Rotundo, sarcástico, excesivo. Hoy, con su fallecimiento, se cierra un capítulo de la historia del arte figurativo de la modernidad y del legado visual latinoamericano. Supo reinterpretar como nadie los temas clásicos, sobre todo en escenas de la vida cotidiana, que representaba en grandes formatos, tanto pictóricos como escultóricos, desde la ética de la ligereza y de la alegría cotidiana, “El arte debería ser un oasis en el que refugiarse de la dureza de la vida” afirmó, llegando a acuñar un término propio, el “boterismo”, como un personal modo de crear imaginarios coloridos y volumétricos entre la caricatura y el lirismo, lo grotesco y lo mágico.
Luis Fernando Botero (Medellín, Colombia, 1932-Mónaco, 2023) deja un prolífico legado de siete décadas de ingente producción con más de 3.000 óleos, 300 esculturas y 12.000 dibujos que, más allá de reproducir su pasión los pintores del Quattrocento o del Barroco, como Ucello, Piero de la Francesca, Giotto, Tiziano o el pintor con quien siempre se le ha comparado, Rubens, por su similitud formal en su pintura de cuerpos voluptuosos —“Soy el pintor del volumen, no de las gordas” solía decir—, también supone la réplica latinoamericana al expresionismo ácido de George Grosz, desarrollando un intrincado juego de referentes metapictóricos más allá de la simplicidad con la que siempre se le suele asociar.
Desde la quieta y suntuosa abundancia, como afirmó Mario Vargas Llosa, con quien tantas veces ha colaborado y con quien compartía un profundo amor por la tauromaquia que también reflejó en sus pinturas, desarrolla una gran popularidad y una meteórica carrera internacional asociada al boom latinoamericano que ha batido récords de venta en las subastas internacionales.
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“Si de algo estoy feliz es de haber vivido siempre de la pintura, incluso muy pobremente en mis primeras épocas, en Nueva York, cuando vendía dibujos a 10 dólares”. Botero ha sido el escultor latinoamericano más cotizado de la historia y con su muerte se estima que sus precios se alcen al menos en un 25%. El 11 de marzo del año pasado su famosa escultura de bronce de 3,5 metros de alto Hombre a caballo alcanzó los 4,3 millones de dólares en la casa de subastas Christie´s, pulverizando su propio récord, que aumentó un 135% desde su última venta.
Su escultura pública, embajadora de paz y alegría, según sus propias palabras, es un fenómeno de masas global. Encontramos sus piezas en las principales ciudades nacionales e internacionales como el famoso gato de la rambla del Raval de Barcelona, hoy icónico, también en La Coruña, Londres, Singapur o Dubai.
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Su vida responde al arquetipo de éxito en el que un niño soñador de orígenes humildes de Medellín, desconocedor de los códigos de la historia del arte y movido por la pasión por el arte y la belleza, comienza un camino autodidacta como ilustrador del periódico El Colombiano a finales de los años cuarenta. A partir de ahí descubre a Piero de la Francesca, a quien estudia minuciosamente, pero también el muralismo mejicano de Diego de Rivera, tradición que le invita a desarrollar una gramática del monumentalismo y le alienta en su incursión en los temas sociales de crítica política, representando escenas de torturas, masacres o guerras.
No debemos olvidar tampoco su faceta como coleccionista. Sus donaciones al museo público de Bogotá en el año 2000 reunieron piezas espléndidas, resultado de casi treinta años de dedicación que abarcan desde la pintura colombiana y peruana de la época colonial, piezas de arqueología precolombina hasta escultura, dibujo y pintura de Corot, Degas, Grosz, Balthus, Klimt, Kokoshka, Leger o Matisse. Abundante y excesivo hasta el final.