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-Xa está chegando.
-¿Quen?
-Xa está chegando o día.
En una de las esquinas del Campo da Festa, la más cercana a la curva de Angrois, hay tres bancos de madera que se miran entre sí. Tras ellos, un pequeño nogal que se salvó de la tragedia. Varios metros hacia delante, las vías del tren dibujan el sendero que conduce a Santiago de Compostela. Manolo está sentado ahí este jueves. Fuma y repite la frase con resignación, observando los raíles y asumiendo de nuevo la llegada de curiosos que le hacen repetir, a él y a los demás vecinos, ese eterno retorno a la tarde más negra de la historia reciente de Galicia.
-Xa está chegando o día.
Las nubes cubren el cielo como aquella tarde, esa de hace cuatro años, el 24 de julio de 2013, a unas horas de que arrancasen las fiestas del Apóstol. Aquel día, minutos antes de las nueve menos cuarto de la noche, Manolo estaba sentado exactamente en el mismo sitio que ahora con otros de los habitantes del pueblo. Entonces se puso a llover. “Eran sobre las ocho y media. Dijimos: venga, vamos para casa”. Se levantaron y se fueron. Minutos después, a las 20:45, el tren Alvia 01455 Madrid-Ferrol tomaba la curva de A Grandeira a 190 kilómetros por hora, descarrilaba y se estampaba justo contra esa esquina en la que poco antes se encontraba sentado Manolo.
La locomotora del tren volcó hacia la derecha y se arrastró sobre ese lateral durante varias decenas de metros hasta chocar con el muro a la altura del puente, que cruza por encima de las vías. Uno de los compartimentos traseros del tren arrolló la zona en la que estaban los bancos. “Ya en casa, escuchamos el estallido. Pensé: ahí fue el tren. Nos salvamos por la lluvia, de milagro. Si nos llegamos a quedar aquí más tiempo, nos llevaba por delante”. 80 personas murieron y 144 resultaron heridas.
Han pasado cuatro años. Todos los habitantes de Angrois tienen su propia versión de la historia de aquella noche. Dónde estaban, qué hicieron, a quién salvaron, cómo echaron un cable, el olor del fuego quemando los vagones traseros, los gritos desde el amasijo de hierros, el silencio sordo después, el sabor amargo de la muerte.
Imágenes inéditas y actuales del accidente de tren de Santiago de Compostela. Por Mónica Ferreirós
Uno de los vagones salió despedido por los aires y fue a parar unos metros detrás de los bancos que miran a la curva, como un meteorito de hierro y chapa. Se estrelló en la plaza, contra el palco que hasta entonces servía de escenario en las fiestas del pueblo. Había gente dentro.
Treinta metros atrás está el O Tere Bar Rozas, el único del pueblo, en la parte de abajo de la casa de Pilar Ramos, que tiene 64 años y está a punto de echar el cierre del negocio. Ella ha sido, durante estos cuatro años, el barómetro del pueblo, el hombro en el que apoyarse, a quien los familiares de las víctimas acuden cuando regresan a la zona cero. Su puerta se cerrará el próximo mes de septiembre. Se jubila y dejará de servir cafés treinta años después de abrirlo. Allí, los héroes de Angrois comparten entre sí el tiempo libre, las tazas de vino de la casa, los abrazos.
El único bar de Angrois
Pilar es una mujer grande, de voz pausada y ojos rasgados. Escucha más que habla. La mañana del jueves, un grupo de peregrinos baja por el puente que cruza la vía del tren y se dispone a culminar la última etapa del camino. Sin embargo, antes es preciso realizar la parada obligada: acodarse ante la barra de Pilar. Vienen de corto, bien equipados pero uniformados. Son agentes de la Guardia Real. “Me avisaron ayer que vendrían y que iban a parar, así que ya estaba preparada”, asegura Pilar a EL ESPAÑOL.
Los últimos cuatro años han sido los más duros. Mil y una veces ha tenido Pilar, como el resto de los vecinos, que explicar la historia a los curiosos que por allí se acercan. Con resignación y paciencia, responde una y otra vez a las preguntas. “Cansa mucho porque ya sabes a qué vienen. No es que no lo sepan, es que quieren saber más detalles. Y ya no hay nada más que contar. Lo mismo de siempre”, responde, reclinada en la barra. Ella y los demás vecinos tratan de pasar página.
Angrois es parada obligada de todos los peregrinos. Es el último peldaño antes de pisar la catedral y tocar el Pórtico de la Gloria. El puente, al lado de la cafetería, se convirtió tras la catástrofe en una suerte de santuario en el que los viajeros depositan toda clase de objetos para honrar la memoria de las víctimas: calcetines, rosarios, bolígrafos, gorras, guantes, pulseras, flores, piedras, conchas de vieira, corazones, crucifijos, banderas de distintas comunidades autónomas, chalecos reflectantes, botas de montaña… Todo ello está colgado de la verja, encima de la curva. Cada vez que pasa alguien, y observa el tributo funerario, no puede evitar preguntar al detenerse metros más abajo en el O Tere. Entre otras cosas, porque la senda del Apóstol pasa por delante.
En la pequeña parroquia a los pies del Monte do Gozo las aguas parecen volver a su cauce. Gracias a Pilar, que ha sido en parte psicóloga de todos, las cosas van a mejor. Nadie mejor que ella para escuchar. Ahora muchos recuperan la alegría y la conversación en las mesas del O Tere. Pero si sale “el tema”, ya la cosa cambia. Entonces, ella vuelve a contárselo a quien pregunta: que el día del accidente, los agentes de la Policía y de la Guardia Civil montaron el operativo dentro de su bar; que ella llamó rápida al 061 en cuanto vio la humareda y el desastre; que ha logrado sostener la moral de muchos en las conversaciones de los últimos años dentro de su cafetería, que está cansada de llorar…
Los años siguientes, los vecinos, todavía acosados por la atención mediática, trataron de rehacer su vida. Siendo el único local de xuntanza, descargaban allí sus penas, al calor de una taza de vino casero. Muchos estuvieron en tratamiento psicológico. “Les decías: venga, no pasa nada, hay que seguir, hay que tirar. Aún hoy es muy difícil, aunque este año lo estamos llevando mejor”, relata Pilar. Querían soledad, paz y poder olvidar. Nadie lo entendía. Ellos, gente tranquila (y buena), habían visto lo que nadie dentro de aquella amalgama de metal, hierro y gritos.
Un día, poco tiempo después del accidente, sonó el teléfono del bar. Alguien preguntaba por ella. “Llamaban de fuera. Querían saber si teníamos lotería, que querían comprar un décimo”. Al poco, Pilar comenzó a vender una participación en el Sorteo de Navidad. “Ese primer año lo vendí entero muy pronto. Casi 30.000 euros de recaudación. Compraban de todas partes pero claro, en el pueblo pensábamos: ojalá toque aquí. Después de tantas desgracias, habría sido una bendición”. Pero nunca tocó, ni en Angrois ni fuera de Angrois. Los foráneos, llevados por la superstición, se acercaron a la taberna desde distintos puntos de España para hacerse con uno de los décimos vendidos en el pueblo. Hubo hasta quien llegó de México solo para comprarlo y volverse. Este año, Pilar ya no vende lotería.
Vinculados a quienes salvaron
Pilar sirve tazas de vino y pone cervezas mientras una de las vecinas observa un cuaderno anillado repleto de fotos de aquel día. En ellas aparecen los protagonistas: los héroes y las víctimas de la tragedia ferroviaria. Los habitantes de Angrois han cambiado, pero hay cosas que siguen igual. Ella luce el mismo mandilón. Evaristo, que bebe tinto en la esquina de la barra, lleva el mismo gorro verde y blanco que aquel día, el gorro de siempre, el que se ve en las instantáneas de entonces. Fue él quien sacó a Garzón, el maquinista, de la locomotora del tren, y así sale en las fotografías. Sigue teniendo, dice su mujer, el mismo carácter bonachón. Al menos, por fuera. Pero hay muchas cosas diferentes.
Son muchos los vecinos del pueblo que mantienen estrecha relación con aquellos a los que salvaron. Muchas veces, el bar es el vínculo, la referencia para quienes peregrinan a Angrois en busca de sus salvadores. El lugar donde descargar las lágrimas al llegar, años después de lo ocurrido.
Mientras los periodistas hablan con Manolo en los bancos al lado de la vía, un joven delgado que viste chándal y sudadera roja se acerca y se sienta. Es Abel, el protagonista de una de las imágenes más reconocibles de la tragedia: la de un joven que sostiene en sus brazos a una chiquilla rubia a la que acaba de sacar del interior de los vagones. Esta foto dio la vuelta al mundo. Con ella y con otros a los que sacó del interior se siguió hablando los años siguientes. “Más o menos, una vez cada dos semanas, una vez al mes. Es inevitable”, dice. Ha surgido amistad, incluso. “Mantengo bastante contacto con Carmen, una chica de Madrid que casi todos los años lee aquí en el homenaje. Una vez o dos al mes hablamos. Está ahora bastante recuperada”.
Cada 24 de julio, en el homenaje que se hace junto a la curva, Abel se reencuentra con algunos de ellos. También llegan otros nuevos que se le presentan y le dicen: “Tú no me recuerdas, pero me salvaste la vida”. Abel agacha entonces la cabeza, entre cohibido y abrumado. Nunca sabe cómo afrontar ni qué decir en esas situaciones. “No somos héroes. Es una palabra que no nos gusta. Lo que hice yo, lo que se hizo aquí lo habría hecho cualquier persona. Eso es así. Lo que sí que queremos es que se sepa la verdad, lo que en realidad pasó. Qué fue lo que falló y si hay responsables".
Uno de los peores recuerdos de Abel, que tiene 32 años, tiene que ver con el peso de los cuerpos. La sensación, al cargar con alguien a quien se le podía salvar, de estar sosteniendo algo hecho como de goma. La impresión de estar cargando en brazos con una persona viva, pero a la vez notarla inerte, lánguida, como un saco maleable de músculos, huesos y sangre. “De eso no nos vamos a olvidar en la vida. El día del Apóstol ya no es lo mismo para mí. Ya no me sale vestirme, prepararme y salir de fiesta como hacía antes. Prefiero quedarme en casa. Otro día sí, pero ese ya no”.
Abel vive muy cerca de la curva en la que se estrelló el tren. Al día siguiente, apenas había dormido. Cansado y derrotado, fue a abrir la puerta de la calle y se encontró a decenas de periodistas agolpados contra su puerta. Aquello le sobrecogía. “Y así todos los días, todos los días. A la semana siguiente, mi hermana llegó un momento que me dijo: “Abel, tú no estás bien. Tienes que salir de aquí como sea. Tienes que cogerte una semana e irte a donde nadie te reconozca. Tienes que descansar””, recuerda el joven. Cogió y se fue durante una semana con su novia a la Isla da Toxa (O Grove), un balneario situado en la provincia de Pontevedra, un lugar en el que poder pasar desapercibido. Allí, uno de los días, al terminar de comer, Abel se levantó y fue a la barra a pagar.
- Queremos la cuenta, por favor. Dígame cuánto es.
-No, no. No es nada.
-¿Cómo que nada?
-No, de verdad. Dice mi jefe que no te preocupes. No hace falta que pagues. Así está bien.
Ni huyendo unos días de casa. Era consciente, claro, de que su imagen y la de otros vecinos que rescataron a tantas personas estaba en todos los telediarios del país. “Nosotros sólo queríamos seguir siendo personas normales. Pagar como todo el mundo en los sitios. No hicimos nada especial”, dice Abel.
Nuevos tiempos
En septiembre, los habitantes de Angrois se quedarán sin su rincón en el que juntarse para tomar las cervezas. “Ahora hay que intentar salir para delante y olvidar todo lo posible”, dice Pilar. Los vecinos ya están mentalizados. Habrá que buscarse una nueva barra en la que seguir haciendo piña y tirar para arriba los unos de los otros. Qué van a hacer ahora sin su particular psicóloga, la que levantó el animo a todos cuando estaban en el peor momento.
Hace unos días, un hombre que no tenía aspecto de peregrino apareció en el bar. Venía desde Barcelona, le faltaba el ojo izquierdo, tenía heridas en la cara. Ya no puede ni levantar el brazo, pero salvó la vida gracias a alguien del pueblo que entró en uno de los vagones y le sacó de allí. Fue a Angrois a buscarle. Sabía el nombre, pero no recordaba nada más. “Quería saber si podíamos localizar al que le había salvado para darle las gracias. Solo había venido para eso”, explica Pilar. Es muy habitual esa escena en los últimos cuatro años. El vínculo, así, se perpetúa.
Mientras tanto, más arriba, en el puente que cruza las vías del tren, aparece un nuevo grupo de peregrinos. Dos hombres, cuatro mujeres, tres niños y dos niñas se detienen junto a la verja en la que ondean las banderas, las pulseras y demás amuletos que honran a las víctimas del Alvia. Se detienen y se apoyan en la barandilla. Uno de los pequeños no puede evitar la pregunta.
-¿Qué pasó aquí, mamá?
-Es la curva en la que se estrelló el Alvia. Vamos a dejar el bolígrafo. Aquí atado. Toma, papá, ponlo en la verja - responde la madre.
-¿Por qué hay que dejarlo?
- Porque todo el mundo que pasa, deja algo en recuerdo de los que murieron aquí.
El padre del chiquillo engancha el bolígrafo en el alambre y el pequeño grupo prosigue su camino. Queda poco para llegar a Santiago, apenas unos cinco kilómetros. Al bajar la cuesta, giran a la izquierda. Manolo, todavía sentado en el mismo banco al lado de la curva, lo observa todo desde abajo. La familia tuerce a la izquierda por la calle del bar de Pilar. Y ya ahí, la parada final antes de la última subida hacia la ciudad del Apóstol. Las heridas duelen, pero se van cerrando. La vida sigue en Angrois.