La Trasatlántica Española: el pelotazo que terminó en ruina
La Trasatlántica del marqués de Comillas dominó los mares y la política, pero acabó arrastrada por el fin de la Restauración.
21 febrero, 2016 04:03Noticias relacionadas
De entre todas las revoluciones del siglo XIX, destaca la de los transportes: cruzar los océanos se convirtió en un lucrativo negocio para quien tuviera barcos suficientemente rápidos, grandes y cómodos como para establecer un servicio regular. Eso era un problema para España, que aún poseía Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Dejar que la comunicación con estos territorios estuviera en manos de Inglaterra, Francia o Alemania, era condenarse a la irrelevancia. Pero, a la vez, faltaba músculo para crear una empresa con capacidad de inversión suficiente.
Esa empresa existió: fue la Compañía Trasatlántica Española, y un libro de reciente aparición, A rumbo, de Lino J. Pazos (Damaré), repasa su historia. Su importancia en los años de la Restauración fue tan grande que su fundación en 1881 por Antonio López y López, a quien dos años después sucedió su hijo Claudio López Bru, hizo a sus dueños de los hombres más influyentes del régimen. No en vano, recibieron el título de marqués de Comillas, y cuando le fue concedida a la compañía la exclusiva del servicio a las Antillas, el mismísimo Alfonso XIII descansaba en la casa familiar, donde se le organizó una parada naval para su personal disfrute. La compañía llegó a disponer, en 1894, de 33 barcos, y a mantener varias líneas que enlazaban España y Europa con América, África y Filipinas. Además, puso en marcha en Matagorda (Cádiz) un gran astillero para disminuir la dependencia del extranjero.
La única forma en que la compañía podía mantener el pulso con las grandes navieras europeas era con la política de concesiones exclusivas y subvenciones del Gobierno. Y eso tuvo su contrapartida cuando su flota fue movilizada para suplir las deficiencias del ejército en el transporte de tropas a Cuba para sofocar las revueltas, especialmente a partir de 1894.
La participación de la Trasatlántica en el conflicto fue una ruina: aunque el acuerdo estipulaba una compensación por cada soldado transportado, lo cierto fue que la deuda (más de 25 millones de pesetas de la época) apenas fue pagada por el Estado. Pero lo peor fue que, si las condiciones del viaje de ida eran pésimas (los soldados iban amontonados en buques abarrotados), la vuelta fue horrorosa: la desidia del Gobierno por la suerte de los españoles que quedaban en las islas y el incumplimiento por parte de Estados Unidos del compromiso de repatriarlos ordenadamente hicieron que las condiciones higiénicas y sanitarias fueran infames en los barcos: se calcula que más de 4.000 cuerpos de fallecidos en los buques fueron arrojados al mar en lo que duró la campaña de repatriación.
Esa situación convirtió a la compañía en blanco preferente de la prensa de izquierda. Así, El Socialista publicaba un artículo bajo el título de "Asesinos", y afirmaba que "el mismo calificativo debe aplicarse a la Compañía Trasatlántica, que, por defender la oportunidad de amasar cuantiosos beneficios, admite la carga de centenares y centenares de agonizantes...". Firmas destacadas como las de Pi i Margall o Vicente Blasco Ibáñez se unieron al coro de los que señalaban a la compañía. Pero Pazos afirma que ésta intentó en la medida de lo posible amortiguar las carencias del ejército: "con unos medios muy limitados y después de una guerra como la que se sufrió en aquellas tierras antillanas, los buques, que en algún momento habían sido requeridos por el Estado y convertidos en carboneros, se acondicionaron como se pudo como hospitales, considerando que no fue posible otro tipo de transporte dado que nuestra flota no contaba con barcos adecuados. Los López fletaron numerosos buques extranjeros para esta labor". Además, la compañía tuvo que abandonar la explotación de varias líneas, perdió varios barcos, y alguno, como el Montserrat, al mando del capitán Manuel Deschamps, se destacó al lograr superar el bloqueo norteamericano.
El escándalo se repetiría en la Semana Trágica de Barcelona de 1909, cuando el rechazo al embarque de soldados para Marruecos, entre los que eran mayoría los cabezas de familia obreras, llevó a una revuelta que tuvo que ser sofocada militarmente. Nuevamente, la compañía sufrió las iras, pues no sólo sus buques eran los que llevaban a las tropas a África, sino que el marqués de Comillas era también uno de los máximos inversores en las obras de construcción del ferrocarril del Rif, cuyo ataque había sido el detonante del conflicto.
Todo esto hizo que, con la llegada de la República, le fueran revocados a la compañía todos los privilegios, lo que cercenó su viabilidad, en un momento en el que intentaba superar las pérdidas ocasionadas por la Gran Guerra. La Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial terminaron de cerrar su época gloriosa: fue malvendida, acabó integrada en el antiguo INI (Instituto Nacional de Industria) y, ya una sombra de lo que fue, privatizada en 1994.