Se ha escrito un crimen, así que más te vale que sonrías al pajarito. (Sonido de flash de Tugnsteno). Click. Hasta el 31 de julio si te dejas caer por Nueva York, reserva una hora en tu agenda y serás testigo de un asesinato. O mejor dicho, de varios. 70 obras, desde 1850 hasta el presente; todas ellas propiedad de la colección del Metropolitan de Nueva York, que desde hace poco luce nuevo y controvertido diseño de su logotipo, se exhiben bajo el título Crime Stories. Photography and Foul Play (Historias de Crímenes. Fotografía y Violencia).
Escondida en una pequeña sala, entre la amplísima oferta artística del Met, me encuentro con un repaso, incompleto pero sorprendente, de la relación entre fotografía y crimen. Desde los primeros daguerrotipos, la fotografía y la violencia cruzaron sus caminos, en ocasiones a pesar de los asesinos, y desde luego, siempre muy a pesar de los asesinados. Los fotógrafos se convirtieron muy pronto en testigos oculares de la escena del crimen y su trabajo se utilizó como herramienta policial y judicial para identificar sospechosos, como prueba de cargo o como testimonio documental. Decenas de libros de grandes maestros de la fotografía ahondan en el género criminal a través del objetivo. Su aportación a nuestra iconografía es imprescindible también en la construcción de la visión de la cinematografía del escabroso mundo de la violencia.
Mi favorita: una imagen en el que Richard Avedon retrata con su Rolleiflex a su tocayo, el asesino Dick Hickock en abril de 1960 en la ciudad de Garden (Kansas). Un primer plano sin gota de sangre. El tipejo se había cargado a cuatro miembros de la familia Clutter en su granja. El trabajo fue un encargo de su amigo Truman Capote para la preparación de A sangre fría (1966).
La obra de Avedon, como no podía ser menos, sobresale sobre las demás, pero hay otras. Llama la atención la fotografía documental sobre el revolver que mató a Lee Harvey Oswald en 1963, y también la célebre imagen que recoge el momento de su asesinato a manos de Jack Ruby. O el estudio de los pies del gánster John Dillinger en la morgue de Chicago en 1934.
No todas las imágenes son lo que parecen. El magnífico, quizá su mejor fotografía (1954), retrato de William Klein en el que un niño del Uper West sostiene una pistola, ante la mirada sonriente del que parece su amigo. Una tarde en París, Klein me enseñaba en su casa la plancha de contactos de la serie en la que sorprendentemente en el siguiente fotograma se ve a los dos niños muertos, pero de risa. Klein me explicaba cómo la edición sirvió para transmitir con esa imagen un retrato de violencia extrema en manos de un infante, cuando realmente la situación en la que se hizo la fotografía los niños estaban de broma.
Tampoco todas las imágenes que se exhiben han sido realizadas por fotógrafos, como el retrato de la heredera del imperio Hearst, Patty Hearst el 5 de abril de 1974 fotografiada por las cámaras de seguridad del banco Hibernia, metralleta en mano, cuando tras su secuestro se unió al Ejército Simbiótico de Liberación. Y así hasta 70 imágenes cuyos autores son grandes maestros, como Walker Evans, Larry Clark, Diane Arbus, el freelance Weegee (Arthur Fellig), que vivía frente al cuartel general de la policía y fue uno de los primeros en usar una radio del propio departamento para llegar el primero a la escena del crimen, confirmando que el que retrata el primero, retrata dos veces.
Con la exposición ya reposada me pregunto el porqué de la desaparición del género. Supongo que en estos tiempos de CSI el testimonio fotográfico en la escena del crimen queda en manos de fotógrafos de la propia policía. Con el mayor respeto a los que realizan tan escabroso trabajo, no hace falta ser muy incisivo para sospechar que un fotógrafo de prensa (de los de credencial sujeta en la cinta de tela del sombrero) encontraría aún hoy en el retrato del crimen otro punto de vista que el meramente policial, diría yo más editorial, si se me permite la expresión, más periodístico, y sin cinismo alguno, incluso más artístico. Fenomenal, pero a ver qué medio publicaría hoy estas fotografías.
Echo en falta alguna imagen del maestro mexicano Enrique Metinides (muy recomendable su libro 101 Tragedias), quizá el Met no tenga ninguna fotografía suya. No tarden, muchachos, que Metinides aún vive, aunque retirado, y cuando fallezca (que esperemos sea muy tarde) serán más caras. Y también me falta un catálogo de la exposición, para que los amantes del morbo que hoy echamos de menos que El Caso, además de una retroserie de televisión, estuviese presente en los quioscos reportando sobre esa España negra que no se ha ido, ni nunca se irá, que tan bien retrato Goya en el soberbio Duelo a garrotazos.