Sánchez, jugar y perder
Pedro Sánchez se lo ha jugado todo porque, como ha escrito cada columnista español, en uno de esos contagios entrañables que se dan en el oficio (faltaba yo, y aquí estoy), solo le cabía ser “César o nada”. Nunca un hombre tan normalito se había visto sometido a opciones tan extremas. Ha intentado ser César, es decir, presidente, y de momento va camino de la nada. Un final heroico, en cualquier caso, para el dueño de ese aspecto de vendedor de enciclopedias (unas enciclopedias en las que no estaba destinado a salir).
Para ser César, Sánchez sí que reunía una de las condiciones: tener un Brutus en ciernes, que en su PSOE es Susana Díaz (por las cosas del género, no tengo ningún inconveniente en llamarla Bruta). Siguiendo con las comparaciones romanas, Sánchez ha jugado a emperador y puede acabar como cristiano en el circo, alimentando a los barones, quiero decir, a los leones. Metáfora gastronómica que me recuerda a la formulación decadentista que, en vez de lo de “César o nada”, prefería Luis Antonio de Villena: “Faisán o hambre”. En el caso de Sánchez, faisán para comer o faisán (o lo que fuere) como comida.
Ha sido el suyo un maquiavelismo de ruleta, o de dados: demasiado encomendado a la fortuna, que es precisamente la parte que, según Maquiavelo, no controla el sujeto. Para la que sí controla, la que depende de su fuerza o virtù, Sánchez no tenía suficientes votos, esa stamina del videojuego político.
Lo más bonito ha sido que, en su desesperación, Sánchez no haya elegido (¡al menos en este primer turno!) la alternativa más desesperada, la de aliarse con Podemos. Algunos en su partido le animaban a ello, empezando por su contrincante en las primarias, Pérez Tapias, ese Talegón talludito, uno de nuestros abuelos rockeros de la ideología. Pero Sánchez escogió a Ciudadanos, quizá porque ha compartido asesora de imagen con Albert Rivera, y eso une mucho en política.
El problema de Sánchez, al cabo, es que para su presidencia razonable habría necesitado el apoyo o la abstención del PP: que fue lo que rechazó desde el principio, por esa superstición de “la derecha” (tic que sí comparte con Tapias). Y en ese rechazo está su contradicción, o su imposibilidad de base: si su propósito hubiese sido no rechazar al PP, al final el que tendría que haber gobernado, con el apoyo del PSOE, era el PP.
Sánchez se queda así como tantas cosas en España: como una promesa volátil, sin pies, sin consistencia, sin posibilidad. Como lo que soñamos para cuando nos toque la lotería o nos beneficie un lance: una jugada en vano.