Dorothea Tanning, la reina surrealista que destruyó a la Iglesia
- El Museo Reina Sofía reúne en una muestra más de 150 obras de una artista irreverente e inconformista.
- Tanning creó un juego de puertas y espejos donde huir de un mundo que la aburría y exploró su sexualidad liberándose de los códigos morales.
Dorothea Tanning creía, como Montaigne, que “es difícil ser siempre la misma persona”, por eso recurrió al surrealismo y luego a la abstracción para desdoblarse a sus anchas. No le bastaba su propia camisa de cuadros, sus cabellos recogidos en media cola, ni tan siquiera su propio amor, el pintor Max Ernst; así que creó un juego de puertas y espejos por donde huir al otro lado, a ese campo donde todo es símbolo, sueño y deseo. Un lugar donde exfoliarse los miedos y pensar con libertad. La artista nació en la pequeña ciudad de Galesburg en 1910 y en los años treinta viajó a Chicago y Nueva York, donde entró en contacto con las posibilidades del surrealismo al ver la exposición Fantastic Art Dada Surrealism de Alfred Barr en el MoMA.
Aquellas primeras visiones hicieron la grieta para comenzar a explorarse. Se autorretrató en Birthday, toda una declaración de intenciones: coincidió con el primer beso con Ernst -el cuadro hizo que se fijase en ella y fuese a conocerla- y con el surgimiento de su marca artística surrealista. Dorothea Tanning nació ahí, en esa obra, aunque siempre fue reticente a las efemérides. Años más tarde escribiría un poema llamado Secreto donde trata este tema: “En uno de esos cumpleaños, uno de los tantos que he tenido, / volvía de la fiesta a casa por el parque, / satisfecha por haberme resistido a mencionar el día: / ¿por qué recibir felicitaciones tan sólo por vivir?”.
En ese cuadro se dibujó con los pechos al descubierto y las costillas apretándole el torso: la mirada perdida pero la mano aferrándose a un faldón extraño, como hecho de naturaleza y espinas. Los pies descalzos. En el suelo yacía un bicho oscuro y alado. Y lo fundamental: con la mano sobrante se agarraba a un pomo mientras a sus espaldas se desarrollaba un laberinto de puertas. Serían todas las que tendría que recorrer de ida y vuelta para viajar del consciente al subconsciente y no quedarse en una tierra alucinada.
Obsesión por el ajedrez
Todo este tapiz artístico se recoge ahora en Dorothea Tanning. Detrás de la puerta, invisible, otra puerta, una exposición que puede verse en el Museo Reina Sofía, que incluye más de 150 obras de esta hembra inspirada e inspiradora. El título de la muestra viene por unas declaraciones que hizo Tanning al crítico francés Alain Jouffroy en 1974: decía que su primer arte exploraba “este lado” del espejo o de la puerta, mientras que su arte posterior se dirigía al “otro”. Dorothea vivía en el “vértigo perpetuo”, donde cualquier umbral, visible o invisible, conducía a otro.
Nadie se explicaba a sí misma como ella: “Tú sacas el cuadro de su jaula junto con la persona (…) Tú eres simplemente el visitante, magníficamente invitado. Entra”. Todo su trabajo es también una seducción al espectador a meter la nariz en un universo oculto. Otra de las obsesiones de Dorothea era el ajedrez: contó en una ocasión que sus primeros encuentros con su amor, Ernst, se sucedieron entre partidas de este juego. Con él se casó en 1946, en pleno Hollywood, en una ceremonia conjunta con Man Ray y Juliet Browner. Acudieron sus mejores amigos, entre los que se encontraban Joseph Cornell, Leonor Fini o Marcel y Teeney Duchamp.
Para Tanning el ajedrez era “algo voluptuoso, cerca de los huesos”. Ahí su pintura Endgame (Fin del juego), donde la Reina, vestida con un zapato de satén blanco, aparecía en el centro del escenario acabando con el alfil, que aquí era un obispo simbolizado por la mitra (una toca de origen judío con la que se cubren la cabeza los obispos católicos y armenios). Era su forma de decir que la mujer destruiría a la Iglesia: era su forma de exterminar los códigos morales que la oprimían.
En Max en un bote azul, la artista expresa que el ajedrez no es sólo un mero juego para su pareja y para ella, sino una vía de comunicación, un mensajero, un cordón umbilical: ahí ella mira a su esposo y él viste un chaleco con detalles alquímicos. Es su forma de contar que no sólo mantenían una pasión sexual o amorosa, sino también efervescente intelectualmente, creativa.
Sexualidad femenina
El arrojo de Dorothea arranca con más fuerza en la sala llamada La femme enfant, donde la niña que ella misma era se mostraba perpetuamente asombrada, como una Alicia en el país de las maravillas: lo que la deja con la boca abierta es su propia sexualidad. Todo lo que está por descubrir en la vida adulta que se acerca con pasos de gigante. Hay crías desnudas frente a una puerta, hay hembras con el pelo electrificado y vestidos victorianos rotos, hay mujeres, en realidad, que subrayan su rabioso erotismo y chirrían a la moral doméstica y a las expectativas de la burguesía.
La artista no escatima, no se escandaliza: juega todo el rato a la oscuridad y al siniestro, a la extravagancia y lo pesadillesco, como puede verse en la instalación Hotel du Pavot, Chambre 202. Ahí, zonas carnosas del cuerpo femenino decoran un salón con chimenea y con papel barroco en las paredes. Hay traseros, caderas, pechos tirados al paisaje. Hasta los muebles toman forma de cuerpo humano. La pista sobre el significado la da el “202”: la obra alude a una canción popular llamada In Room 202, que cuenta la historia de la esposa de un gángster, que se envenenó adrede en la habitación 202 de un hotel de Chicago.
A pesar de sudar una obra permanentemente pendiente de la mujer y sus deseos, frustraciones y rebeldías, Tanning rechazó ser bautizada como “mujer artista”: “Puedes ser mujer y puedes ser artista; pero lo primero es un hecho y lo otro eres tú”. Pero no era una forma misógina de desvincularse del universo femenino, porque puntualizó: “Es una contradicción, lo mismo que ‘hombre artista’ o ‘elefante artista’”.
En realidad, Dorothea Tanning era un ser que vivía en una guerra civil con su propia identidad, y no sólo por su género, sino por las propias costuras del cuerpo; por su tendencia a la expansión, al heterónimo, a la mejor de las esquizofrenias. Se sintió siempre una “expatriada”, como describió en uno de sus poemas. Expatriada de sí misma, aburrida para siempre de leyendas, pescando con hastío de este mundo y del otro. Era una insatisfecha de pura lucidez, Dorothea. Y de eso uno nunca se cura.