My father, the king
Juan Eduardo Cirlot fotografiado por Leopoldo Pomés en 1958
Cuando se cumplen 100 años del nacimiento de Juan Eduardo Cirlot, su hija recuerda la figura del poeta y uno de los más reconocidos críticos de arte.
Corrían los años cincuenta. Sus fotos ya estaban enmarcadas, y él llegó a la galería donde le esperaba el director de aquel entonces, el señor Gudiol, quien para su gran sorpresa le dijo que aquellas fotos no le interesaban nada y que no había exposición. "El mundo se me vino abajo", me contaba Pomés, cuando entonces las dos hijas de Gudiol que allí estaban, se llevaron a su padre a un aparte para decirle insistentemente: "Llámale, llámale, llámale a él". Y al muy poco rato, me seguía contando Pomés, "apareció un señor impresionante al que yo no conocía y nadie me presentó", pero que empezó a dar vueltas por la galería mirando las fotos dispuestas por los suelos sin parar de exclamar "¡genial!, ¡genial", para desaparecer tan intempestivamente como había aparecido. Acto seguido, el director de la galería confirmó a Pomés que en los próximos días se inauguraría su exposición.
El relato naturalmente me encantó, como las fotos que me regalaba y que me mostraban una imagen desconocida de mi padre, tan distinta de la otra mirada, la de Catalá Roca, que quedó fijada en la célebre foto de Cirlot con sus siete espadas de lazo que con la punta hacia arriba llenaban una de las paredes de su despacho. Una estética profundamente dramática impregna la foto de Leopoldo Pomés que aquí reproducimos, en la que Cirlot muestra un rostro afilado y cortante como la daga que, cual un Hamlet, sostiene con su mano derecha. Pero sobre todo su relato me fascinó porque me devolvía una imagen de mi padre que correspondía exactamente con la que yo guardo en la memoria: le veo recorrer el pasillo de nuestra casa de arriba abajo colgando y descolgando cuadros, clavando clavos, escribiendo a máquina, hojeando libros, comiendo, cenando, hablando, y todo siempre a una velocidad de vértigo. Una velocidad que no le impedía para nada, sino todo lo contrario, adquirir un conocimiento inmediato de lo que tenía entre manos.
En nuestra época la velocidad ha sido muy denostada, como si impidiera una auténtica y real percepción de las cosas, en aras de la necesaria lentitud, como si esta fuera la única posibilidad de atención, la suprema virtud para el verdadero conocimiento y el verdadero amor y respeto a la persona. Pero hay que decir que hay velocidad y velocidad, como hay lentitud y lentitud. La oposición no rige la relación de velocidad y lentitud, sino la de una velocidad frente a la otra, del mismo modo que lo opuesto al paraíso no es el infierno, sino el 'falso paraíso'. Así, hay seres para quienes la velocidad es el modo adecuado de conocimiento. Leía el otro día que François Truffaut contaba que cuando Jean Luc Godard llegaba a cenar a casa de un amigo, como mínimo abría cuarenta libros, mirando la primera y la última página, y que cuando iba al cine, incluso a ver una de sus películas favoritas, no se quedaba más de diez minutos para volver al día siguiente y hacer exactamente lo mismo, anunciando así el prodigio de montaje alcanzado en su (s) Histoire (s) du cinéma.
Mi padre pertenecía a esa clase de personas, la de los veloces, porque la velocidad era el ritmo temporal adecuado a su ser. Y a ese ritmo caminaba, escribía, vivía y también juzgaba. Nunca lo vi titubear ante nada. Formaba de inmediato el juicio sobre lo que fuera, desde una obra de arte hasta una persona. Diría que el criterio decisivo para su juicio era el de la autenticidad o la falsedad. Las cosas podían ser fundamentalmente auténticas o falsas, un criterio que a él le procedía de su pasión por los objetos arqueológicos, desde las monedas a las espadas, en donde efectivamente se dirime en toda su crudeza esa cuestión fundamental, pero que él trasladaba a todos los ámbitos de la expresión y de la existencia. Y sobre la belleza o la fealdad, tampoco existían nunca dudas y su juicio era implacable: aun cuando pudiera herir los sentimientos de alguien, la verdad tenía que imponerse por encima de todo.
Ese modo de situarse ante la vida y las personas se traducía en una gestualidad particular: un persistente temblor de manos contrastaba con la contracción de su rostro disuelta a veces en una amplia carcajada. Yo sentía su grandiosidad, que no tenía exactamente que ver con las dimensiones físicas, por mucho que fuera alto y grande, sino con una expansión de algo interior que lo llenaba todo. Alguien me dijo en una ocasión lo difícil que debía resultar ser hija de Cirlot. A mí nunca me lo ha parecido, entre otras cosas porque sólo he sido hija suya. Pero además debo decir que mi identidad siempre ha pasado por esa circunstancia. Su pronta muerte, cuando yo sólo contaba con dieciocho años, hizo que tuviera que buscarle. Ahí tenía su obra que se me ofrecía como un enigma que tenía el deber de descifrar. ¿Quién era él? ¿Quién había sido el poeta de Bronwyn? Y así tuve que hacerme con un mundo heredado que tenía que comprender, con sus pasiones, sus temas de estudio y sus intereses.
Cuando aparecieron los míos propios, los suyos siguieron coexistiendo amigablemente con los míos sin que tuvieran que competir, sino, al contrario, enriqueciéndose mutuamente. Y así puedo decir que para mí nunca murió realmente, ni nunca tuvo que venir como un espectro reclamando venganza, aunque su presencia sea repentinamente tan poderosa que, imitando al héroe shakespeariano, tenga que exclamar de vez en cuando: My father, the king. Un gran desasosiego me invade cuando algunas personas me transmiten una imagen de mi padre que nada tiene que ver con la mía, como en cambio experimento una gran alegría cuando otros me confirman la que yo tengo. Por eso me he permitido contar esta pequeña gran historia que es además testimonio de la generosidad de quién me la contó.