Aprobado raso: los Juegos Olímpicos en los que las pistas se secaban con toallas
El Zika, la contaminación y la seguridad generaron menos problemas de los esperados en un evento que Brasil logra concluir con moderado éxito a última hora, pese a los fallos organizativos.
23 agosto, 2016 02:43Noticias relacionadas
No es normal que una piscina olímpica de waterpolo se ponga de color verde o albergue ranas, ni que los espectadores deban esperar una hora de pie para acceder a los estadios, como tampoco que sea tan difícil comprar una cerveza después de haber pagado 100 euros por una entrada. También es la primera vez en mucho tiempo que se ve secar una pista de tenis a toallazos o estadios medio vacíos mientras se disputan finales de baloncesto, natación o atletismo.
Sin embargo, la sensación dominante a la conclusión de los primeros Juegos celebrados en Sudamérica es que la prensa internacional exageró sus críticas al Comité Organizador: a pesar de algunos fallos organizativos, la polémica por el dopaje y las corruptelas que rodean el movimiento olímpico, Río 2016 se ha desarrollado con relativa fluidez y ha alcanzado un nivel alto de rendimiento deportivo (diez récords mundiales fueron batidos durante la cita, algunos tan reseñables como el de 400 metros en poder de Michael Johnson desde 1999). Se dedicaron miles de artículos en los meses previos a asuntos que terminarían siendo baladíes: no se han visto mosquitos, ni lavadoras en la bahía de Guanabara, ni graves problemas de seguridad en torno a los diversos recintos.
Las favelas de Río continúan en situación de guerra, pero esa desgracia constituye el amargo destino de la ‘ciudad maravillosa’ y excede a los Juegos. Una de las imágenes características de estos Juegos serán los exhaustivos controles de seguridad (escáner incluido) colocados a la entrada de cualquier instalación (una de esas cámaras desactivó la mentira de Ryan Lochte y sus amigos tras su noche de farra). El Ejército brasileño, como se esperaba, ha sido uno de los protagonistas silenciosos del evento.
Algunos miembros de la “familia olímpica” fueron asaltados (con un atracador muerto cerca de Maracaná), y hubo una bala perdida que atravesó la carpa de prensa del centro ecuestre al comienzo del torneo. Los aproximadamente 85.000 policías, soldados y guardias nacionales doble o triplemente armados lograron que la situación no empeorase, y la sensación de inseguridad fue aminorando lentamente: la ‘bomba’ que explosionaron en Copacabana era una mochila, aquel ‘proyectil’ que atravesó un autobús de prensa poco después terminó siendo una piedra y el mayor escándalo del certamen, el supuesto atraco con pistola a Ryan Lochte y los otros tres nadadores estadounidenses, un execrable ardid para disimular una torpe borrachera en la nube de la mala reputación brasileña. Al final el incidente más peligroso probablemente fue la cámara que se cayó un mediodía a la entrada de una zona de prensa (con siete heridos, ninguno grave).
Prueba y error
Las prisas de Brasil para llegar a tiempo convirtieron los primeros días en una sucesión de ensayos y errores, con chapuzas in extremis: arreglo de enchufes y zócalos, colocación de cortinas de ducha, compra de almohadas. La organización aumentó el número de puestos de comida y agilizó el trámite de entrada a los pabellones. La impresión inicial de caos exterior (invasión de los carriles olímpicos en las carreteras, colas frente a los recintos) se fue difuminando en medio de la sucesión de pruebas y récords – que se han celebrado, en general, con bastante puntualidad. Otra sorpresa positiva: las redes de telefonía y datos móviles han resistido la demanda adicional mucho mejor que en el Mundial de fútbol de 2014.
Quejas sobre el transporte
Si se hiciese una encuesta a deportistas y periodistas sobre el peor aspecto de los Juegos, la mayoría señalaría el transporte: la lejanía entre diferentes recintos olímpicos y el endémico problema de tráfico de Río hizo que la preparación minuciosa de cada jornada fuese de suma importancia para todos. Muchas horas de autobús (y de esperar al autobús) se hubiesen evitado con una planificación diferente. Más grave fue la imposibilidad de ver determinadas competiciones por el simple hecho de celebrarse en diferentes estadios demasiado alejados entre sí y en la misma tarde. La imagen más positiva, pese a su retraso, fue ver funcionando la nueva línea de metro que une Barra de Tijuca con el centro de Río.
Ni mosquitos ni lavadoras en el agua
No había mosquitos este mes de agosto (a ratos fresco) en Río ni por tanto medio millón de visitantes embadurnándose con repelente cada dos horas, como anticipaba la distopía periodística: la palabra ‘Zika’, protagonista de los telediarios de todo el mundo durante meses, apenas ha sonado estas dos semanas. Una sorpresa agradable, y no la única. La ya célebre bahía de Guanabara, ejemplo del incumplimiento brasileño de sus promesas olímpicas, estaba más limpia que nunca. Es cierto que las autoridades esperaban corrientes invernales que sanearan la zona, pero la ausencia de comentarios críticos entre los navegantes y piragüistas (que venían denunciando la suciedad de las aguas desde 2014) puede calificarse de milagrosa.
Atletas acusándose de dopaje
El dopaje fue uno de los asuntos que más ruido hizo antes de los Juegos y continuó siéndolo hasta casi el final de los mismos. La animadversión hacia Rusia durante la primera semana (y muy singularmente en la piscina de carreras) fue general, con situaciones extremas como la de Yuliana Efimova recibiendo la plata de los 100 metros braza entre abucheos y lágrimas por haber sido repescada de una sanción. Un total de 271 atletas fueron finalmente exonerados del castigo global al equipo ruso: el equipo más sospechado del evento obtuvo una notable cantidad de medallas (56, cuarta en la clasificación final, el mismo lugar que en Londres aunque con 26 trofeos menos).
Los gestos de desprecio de nadadores estadounidenses a sus homólogos rusos han sido una de las novedades de los Juegos, con diversos deportistas (Michael Phelps entre ellos) pidiendo mayor dureza con los tramposos. La respuesta de los rusos (o los chinos) ha sido acusar de doble moral a los censores de la justicia deportiva y recordar casos europeos de dopaje. Es inevitable que la discusión sobre la lucha contra el dopaje continúe, con un grado mayor o menor de sinceridad, en los próximos meses. El COI ya ha anunciado que almacenará las muestras por una década para analizarlas con nuevos métodos o buscar sustancias que en el momento del control original eran indetectables.
En pleno escándalo por el dopaje ruso, los Juegos vivieron otro capítulo del goteo continuo de medallistas en 2008 o 2012 que se ven desprovistos de su trofeo a posteriori: el COI le quitó la medalla de plata a los relevos 4x400 femeninos de Rusia en Pekín por un contraanálisis de una prueba realizada en 2008. También ha habido cuatro deportistas (hasta ahora) descalificados por haber dado positivo a tests efectuados en estos mismos Juegos. En los últimos días del atletismo la presencia de la sudafricana ‘intersexual’ Caster Semenya (campeona de 800 metros) reabrió el debate sobre las lagunas de la legislación antidopaje y la falta de criterios concluyentes.
Los ganadores: EEUU, Gran Bretaña y Japón
Estados Unidos ha dominado el medallero (por segunda vez consecutiva) con 121 trofeos, pero probablemente no haya país más satisfecho que el Reino Unido, necesitado de una inyección de orgullo nacional tras la calamidad del ‘Brexit’. Su segundo puesto (67 medallas, 27 de oro), desbancando a China, responde al ambicioso plan de subvenciones diseñado para los Juegos anteriores y es probablemente la principal noticia deportiva de Río 2016 en términos de delegaciones nacionales.
La sorpresa del certamen es Japón, sexto en la clasificación final (undécimo en 2012), cuyas altísimas expectativas para Tokio 2020 se han traducido en inversiones a todos los niveles y una alta tecnificación: presentes en numerosas finales de natación y con medallas en modalidades novedosas como la velocidad, la expresión perfecta de su progresión es la segunda posición en la final de los relevos 4x100 masculinos (por delante de los Estados Unidos de Gatlin y compañía, que serían posteriormente descalificados de su tercer lugar). Los japoneses entregaron el último testigo antes incluso que Jamaica: Bolt evitó el milagro con su último hectómetro olímpico, abrazando para siempre su tercer triplete.
Phelps, Bolt, Ledecki, Biles
Es difícil decidir quién acumuló más admiración, si el jamaicano (tres oros) o Michael Phelps, que con sus seis metales (cinco de oro) amplía su leyenda como deportista olímpico más condecorado de todos los tiempos: 28 medallas. Reyes mediáticos del olimpismo, el protagonismo de los dos colosos a punto de la despedida ha dejado, no obstante, espacio para la confirmación estelar de dos jóvenes estadounidenses que supieron aguantar el abrumador peso de las expectativas con el mismo registro: cinco medallas y cuatro oros. La nadadora Katie Ledecky batió además la plusmarca mundial en 800 metros libres; la ‘Nadia Comaneci del siglo XXI’, Simone Biles, fue la campeona estética del torneo. Ambas serán las reinas a batir dentro de cuatro años.
Como aspecto a corregir en futuros Juegos en el terreno de la competición cabe citar (además del eterno tema del subjetivismo de los jueces) los horarios: la compresión de la competición de tenis en una semana obligó a jugadores como Rafael Nadal a disputar un calendario estrechísimo y agotador, como él mismo denunció en dos ocasiones (“Seguro que los que ponen los horarios pueden hacerlo mejor”). Usain Bolt y Justin Gatlin también criticaron los horarios de la final y semifinal de 100 metros y dijeron que perjudicó las marcas logradas.
“Hacer esto… Es todo”
Entre los novatos más destacados del Olimpo deportivo están sin duda los siguientes tres: la nadadora estadounidense Simone Manuel (cuatro medallas en natación, incluido el oro en 100 metros libres); el nadador de Singapur Joseph Schooling (que batió a Phelps por el oro en 100 metros mariposa, una década después de pedirle un autógrafo y fotografiarse con su ídolo); y Mónica Puig, cuya medalla de oro en tenis fue la primera medalla puertorriqueña de la historia: “Hacer esto… Es todo”, dijo entre lágrimas.
Brasil termina satisfecho también deportivamente después de ocupar la decimotercera plaza del escalafón (uno por delante de España) y no cumplir la ambición del ‘top ten’, pero recibir a cambio un espaldarazo final con la victoria de la ‘Canarinha’ en el Maracaná: un compromiso contra Alemania verdaderamente peligroso para la dañada autoestima del ‘pais do futebol’. Ha nacido, además, un símbolo: ningún campeón o campeona expresa mejor la compleja realidad brasileña que la judoca Rafaela Silva, oro olímpico, convertida inmediatamente en icono para muchos jóvenes tras superar su infancia en la dureza de la ahora famosa favela Ciudad de Dios y alcanzar la cima deportiva mundial.
¿Dónde estaba la gente?
El Comité Olímpico Internacional repite como un loro que se vendieron el 90% de las entradas, pero los huecos en las gradas han sido constantes, y no sólo en deportes minoritarios. Con excepción del voleibol en el ‘Maracanazinho’, apenas se han registrado llenos. La política oficial de comunicación del COI y su mutismo no ocultan el fracaso de la política de venta de entradas en unos Juegos que, según sus propias palabras, estaban hechos “para el pueblo”. El miedo al Zika puede haber retraído a algunos compradores, pero el asunto parece estribar más en la voracidad de los patrocinadores, que se reservan muchos miles de entradas posteriormente no usadas.
La detención del presidente del Comité Olímpico Irlandés, Pat Hickey, por un asunto de reventa de entradas da una idea de la opacidad reinante en la institución olímpica. La única toma de postura oficial ha sido que el COI “evaluará soluciones para asuntos que pueden gestionarse de manera diferente”. (O sea, nada). Ni la afición ni los atletas se merecen estadios vacíos. ¿Dónde estaban los seis millones de espectadores que, según la organización, compraron entradas?
Siete años después
No fueron unos Juegos perfectos, pero nadie esperaba que lo fueran. En el juego de críticas y alabanzas que denota el estado anímico del Comité Olímpico Internacional, y tras los calurosos elogios de la ceremonia inaugural, el vicepresidente John Coates dijo el día 11 que eran los Juegos “más difíciles” jamás organizados. Pero el espectáculo se monta siete años después de adjudicarse la sede y Brasil llegó a 2016 en una crisis económica y política profundísima: caída del 5,4% del PIB en el último trimestre, Gobierno interino y probable destitución definitiva de Dilma Rousseff a finales de este mismo mes. Un país significativamente más pobre que Reino Unido o China, pese a su tamaño, ha logrado celebrar unos Juegos dignos in extremis.
Las autoridades, sin embargo, no pueden relajarse: la próxima etapa de la gincana es solucionar el problema presupuestario de los Juegos Paralímpicos. Después, cuando todo termine, los cariocas podrán disfrutar de las instalaciones y medios de comunicación construidos (el llamado legado olímpico). También volverán a convivir con la ‘ciudad maravillosa’ y sus zonas de violencia y pobreza irrespirables, ya sin tantos soldados por las calles. En ocasiones descuidados y poco seguros, con un transporte o planificación urbana muy mejorables, los Juegos de Río se han sabido levantar sobre todos esos problemas y terminar siendo predominantemente alegres, más o menos como su población. La fiesta de clausura en un Maracaná bendecido por el último penalti de Neymar aportó el ingrediente final de samba y carnaval que define a la ciudad. Como dice su alcalde, Eduardo Paes, “nadie sabe organizar una fiesta mejor que Río de Janeiro”.