europeo y al expresionismo abstracto norteamericano, que Saura comenzó al volver a España en 1956. Son las pinturas más gestuales y más abstractas de su carrera, cercanas a Kline o a Motherwell, aunque quizá sería más relevante mencionar las Women de De Kooning, porque llevan siempre nombre de mujer y late en ellas la presencia del cuerpo deseado (Saura decía soñar con poseer, a través de la pintura, a todas las mujeres de la tierra). El motivo más constante de Saura, el rostro o la máscara, domina ya en la segunda sala de esta exposición, dedicada a sus "retratos imaginarios" y "sudarios", donde el rostro emerge frontal, como la faz de la Verónica. Con la frontalidad arcaica de los antiguos retratos cortesanos, de los iconos o de las máscaras étnicas que Saura coleccionaba (máscaras africanas, esquimales, amerindias u oceánicas). En ellos se reúne el dolor subterráneo de los autorretratos de Rembrandt con el desgarramiento trágico del Picasso de los años treinta (su Dora Maar, su Guernica, su Sueño y mentira de Franco). Igual que en los viejos apostolados, los monstruos de Saura se agrupan en grandes retablos, como los 16 sudarios (1975) o la monumental Metamorfosis de los años ochenta.
Una de las pinturas negras de Goya, el Perro semihundido, fue uno de los pretextos más persistentes de la creación de Saura. La clave de esta serie es el contrapunto entre el rostro y el espacio vacío. Igual que Bacon situaba su carne desollada en escenarios desiertos y esquemáticos, Saura explota la tensión entre la mueca del monstruo y el silencio del fondo uniforme de la pintura. Algunos de estos perros (como el de un estudio de 1987) son muy fieles al original de Goya; otras veces, el perro trepa hasta la esquina superior del cuadro. Algunos perros son tremendamente humanos y otros, una masa de carne informe cubierta de ojos, como el mítico Argos. Si el animal de Goya aparecía absorto en su lucha por sobrevivir, el de Saura se vuelve casi siempre hacia nosotros y nos mira, teatral y desafiante. En los tres grandes cuadros de esta serie reunidos aquí, el perro asoma desde detrás de una barrera, mirándonos con curiosidad o con ironía, incluso con cierta timidez, como si nosotros fuéramos el monstruo que está en la arena.
Todos los ojos, los dientes, las muecas de los retratos y los perros, se congregan en las densas multitudes de la última sala. El espectador se encuentra confrontado a una masa de espectadores que le miran: desfiles, carnavales, procesiones, manifestaciones, masas de la orgía, de la rebelión o del linchamiento. Muchedumbres que evocan las de Goya y de Ensor; a veces bajo un cielo vacío, otras veces llenando toda la tela en una composición all over al estilo de Pollock, como una colonia de infusorios vista bajo el microscopio. Multitudes cuadriculadas y multitudes fluidas, ojos sumidos en una sopa gelatinosa, en una trama de dripping, herencia de la frenética escritura automática surrealista. Masas anónimas, pero también multitudes individualizadas, tan cerca que podemos escrutar cada rostro, como en ese enorme lienzo titulado Iceberg (uno de los últimos cuadros pintados por Saura), que es todo un sistema de fisiognómica, con sus hombres-mono, sus hombres-burro, sus hombres-lobo, monstruos que nos miran hostiles, amenazadores, pero quizá también ansiosos, interrogantes, como esperando un gesto o una palabra.