Rosa Torres-Pardo: “Muchos artistas nos preguntamos si nos quitará de en medio un robot”
Rosa Torres-Pardo y Fernando Aramburu dialogan sobre lo que se sufre minutos antes de actuar o lo que diferencia al artista del simple intérprete
19 mayo, 2017 18:06A veces repaso una actuación mía en público y constato: vaya, se me ha escapado un anacoluto, o he carraspeado, o al hablar me he tapado la mano con la boca, que es un gesto que a mi mujer la saca de quicio. Sin embargo, me alivia saber que en el caso de un escritor todos estos fallos son más bien de protocolo. Apenas lo comprometen como tal escritor, puesto que su oficio se desarrolla principalmente en soledad, admite la corrección, el pulimiento de estilo, los añadidos y supresiones, y es anterior a sus charlas y presentaciones públicas. Me subo, sí, al trapecio, pero abajo está tendida la red. Mis credenciales son mis libros y eso no cambia aunque yo no sea un hablista, de la misma manera que hay en nuestro país excelentes poetas que leen fatal en voz alta sus poemas. Te miro yo ahora, Rosa, salir al escenario, seguramente acogida por unos aplausos de bienvenida, que al mismo tiempo entrañan un recordatorio: señora pianista, esfuércese, que hemos pagado. Tomas a continuación asiento ante el piano y yo me digo que te la vas a jugar al cien por ciento; que por muy poco versado que sea el público en la lectura de partituras, siempre habrá una docena de oídos que pillarán el sutil error técnico, una nota entre miles no debida al compositor. Me pica mucho la curiosidad por conocer cómo se viven las horas, los minutos, previos a un concierto importante. En alemán existe la expresión “Lampenfieber”, literalmente fiebre de las lámparas o a causa de ellas o de los focos del escenario. Alude a un estado de nerviosismo intenso antes de una actuación, del cual muchos actores, músicos y cantantes célebres confiesan no estar exentos a pesar de sus largos años de experiencia. El propio Thomas Mann, tan aplomado como era, tiraba de pastillas cuando tenía que hablar en público.
Rosa Torres-Pardo. Efectivamente, Fernando, es lo que aquí conocemos como pánico escénico. Siempre envidié a los escritores o a los pintores por no sufrir el riesgo de jugárselo todo en una hora. Una mala acústica, un mal piano, una distracción o un mal pensamiento pueden dar lugar a un fracaso. No puedo evitar reírme al recordar los comentarios de una antigua amiga, actriz. Lo pasaba tan mal antes de un estreno que soñaba con que sucediera alguna catástrofe, un magnicidio, un terremoto que impidiera que se celebrase aquel momento angustioso de tener que salir al escenario, como si aquello fuera el patíbulo. Para bien o para mal, elegí el piano sin pensar en los efectos secundarios y, como es lógico, los he vivido. Trabajar en un estreno de una obra difícil, en un gran teatro o con una gran orquesta, supone una gran responsabilidad. Es inevitable pensar en el crítico de turno que espera escuchar “la nota de al lado”. Antes del concierto es fatal obsesionarse con aquel escollo de notas complicado de resolver. Es lo peor para luchar contra el pánico escénico, aunque a veces ese tipo de pensamientos pasea insistentemente por nuestra cabeza. Estudiar todas las horas del día, hacer rodajes en pequeñas salas o en casas de amigos, es la mejor manera de conseguir la seguridad necesaria para combatir los malos pensamientos. Alicia de Larrocha decía que hasta que no se ha tocado un programa al menos 30 veces uno no está suficientemente seguro. A favor del directo, hay que decir que no se puede comparar con la grabación, por la frescura del momento y porque las imperfecciones también tienen su belleza. Y, siguiendo con lo positivo, las dificultades nos enseñan a apreciar lo bueno. Además, el escenario da la posibilidad al artista de extraer lo mejor de sí mismo. Con esto digo que esos males que nos aquejan a los artistas no sólo se pueden paliar, sino que se pueden convertir en experiencias únicas e incomparables.
Fernando Aramburu. Un recinto con una acústica determinada, dos manos, diez dedos, dos pies a los pedales, un mismo piano, una misma partitura y, sin embargo, el oído avezado es capaz de percibir diferencias considerables entre distintos intérpretes. No sé si es trasladable a la música una noción para la que carezco de término académico, pero que considero fundamental en literatura. Me refiero a la personalidad que el escritor de relieve transmite al texto. Hay autores cuya prosa me produce un gusto inmediato. Pongo por caso a Borges, a Luis Landero o a Isabel Bono. No creo que este fenómeno sea completamente explicable desde los recursos de la técnica o del estilo, y con toda probabilidad sea la razón por la que un robot, aun alcanzando la perfección, nunca logre la genialidad. La máquina puede vencer al campeón del mundo de ajedrez, hacer que el coche circule sin conductor al volante, operar al paciente con milimétrica exactitud. Si, además, la dotan de facultad creativa e inteligencia emocional, me temo que los humanos acabaremos llorando de rodillas a los pies del último transeúnte que pase silbando por la calle.
“La maravilla es que una misma partitura se pueda interpretar de mil maneras distintas según la personalidad de cada intérprete y que, si se repite, nunca sea igual”. Rosa Torres-Pardo
RTP. Jajaja, comparto la inquietud. Muchos artistas nos hacemos esa pregunta. ¿Nos quitará de en medio un robot? De momento, gracias al “progreso” todos somos buenos fotógrafos y en las grabaciones se pueden corregir defectos gracias a los avances de la ingeniería. El científico Ramón López de Mántaras busca ese elemento diferenciador entre máquinas y humanos para dotar de sentimientos a los robots. En sus experimentos añade pequeñas variaciones o irregularidades al tempo que borran esa fría “perfección” de las máquinas. Por eso, la maravilla es que una misma partitura se pueda interpretar de mil maneras distintas según la personalidad de cada intérprete y que, si se repite, nunca sea igual. Sin embargo y pese al alto nivel general, los elegidos son unos pocos. ¿Cuál es la diferencia entre unos y otros? El artista, además de su capacidad de conectar con el espectador, destaca por los pequeños detalles, que son los que marcan la diferencia. Quizás la imperfección sea también un ingrediente preciso para dar lugar al genio, para alcanzar esa comunión con el público de la que habla a menudo la gran Maria João Pires, como algo que surge de repente, por arte de magia, y no siempre.
FA. En ocasiones, es el público el que pone en peligro el arte y destroza la magia. A este respecto, tampoco Alemania, tan respetuosa y agradecida con sus genios, se salva. Acudo siempre que puedo a salas de conciertos en Hannóver, mi ciudad de residencia. Las normas son estrictas. No bien los intérpretes han salido al escenario, se cierran las puertas. Hace unos años asistí a un versión concertante del Ernani de Verdi. Nada más atacar un aria, casi al final de la obra (un momento verdaderamente especial), sonó el dindondín de un teléfono móvil. La cantante paró en seco la actuación. Su cara adoptó una quietud hierática que acaso no era sino un recurso para contener las lágrimas. La orquesta enmudeció y, en uno de los extremos del anfiteatro, se vio a una sombra correr agazapada hacia la salida. Tengo un disco con la 5ª de Shostakovich, dirigida por Evgueny Mravinsky (una antigua grabación en directo, hecha por los tiempos de la Unión Soviética), en cuyo primer movimiento se oye con total claridad una tos. Cada vez que pongo el disco, la espero como si el compositor la hubiese introducido aposta en la partitura. Quizá era la tos del Secretario General y los técnicos de sonido no se atrevieron a borrarla. Imagino que a lo largo de tu carrera habrás vivido situaciones similares.
RTP. Tiene gracia que una tos acabe encontrando su sitio en una interpretación, especialmente en la del gran Mravinsky. Me recuerda una función que hice con Ana Belén, con guión de Luis García Montero, en la que, cuando decía: “…detrás de ese murmullo está Cernuda, que se aguanta la tos y cierra los ojos. No, no los cierre. Y tosa usted…”, en aquel momento alguien de la sala invariablemente tosía. Genial. Convivimos con el móvil, los caramelitos, los abanicos, incluso con algún ronquido que otro. Hace años, en un concierto en Pekín, antes de la época Lang Lang, el público chino merendaba mientras escuchaba el concierto, y yo sentía el trajín de la gente entrando y saliendo de la sala y el ruido de las bolsas con comida. Paré de tocar y les miré atentamente. Se hizo el silencio y les vi mirarme inmóviles, cual figuras de porcelana. Proseguí mi actuación pero al poco tiempo volvió el lío. Mi éxito y mi sorpresa llegaron al pronunciar la palabra Xie Xie (gracias, en chino), cuando irrumpieron en grandes aplausos. En otra ocasión, en una Misa Solemne de Beethoven, en el Auditorio Nacional, un gato se quedó atascado en un tubo del aire acondicionado. Aquel fue un concierto para gato y orquesta porque ninguno de los que allí fuimos pudimos abstraernos y dejar de escuchar aquellos maullidos angustiosos. De hecho, al final sólo oíamos al gato. Esto es más reciente: cuando por fin la música empezaba a fluir, la podadora de la duquesa de Alba hizo parar la grabación de los quintetos del Padre Soler en la sala Conde Duque, que linda con el Palacio de Liria. Después de negociar unas horas de silencio con el jardinero de la duquesa, pudimos terminar nuestro trabajo. Pero no todos los ruidos son desagradables. En los 17 años que organicé mi Festival en Robles de Laciana, León, el mugido de una vaca, el balido de una cabra o el canto de los pájaros formaron parte de las interpretaciones de los músicos con toda naturalidad. Puro mestizaje.
“En ocasiones, es el público el que pone en peligro el arte y destroza la magia. A este respecto, tampoco Alemania, tan respetuosa y agradecida con sus genios, se salva”. Fernando Aramburu
FA. La editorial Acantilado publicó recientemente una recopilación de entrevistas y textos varios de Glenn Gould. Este célebre pianista se calzaba manoplas en verano y, antes de actuar, acostumbraba mojarse las manos con agua caliente. Al parecer poseía un oído absoluto. Tocaba de memoria, a menudo bajando la cabeza hasta casi tocar las teclas con la punta de la nariz. Supongo que la sensación de extrañeza que producía en el público formaba parte del espectáculo. ¿A costa de la obra? No puedo juzgar al respecto. Gould negaba cualquier asomo de excentricidad. Antes al contrario, se reafirmaba en su compromiso ético con la música. Un hermoso vestido no salva una interpretación; tampoco, quiero creer, la hunde. Algo parecido podría afirmarse acerca de los hábitos con aspecto de manía practicados a vista de los espectadores. Oí decir en cierta ocasión que todos los músicos están en mayor o menor medida locos. Pues los pintores, no digamos. Y los escritores, uf, ¡cualquiera se pone a convivir con ellos debajo de un mismo techo! Yo no me imagino a un pianista que subiera al escenario sin más horizonte artístico que carecer de presencia, limitándose a mostrar a unos cuantos centenares de ojos que es un mero intermediario entre la obra de un compositor y un millar de tímpanos.
RTP. Mis maestros me enseñaron que no importa tocar con la nariz si así suena mejor, también que no debería anteponerme a la música puesto que debe llegar al oyente tal y como está escrita. Pero ¿por qué nos gusta reconocer la interpretación de Glenn Gould o la de Vladimir Horowitz? Cuanta más personalidad tiene un artista, más se reflejan sus rasgos en su interpretación. Entre el Yesterday de McCartney y el de Ray Charles hay muy poco en común pese a que ambas versiones sean muy buenas. ¿O acaso deberíamos cantar todos esa canción igual que Paul McCartney, que es su autor? En general, si una voz es lírica no aborda cómodamente lo que canta la dramática y viceversa. La manera en la que Glenn Gould interpretó a Bach fue absolutamente única, reconocible y genuina, y su determinada manera de tocar era genial para Bach y quizás menos adecuada para otro autor. Es cierto que tocaba con las piernas cruzadas, canturreaba y a la vez se autodirigía moviendo la mano. Hacía lo que fuera necesario para buscar la perfección. Adaptarse a lo establecido era lo de menos. Sin duda, el genio se da en contadas ocasiones y puede que tanto talento necesite ir acompañado de una pequeña dosis de locura. Al fin y al cabo, se puede ser un genio y no ser perfecto.
FA. También en el área de la literatura hay estudiosos, críticos, eruditos, que se sitúan en un punto intermedio entre las obras y sus posibles destinatarios. Aclaran conceptos, fijan textos, analizan, juzgan; en fin, actúan como intérpretes y llevan a cabo una labor meritoria de transmisión que en muchos casos puede resultar indispensable. Ciertos expertos muestran una actitud de propietarios respecto a los asuntos que forman parte de su especialidad. Se comportan como dueños de autores y obras. No por nada, sino porque les han dedicado esfuerzo y tiempo, y puede que hayan contribuido a popularizarlos o incluso a descubrirlos. Así, no es raro que reaccionen con vehemencia propia de hombres celosos cuando un recién llegado, un advenedizo, un supuesto intruso, tiene la osadía de manosearles el juguete. Me estaba preguntando si en el ámbito de la música ocurre algo parecido, si es común que entre un intérprete y las piezas y compositores de su repertorio se establezca una relación parecida de exclusividad.
“Durante años me he mostrado feliz de vivir de mi profesión sin complejos. Pero no imaginaba los obstáculos que tendría que atravesar, entonces y hoy, treinta años después de un esfuerzo constante”. Rosa Torres-Pardo
RTP. En la interpretación lo lógico es la especialización en determinados repertorios. Unos se dedican a Bach, otros a Chopin, otros a contemporánea… Sin duda, hay una tendencia a pensar que la mejor versión es la de uno, una característica propia de la condición humana que todos debemos revisar. Si, además, uno da un paso más añadiendo ideas propias, aportando algo nuevo y único, sin duda aparecerá alguien que tome esa idea y la haga suya. Siendo positivos, es estupendo que las ideas de uno tengan éxito.
FA. En Hannóver hay una oferta musical notable, no sólo los fines de semana. Claro que no tenemos nada parecido a la Filarmónica del Elba o a la sala de conciertos Pierre Boulez, inaugurada hace poco en Berlín; pero sí una ópera digna, diversos recintos repartidos por la ciudad y abundante música de iglesia. Por cierto, no es insólito ver en cartel obras de Falla, Albéniz, Granados y de algún compositor español más. Quizá me equivoque, puesto que veo el fenómeno desde el patio de butacas, pero juraría que los que os dedicáis profesionalmente a la música gozáis de una consideración social mayor que nosotros los que tratamos de hacer algo de arte con las palabras. Cualquiera entiende que tocar el piano presupone un largo aprendizaje; en cambio, como afirman algunos con escaso sentido del ridículo, para escribir sólo hace falta una hoja de papel y un bolígrafo. Tu carrera de intérprete está jalonada de galardones, obtenidos tanto dentro como fuera de España. Si fueras escritora, dirían de ti que te has acomodado al sistema, que formas parte del lenguaje hegemónico; en fin, que en lugar de consagrarte como artista genuina a la soledad y el sufrimiento, has embadurnado las nubes con dinero. A uno puede lloverle algo que no es precisamente agua si comete la indiscreción de revelar que vive de la venta de sus textos. Mostrar atisbos de felicidad asociada al cultivo de la literatura es una práctica muy mal vista. Tampoco me consta que los músicos estéis sometidos a un constante control ideológico. Me pregunto si el ejercicio profesional de la música está exento de todas estas adherencias. De ser así, permite que te dé la enhorabuena.
RTP. ¿Quién es completamente libre? ¿Qué artista no está sujeto a todo tipo de servidumbres? Para sobrevivir siendo intérprete –si no eres Baremboim– tienes que calibrar entre lo que deseas hacer por gusto y lo que gusta a programadores y al público. En mi caso, he disfrutado de esas “limitaciones” que son las que me han ido marcando el camino, quizás porque cuanto más se profundiza en el trabajo, más se ama a este. Tenemos nuestros “fundamentalistas”, que nos dicen qué está bien o mal, los que se rasgan las vestiduras cuando uno saca un poco “la patita” fuera del orden establecido. Durante años me he mostrado feliz de vivir de mi profesión sin complejos, porque he trabajado duramente, y no he conocido vacaciones en las que no tuviera un piano al lado. Recibí algún anónimo deseándome lo peor, pero siempre he sabido que la mayoría no compartía esos sentimientos. El prestigio es subjetivo. Un día te aplauden y al siguiente te olvidan. Esto lo comprobé desde el primer día, tras el éxito obtenido en mi debut en el Teatro Real con el Concierto para piano y orquesta nº 3 de Prokofiev. No imaginaba los obstáculos que tendría que atravesar entonces, ni hoy, treinta años después de un esfuerzo constante. Esto me hace valorar más cuando saco adelante un proyecto de documental como Una rosa para Soler o el que hago en estos momentos con Arantxa Aguirre sobre Enrique Granados.
FA. Hablando en serio, cazarse los dedos con la tapa del piano, ¿es tan doloroso como dicen o la gente exagera?
RTP. No sé si es peor el dolor físico que el de sentirse idiota. En mis comienzos, cada vez que tenía que salir al escenario no me faltaba sentir un intenso dolor de garganta. Soy especialista en pillarme los dedos, hacerme cortes, caídas y todo tipo de impedimentos previos a un concierto. Hasta el punto de preguntarme, no sin cierta paranoia: ¿Me estarán haciendo el vudú?