En 1929 Diego Rivera y Frida Kahlo se trasladan a Cuernavaca. El objetivo del artista es pintar un gran mural en la terraza oriente del Palacio de Hernán Cortés que cuente la historia del estado de Morelos. Se trata de un encargo del cónsul americano Dwight D. Morrow, que quiere regalar el palacio para hacer oficinas del gobierno y para su decoración cuenta con el gran muralista que ya es Rivera. Este le ofrece 10.000 dólares y le concede absoluta libertad artística.
El mural titulado Historia de Morelos, Conquista y Revolución sintetiza los periodos de la historia del estado del título. Excepto el techo, Rivera utiliza todo el espacio que tiene y los vanos y los arcos de las puertas le sirven de marco. Para su relato Rivera acude a códices como Matrícula de Tributos o Lienzo de Tlaxcala y a algunos objetos que actualmente forman parte del Museo Nacional de Antropología.
En la pieza plasma con detalle escenas en las que participan infinidad de protagonistas. Su meticulosidad le lleva a investigar y a dibujar chanclas, zapatos y armas de manera constante. Pero hay un detalle que pone en peligro su matrimonio. En una de las escenas vemos a Emiliano Zapata con un caballo blanco. “Se puede pensar que no hay nada de raro en ello pero Frida Kahlo no lo entendía porque Zapata era conocido por usar siempre un caballo negro, era su estandarte”, cuenta Diego María Alvarado Rivera, bisnieto del artista y comisario independiente de su obra.
Frida lo cuestiona pero Diego responde que es su mural y es su caballo. No hay debate posible. Esta disonancia entre ambos podría parecer una nimiedad pero en realidad “supuso uno de los pleitos más grandes que tuvieron y casi se divorcian por ello”, asegura Alvarado Rivera. No obstante, el muralista se mantiene firme y el caballo que vemos es, por supuesto, blanco.
Bajo esa escena de la discordia se encuentra una de las dos grisallas que también intervino Rivera y cuyos bocetos originales se muestran ahora en la galería madrileña Arte 92 como parte de Tlalpan Temoc in xochitl" (A la tierra bajaron las flores). Esta exposición, comisariada por Alberto Puig y Celia Marcos, reúne antigüedades y documentos históricos del ‘viejo’ México y obras de artistas modernos y contemporáneos que acercan el ‘nuevo’ México.
Un viaje al pasado mexicano
La exposición se abre con una escultura que representa a Hernán Cortés y que fue realizada por el círculo de la escuela barroca de Sevilla de Montañés, un artista de los pasos de Semana Santa. Le sigue Cristo expirante, una pequeña escultura hispanofilipina tallada en marfil que transmite la idea de la “internacionalización de México y la influencia externa que envía”, apunta Alberto Puig, encargado de la selección de obras antiguas.
El apartado de antigüedades, que se completa con piezas como una Divina Pastora del artista barroco mexicano Miguel Mateo Maldonado y Cabrera que “bebe de la Inmaculada Concepción”, o la virgen de Guadalupe de Francisco Martínez, que también entronca con la Inmaculada, tiene como objetivo mostrar la riqueza de la pintura novohispana.
El recorrido clásico continúa con un retrato de un hacendado del siglo XVIII, José Antonio Zalvide-Gotia, “un vasco que heredó un gran emporio de azúcar en Morelos”. Este se embarca hacia la Nueva España y trata de “mejorar la propiedad que le habían dejado, robó tierra a los indígenas, compró de malas maneras otras y llegó a tener el mayor emporio azucarero de Morelos”, recuerda Puig. Esta parte de la exposición se cierra con varios documentos “que hablan de la historia de México después de la independencia y es ahí donde entronca con la segunda parte”, concluye el comisario.
La meticulosidad de Rivera
La segunda parte de la exposición, la que nos muestra la imagen del ‘nuevo’ México, arranca con los dos bocetos de Diego Rivera para las grisallas del Palacio de Hernán Cortés. “En los dibujos Diego te va explicando las obras”, observa Diego María Alvarado Rivera. Para el bisnieto del artista estos documentos adquieren relevancia por mostrar el trabajo previo que Rivera acometía.
Su bisabuelo, meticuloso, perfeccionista y obsesionado con el arte, “quería enseñar la historia al pueblo. Diego quería que supiéramos quiénes éramos y hacia dónde íbamos y esto se podía explicar a través de los murales porque en lugar de necesitar libros para alfabetizar a la población con los conocimientos de quiénes son los personajes y qué hicieron una sola persona se lo podía explicar durante un día a otras mil”, observa.
Le sigue una segunda parte compuesta por artistas modernos y contemporáneos, algunos mexicanos pero otros que vivieron durante un periodo en el país y recibieron su influencia. Este episodio, comisariado por Celia Marcos, reúne obras de Beatriz Zamora, artista que “muele carbón a mano y se caracteriza por crear un corpus negro que evoca la naturaleza”. Guillermo Serrano, por su parte, fotografía “y modifica los colores para mostrar el México que podría haber sido”, y la tinta de Leonora Carrington amplía “su universo místico con la magia y el misticismo mexicano”, apunta Marcos.
Además, Gabriel de la Moza presenta un mosaico de plumas teñidas de azul, rojo y negro que “hila con los tocados de plumas que, antes de la llegada de los españoles, representaban las jerarquías sociales”. Cuanto más grande el tocado, más alto era el estatus y en función de los mismos separaban a la ciudadanía. Con este pequeña pieza, el artista aúna tradición, modernidad, naturaleza y la creación.