El Teatro Fígaro prorroga la segunda temporada de Una terapia integral, una comedia que encaja con ese teatro popular alejado de la ostentación de la cosa cultural pública y desdeñado por los adoradores de lo aburrido; un teatro que sobrevive gracias al encuentro con los espectadores siempre y cuando estos estos rían y salgan contentos.
Una terapia integral no alcanza el punto de humor necesario para ofrecer esos momentos liberadores que se esperan del género, pero te mantiene alerta y con una curiosidad latente. Original de Marc Angelet y Cristina Clemente, que también la han dirigido, es un texto original en su planteamiento, de interesante temática, y tejido con algunos momentos dramáticos que le dan giros inesperados y confirman aquello de que los límites entre la comedia y la tragedia son difusos.
La célebre frase de Chesterton de “cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa” me viene a la cabeza con comedia de costumbres que parodia cómo nos aferramos en estos tiempos a las terapias, pseudociencias o supersticiones más peregrinas. La obra nos traslada a un taller para aprender a hacer pan y nos muestra que puede ser tan adecuado como una sesión de psicoanálisis o el oráculo de las runas si de lo que se trata es de encontrar respuestas a cuestiones vitales que a veces nos hacemos (y que, si lo pensamos bien, no tienen respuesta).
Una terapia integral reúne en un elitista taller de pan impartido por un célebre y mediático cocinero a tres personajes que han sido seleccionados por su perfil psicológico y que ha pagado su pasta por estar allí: uno es un joven millonario atontado (César Camino), otra es una docta y racionalista mujer cardióloga de profesión (Esther Ortega), y la tercera, una joven pusilánime y frágil, creyente y cantante en un coro (Angy Fernández). Tres perfiles bien diferenciados, que sin embargo terminan plegándose al verbo diarreico vendeburras del cocinero, interpretado por Antonio Molero.
La ingeniosa estructura de la obra sigue el proceso de preparar, amasar y cocer el pan, y funciona como una metáfora de la vida y de lo que van a sufrir los personajes. La propia masa que fabrican en escena se convierte en un elemento dramático fabuloso, ya que funciona como un espejo en el que los personajes ven reflejados sus traumas y problemas, a la vez que permite divertidas coreografías de los personajes.
El elenco hace un buen trabajo. Molero tarda en salir a escena pero cuando aparece la hace suya, convincente en este personaje de panadero celebrity. Notable el trabajo de César Camino, un actor con una gran vis cómica, gracioso de largo recorrido, que aquí arranca risas con su alocado personaje de millonetis parlanchín aficionado a todo tipo de cursos y terapias.
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Se ha buscado que los perfiles de las chicas estén contrastados, Esther Ortega defiende con soltura el de mujer fría y enérgica que a pesar de su racionalismo será la primera en caer en los embauques del panadero, mientras se reserva al más frágil y aparentemente inocente personaje, el de Angy Fernández, que ponga las cartas boca arriba.
Sus autores, Marc Angelet y Cristina Clemente, apuntalan la comedia con firmeza y argumentalmente huyen de los caminos trillados sembrando cierta intriga, lo que se agradece. El desenlace deja al respetable que reflexione y se haga su opinión sobre la experiencia perpetrada. El duo Angelet y Clemente confirma lo que ya vimos en Laponia, la otra comedia que también prorroga por segunda temporada en el Maravillas de Madrid, que su territorio es la comedia. Falta nos hacían.
Ficha técnica
Teatro Fígaro de Madrid, desde el 25 de agosto. Reparto: Antonio Molero, Angy Fernández, Esther Ortega y César Camino, con la colaboración de Juli Fàbregas. Autoría y dirección: Marc Angelet y Cristina Clemente. Diseño escenografía y vestuario: Jose Novoa.