Borromini y el universo barroco
Negra sensibilidad
16 enero, 2000 01:00Interior de la cúpula de San Carlo alle Quattro Fontane, Roma. 1640
"Variar para huir del aburrimiento" escribía Francesco Borromini (Bissone, 1599 - Roma, 1667) en uno de sus muchos y fascinante dibujos conservados. Huir del tedio, morir por decisión propia y ser arquitecto con el fin de no parecerse a nadie, sabiendo de antemano que inventar cosas nuevas no era, ni es, una cualidad que permitiese obtener el fruto del esfuerzo, tal vez sólo tardíamente, fueron pequeñas convicciones escritas, no deducidas, del más grande y melancólico arquitecto de la Edad Moderna, al menos en mi opinión.Decían quienes le conocieron, sus biógrafos y detractores que vestía de forma poco moderna, de negro, a la española, con rosas redondas en los zapatos. Podría hacerse una lectura española de su forma de vestir y de sus filias, aunque siempre cabe la duda, ya que se trataba de un color que admiraban también los enemigos de la monarquía hispánica. En todo caso, el propio Cesare Ripa presentaba en su Iconología de 1603 la figura de la Nobleza con paños negros, el mismo color con el que era identificada la Melancolía en el siglo XVII y el de la nocturnidad en la que trabajaba incansablemente en sus dibujos Borromini.
Un retrato anónimo presente en la exposición nos lo muestra vestido de peregrino a Santiago de Compostela. Monocromías de sus hábitos que alcanzan también a sus dibujos, una vez que ha muerto su maestro en Roma, Carlo Maderno. Es el negro del lápiz que renuncia a aguadas, tintas y colores, el que concentra toda su expresividad disciplinar, toda su concepción arquitectónica, repasando trazos, líneas, manchas, como si las cualidades del muro, del volumen, del espacio o del ornamento estuviesen encerradas detrás de cada primer trazo. Su método de trabajo, su forma de concebir y de corregir un proyecto, lo describiría muy acertadamente su amigo y mentor Virgilio Spada al escribir que Borromini buscaba siempre dentro de una cosa extraer otra y otra en la otra, sin acabar nunca.
Intensidad de arquitecto que busca lo oculto detrás de las primeras formas, detrás de lo ya dicho o construido, como arañando el dibujo, empujándolo con las manos, lo que obliga a entender el proyecto de una forma táctil, por partes, como en los capítulos de una narración. Todo comienza en los primeros "tres minutos", como acertara a llamarlos su mejor conocedor contemporáneo, J. Connors, en los que aparece la idea global sobre el papel, para luego ir excavando en el proyecto dibujado para controlarlo al final con la geometría, añadiéndole los símbolos y alegorías, pero sobre todo corrigiendo con los ojos y las manos en el proceso de construcción, como puede comprobarse en dos de sus obras maestras como son San Carlo alle Quattro Fontane y Sant´ Ivo alla Sapienza, ambas en Roma.
Proyectos de una pieza esculpidos en la luz de lugares asimétricos o dados de antemano, como en su inagotable reforma de San Giovanni in Laterano, también en Roma, construyendo una enciclopedia de posibilidades formales y constructivas, figurativas y ornamentales, con columnas ensimismadas, bisagras de la luz de las paredes y de los espacios. Y decir así la arquitectura suponía inventar nuevas palabras para hablar una lengua que se creía conocida y cuyo gran orquestador era en aquella época Gian Lorenzo Bernini. Pero frente a este último, Borromini se reconocía en una tradición distinta, hecha de pedazos, de fragmentos de erudición, de sabiduría técnica y constructiva, de espejismos lingöísticos. Una tradición que algún crítico inglés quiso identificar con el hedor de las cloacas. Una tradición en la que también se inscribieron algunos de sus más queridos antecesores, edificios o arquitectos, de Villa Adriana o la arquitectura gótica a Peruzzi, de Michelangelo a Montano, cuyos dibujos de arquitecturas constituyeron para Borromini una suerte de diccionario secreto, y también algunos de sus más directos herederos como Piranesi, cuyos proyectos para San Giovanni Laterano aparecen también y no por casualidad en la exposición romana.
Para describir esta lección de arquitectura, la muestra ofrece a la contemplación, al intelecto y a la emoción casi cinco centenares de obras, entre dibujos, maquetas, libros, objetos científicos, pinturas y retratos, incluso un hábito de trinitario descalzo. Puesta bajo la responsabilidad de C.L. Frommel y R. Büsel, esta exposición, que después viajará a Viena, es una verdadera escuela de arquitectura y de rara sensibilidad, casi negra, casi como destino para quienes quieran huir del tedio.