En el corazón de la novedad
Cela no era lo que suele llamarse "un poeta", pero la poesía le era menos ajena que afín. La veía -creo- a una cierta distancia y con más desconfianza que desdén. En su juventud la había cultivado y hasta se podría decir que en ella hizo su primera etapa que fue -y él lo sabía- menos a caballo que a pie. A caballo fue su paso por las oriflamas de los ismos, que a él le interesaron no en lo que tenían de reflexión teórica sino en lo que suponían de postura extremada y de exageración. Cela en realidad fue un expresionista que, trasnochando a veces en los últimos bares de un ya periclitado gongorismo, se sentía atraído por el mundo de ensoñaciones tragimágicas que suele haber en el transfondo más oscuro de lo surreal.
No por concesión a un anecdotismo fácil, y menos aún por sobreponer biografías, sino por mostrar desde sus inicios el papel dinamizador que ha tenido Cela en las literaturas hispánicas, recordaré que en 1964, cuando yo tenía 19 años y había publicado un único libro de poemas por el que sólo dio muestras públicas de interesarse Alvaro Cunqueiro, un Cela más joven de lo que soy yo ahora pero desde hacía mucho tiempo en la cúspide de la estimación literaria general me aceptó, a través de Antonio Fernández Molina, como colaborador en Papeles de Son Armadans, precisamente con un artículo sobre Unamuno -maestro común de Cela y mio- en ocasión de su centenario, que titulé Unamuno y su esfinge. Me sería fácil releerlo, pero desgraciadamente tengo buena memoria para los textos y esa memoria me indica que había en él cosas insólitas y verdadera pasión de lector pero también dispersión y, entre los fogonazos, un estilo que hoy encontraría redicho: lo menos apto en teoría para codearse con los poemas de Octavio Paz que aparecían en otros números de la revista y gracias a los cuales descubrí las señas del poeta. Pero he elegido este caso porque es sintomático respecto a la perenne juvenud de Cela y a su capacidad de no dejar de ser nunca aquel muchacho que había empezado escribiendo y publicando Pisando la dudosa luz del día.No era la menor singularidad y, en el mejor sentido, la menor anomalía de Cela aquella su capacidad de seguir siendo el escritor joven a quien adivinamos en cualquier resquicio de sus textos, y al que las páginas de aquella revista, y también las del más reciente Extramundi revelan al trasluz. Que en poco tiempo se diera cabida en Papeles de Son Armadans a un guión cinematográfico inédito de Joan Brossa que yo traduje o a una breve historia del grupo Dau al Set y que además en el 65 la Alfaguara celiana contratara casi a ciegas una historia de cine que escribía a medias con Terenci Moix y que luego, por azares ajenos a Cela, quedó traspapelada y extraviada, son otros tantos síntomas de la calidad de zahorí del escritor, no sólo, al modo clásico "amigo de sus amigos", sino suscitador de la vanguardia y en ese sentido lo más alejado que cabe imaginar del academicismo en la acepción convencional: un postista en la Academia e incluso un surrealista en la Academia, sin que en ello hubiera "contradictio in terminis". Sin percibir ésto no creo que se pueda percibir de verdad el sentido de la obra de Cela y la importancia que tuvo para todos sus coetáneos.
Muchos han lamentado que la posguerra significara no sólo el exilio de buen número de escritores sino además, incluso en parte de los exiliados, una interrupción y como desviación de la trayectoria que derechamente desde Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez conducía la generación del 27, hasta el punto de que cuando se daba excelencia estética verdadera, como en el caso extraordinario de Blas de Otero, solía aludir más a los modelos del 27, empezando por Góngora o por Fray Luis que al 27 propiamente dicho. De ello Cela fue excepción señaladísima, a pesar de la apariencia engañosa que su casticismo verbal y su verdaderamente cosustancial comunión con el legado del barroco hispano pudieran suscitar. Verdaderamente, daba gusto encontrarse con alguien que sabía ir de modo derecho, aunque fuera con hechuras de voces inmemoriales a veces, al corazón de la novedad, y no aceptaba dejar de ser siempre un escritor joven e incluso si se me apura un joven escritor, el de las veladas de anteguerra con María Zambrano sin ir más lejos. La rapidez y fundada autoridad con que irrumpió en el centro de la vida literaria española y la seguridad en el terreno que pisaba no debían haber ocultado a nadie que, consciente como era de cuál era su voz y su camino, no quiso nunca convertirse ni en epígono de sí mismo ni simplemente en el depositario de la tradición recibida: lo es en sí todo escritor, pero sin necesidad de hacerse trompetero de ella, antes al contrario, en el caso de Cela no menos que en el de Louis Aragon, por distintos que parezcan, camuflando al clásico tras el vanguardista y al vanguardista tras el clásico; de joven, al joven tras el viejo (Pascual Duarte), y de viejo al viejo tras otro joven, el que ha puesto en pie, a cada libro nuevo, la escritura ya que nadie es más joven y por joven más incómodo que quien escribe a la edad en que lo hizo San Camilo 1936 o Cristo versus Arizona.
Dicho se está que tal actitud es ambigua y se presta al equívoco: ello formaba parte del deliberado riesgo del envite, del propósito de ser, como tantas veces he recordado que dijo Rubén "muy antiguo y muy moderno". No es casual que, aparte de alguna persona muy allegada de su generación, fuera a los más jóvenes que él a quienes muy señaladamente atraía, ni lo es tampoco que la percepción que de su obra tenía la crítica académica fuera no antagónica pero sí disímil de la que tenían los escritores de creación: un poco difícil parece que los departamentos de filología hispánica, que no pueden dejar de tener presente ante todo el recorrido histórico que sustenta un texto, lo perciban del mismo modo que lo puede percibir Fernando Arrabal. El decidido ademán juvenil, en el que no está solo en la literatura española de este siglo, aunque más solo esté quizá en la narrativa de su generación, grupo además trunco a causa de la contienda, individualiza a Cela de modo muy poderoso: a principios de los 40 con Pascual Duarte como ya casi al filo del 2000 con Madera de Boj a pesar de las apariencias el gesto no ha variado y hay la misma entrega rendida a la pulsión del decir, la misma arrogancia que coexiste con la generosidad, el mismo darse en la apuesta que es cada página, cada frase y hasta cada palabra.
Esto es un escritor y esto ha sido y es Camilo José Cela: tan nuevo y tan joven como en su día el nuevo y joven Garcilaso, pero un Garcilaso longevo, que permaneciera no fijado en la estampa de su juventud sino dilatado en los años, sin acompasarse casi imperceptiblemente al curso de ellos como Góngora o Quevedo, sino enhiesto audazmente cada vez como la vez primera, porque ya se dijo en Francia hace más de un siglo pero sigue siendo verdad aquí y ahora que hay que ser absolutamente moderno. El espejismo o mito tantálico de la modernidad, con todo, al verdadero escritor no puede paralizarlo; lo aguija, lo lleva a ser más hondamente el mismo en imágenes múltiples en cada una de las cuales reconoce bajo otra luz su propio rostro, en este caso el rostro de aquel joven poeta que empezó eligiendo por título y lema un verso gongorino cuando tal elección era el santo y seña de la orden de caballería de vanguardia literaria. No se ha extinguido hoy: desde cada página de Camilo José Cela nos sigue interpelando todavía.
Leer otros capítulos
1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía