Son hermanos, aunque no se parecen. Quizás el observador atento vea coincidir en su fisonomía algún rasgo común, como su mentón cuadrado o su tez bronceada por el sol, pero no hablan ni se expresan igual, y ni siquiera han estudiado lo mismo: uno es licenciado en Educación Física y, el otro, técnico en industrias agroalimentarias. Responden a los nombres de Jorge y Raúl Benito y en Ciudad Rodrigo (Salamanca) se los conoce como "los de los caracoles". Mientras que sus vecinos se dedican a arar y sembrar el campo o a criar vacas y ovejas, ellos cultivan en su granja nabos forrajeros a veces mezclados con acelgas y trébol con los que construyen un ecosistema apetecible para sus peculiares inquilinos: los burgajos, también conocidos como caracoles comunes, de jardín o machos.
"Me encuentro algunas personas que dicen que en España no hay trabajo. Y yo siempre les respondo: ¡este nos lo hemos inventado nosotros solitos! No te van a ir a buscar al sofá de casa, ¿no?". Quien ríe, bonachón, con ese don de gentes que la educación o la gracia sólo conceden a unos pocos afortunados, es Jorge Benito, el hermano mayor. No lo dice con veneno ni rencor, sino sabedor de las vicisitudes y las dudas que él y su hermano tuvieron que padecer para sacar adelante su empresa, Helix Zamarro –nombre que eligieron en honor a su bisabuelo, originario de Zamarra, "le llamaban 'el zamarro'"– y cuyo desempeño requiere de muchos otros dones, como el de la improvisación o el de la observación, porque criar caracoles es un arte al alcance de muy pocos y un error en el proceso de reproducción, engorde o hibernación forzada puede ser fatal.
Si la ganadería bovina y ovina es una ciencia milenaria que se estudia en universidades, la helicicultura, la asignatura de los Benito, tiene pocas décadas de sabiduría. "Se conoce mejor cómo exterminar a los caracoles cuando se convierten en plaga que cómo cuidarlos", asegura Jorge, quien durante la entrevista toma la batuta como portavoz de la empresa. Los caracoles, explica, son sensibles y caprichosos con el clima y extremadamente delicados con la humedad: mucho frío o mucho calor los fuerza a esconderse bajo la tierra, a dormir sin descanso en la oscuridad, a morir parasitados o a perecer quemados por el sol.
En julio, sin ir más lejos, los Benito perdieron miles de ejemplares porque la malla de plástico de una de sus tres parcelas no transpiró bien el agua de los nebulizadores de regadío. La humedad, sumada a las altas temperaturas de un verano extremadamente cálido, consecuencia irreversible del cambio climático, fueron un cocktail fatal para sus pequeños moluscos. A pesar de algún que otro traspié como aquel, Jorge y Raúl Benito llevan 20 años en el negocio, lo que los convierte en dos de los pocos veteranos del sector del caracol en España. Su empresa lleva constituida desde abril de 2005 y arrancaron oficialmente 2007, cuando ya tenían sus instalaciones completadas.
Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los empresarios de la competencia, algunos de los cuales son ya polvo de estrellas, ellos no sólo tienen una granja de engorde, sino que también tienen en propiedad una gigantesca nave donde reproducen a 70.000 sementales (los caracoles más grandes y sanos, destinados al cruce) para producir, todas las primaveras, la friolera de 30 millones de alevines que venden a sus clientes. "Piensa que en nuestra primera fase de reproducción obtuvimos 700.000 caracoles. Ahora eso lo sacamos en un día". La dimensión del negocio es, empero, apabullante.
A su patrimonio suman, además, una sala de hibernación forzada donde purgan los ejemplares de caracoles ya adultos, una cámara frigorífica para mantenerlos 'dormidos' y otra habitación donde hacen la transformación del animal y su envasado para consumo humano. De hecho, en un palé gigante, en una esquina del almacén, hay unas apetecibles tarrinas de caracoles en salsa de tomate que ellos mismos preparan, pero son sólo muestras. "Nosotros no habíamos probado el caracol antes de tener este negocio", bromea Raúl Benito. "Pero, con el tiempo, hemos pasado de ser unos simples granjeros a ser una de las empresas de referencia como criadores de caracoles en el país".
Su granja tiene una enorme capacidad productiva que les reporta todos los años alrededor de 200.000 euros de facturación. "En la sala de reproducción facturamos unos 60.000–80.000 € y el resto viene de la venta de materiales y, sobre todo, de la venta de caracol terminado al cliente final". Jorge y Raúl Benito se encargan de asesorar a los empresarios novicios que quieren iniciarse en el arte de la helicicultura. Ofrecen ayuda teórica y técnica, suministran el material necesario para montar nuevas granjas –montar una desde cero puede costar alrededor de 30.000 €– y venden a sus clientes los alevines –caracoles bebé– para que los engorden. A veces, ellos mismos los compran de vuelta para revenderlos a su larga lista de clientes, entre los que se encuentran algunos restaurantes Michelín.
"El problema del caracol es que es estacionario: cuando hay, hay mucho, y cuando no hay, nadie tiene. En España, que es, junto con Francia, uno de los países donde más se consune, desgraciadamente, la demanda es muy superior a la oferta. Nuestro freno es el propio mercado. Por eso debemos desestacionalizarnos con nuevos modelos de negocio, como el envasado o la formación para nuevas empresas. Hasta acabamos de abrir un canal de YouTube divulgativo y estamos pensando en hacer algo con la baba de caracol, pero es un tema complejo porque conlleva pasar por un laboratorio. Estamos en ello", asegura.
Los Benito departen con arrobo sobre su negocio. Mientras explican cómo funcionan los nebulizadores que mantienen verdes sus granjas, señalan las diferencias que hay entre las mallas antigranizo y las de plástico o ríen al recordar cómo les ha tocado ir a hacer alguna charla a los colegios de sus hijas para explicar su exótico negocio, caminan por el sendero que divide dos herbazales de una de sus tres granjas. La que pisan, y en la que se desarrolla parte de la entrevista, tiene 600 metros cuadrados y es la más pequeña. Las otras dos suman 900 y 1.600, lo que da un total de casi 3.000 metros cuadrados de granja que producen entre kilo y medio y 2 kilos de caracol por metro cuadrado.
Los granjeros miran constantemente al suelo, evitando pisar a los caracoles. Cruje bajo la suela de un zapato un caparazón. Se me hiela la sangre. "¿Lo habrá...?", pienso. "Tranquilo, hay alguno seco", se adelanta Jorge Benito, riéndose, y se agacha para señalar a un grupo de diminutos alevines que han perecido agostados por el sol sobre una de las planchas en las que se suelen refugiar. A la altura de los tobillos hay un montón de pequeñas cajitas de madera blanca.
Hace un calor bochornoso, en parte por la ligera humedad que desprenden las hierbas asilvestradas que hay a los lados del camino y, en parte, por la temperatura acumulada por las mallas de plástico que separan las plantas y los burgajos del exterior. "Ahora quedan pocos caracoles porque la temporada de engorde va desde finales de febrero hasta septiembre y la recogida es en otoño. Aunque, si te fijas, en el envés de las hojas hay muchos, sobre todo pequeños".
Su hermano Raúl levanta una de las cajas, a la que se refiere como refugio, y en la cara interna color burdeos aparecen decenas de caracoles pegados, dormidos, solemnes, ajenos al destino que les espera: la cazuela. Los Benito comienzan a cogerlos y los colocan en sus manos. Cinco, diez, veinte, cuarenta, que chocan entre sí como piedras de mar. "Su dieta es variada: por un lado tienen esta vegetación [señala a ambos lados] y, por otro, un pienso compuesto por cereales como trigo y cebada con bastantes minerales y un corrector vitamínico".
Uno de los burgajos comienza a asomar del borde del manto: muestra, primero, su rádula; después los tentáculos y unos ojillos que Dios sabe qué estarán viendo. Empieza a arrastrarse por la palma de Jorge Benito y por encima de uno de sus compañeros, al que empuja al suelo. "¡Cuidado!", exclamo. "No te preocupes, son duros. Ya son adultos, y aunque los pisaras en mitad del campo la concha no se rompería fácilmente". Se agacha y lo devuelve a su mano.
Le pregunto a Jorge Benito por una de las grandes peculiaridades de los caracoles: su método de reproducción. "Son hermafroditas incompletos. Es decir, son machos y hembras al mismo tiempo. Pero es curioso, porque los genitales femeninos maduran más tarde que los masculinos, por lo que hay una época de su vida en la que el caracol puede ser sólo macho. Cuando ambos están desarrollados, se aparean de forma cruzada; es decir, los genitales masculinos entran en contacto con los femeninos, y a la inversa. La parte femenina, sin embargo, es más compleja, porque tiene una suerte de bolsa donde los caracoles guardan el esperma de los apareamientos y lo usan cuando tienen las condiciones propicias para hacer sus puestas".
"Esos caracoles que habéis visto en la granja ya están listos para la recogida", continúa. "Lo sabemos porque tienen el borde formado y la concha muy dura. De lo contrario, estaríamos recogiendo caracol inmaduro. Estos los hemos aguantado un poco sabiendo que veníais. Algunos, incluso, serían buenos sementales aptos para el apareamiento la próxima temporada. Una vez recogidos, el siguiente proceso es llevarlos a la sala de secado, donde se practica la hibernación forzada. Encendemos unos ventiladores frente a ellos y se refugian. ¿Los escuchas?". Efectivamente, a lo lejos, en otra habitación, zumban, como los álabes de un molino de viento, las aspas de decenas de ventiladores negros.
Los Benito continúan el tour por las instalaciones de Helix Zamarro, ya fuera de las granjas. Ahora nos llevan a una gigantesca nave en la que huele a amoniaco. Pasamos por una sala de transformación donde acaban con los caracoles antes del cocinado y llegan a una cámara frigorífica en la que hay cientos de cajas apiladas unos dos o tres metros de altura. Estos caracoles, por ejemplo, no se tocan porque están destinados para venta. Otras cajas, llenas de caracoles aún no maduros, se guardan aquí para la próxima temporada, que comenzará en primavera.
"En el mercado mayorista podemos llegar a vender estos caracoles a cuatro o cinco euros el kilo. Durante la pandemia, cuando los restaurantes estaban cerrados, el mercado nos forzó a venderlos a la mitad, pero ahora los precios se han vuelto a estabilizar. Luego está el coste para el minorista. Si tú vienes a comprarme dos kilos de caracol, a lo mejor tienes una factura de diez o doce euros por kilo, pero depende: hay veces que hemos vendido una bolsa de caracoles ecológicos por 25€", concluye Raúl Benito.
En la sala contigua descubriremos los ventiladores antes mencionados, unos aparatos negros que están colocados frente a decenas de cajas de fruta que transpiran por todos lados y en cuyo interior, en unas pequeñas mallas de color amarillo, hay kilos y kilos de caracoles esperando su destino. Aplicarles aire durante cuatro o cinco días los fuerza a secarse, lo que los purga –es decir, sueltan el excremento y el agua– y, una vez dormidos, son depositados en la cámara frigorífica, donde se mantienen hibernando, vivos, para venderse directamente como producto gourmet o ser usados como sementales.
El caracol, recuerda Benito, puede vivir hasta tres o cuatro años, pero eso es algo anecdótico por los innumerables depredadores naturales que lo acechan. "Se los comen los pájaros, las hormigas, los aplastan los coches o los zapatos, y el que se queda pegado a cualquier lado muere deshidratado por el sol. Lo pilla todo. Por eso ponen 80 o 100 huevos de una tacada. El que llega a adulto se comporta como especie, no como individuo. Un caracol pesa una media de 8-10 gramos y hace una puesta de 3-4 gramos, huevo a huevo, el equivalente a la mitad de su peso. Si se vuelve a aparear y vuelve a poner, cae exhausto y muchas veces muere".
Resulta apasionante escuchar a Jorge y Raúl Benito hablando de un animal aparentemente tan poco interesante como si se tratara de un misterio de la naturaleza aún por descubrir. "Recuerda que la ganadería lleva milenios de conocimiento y esto de los caracoles... aún está en pañales. Ni siquiera tenemos un veterinario para esto", ironiza. A pesar de la humildad de conocimientos de la que hacen gala los hermanos, ellos sí que saben diferenciar pequeños detalles que marcan la gran diferencia: los distinguen según su morfología, su color, su madurez, su edad. No es lo mismo un escargot francés que un burgajo; tampoco un serrano que una cabrilla.
Por eso no puedo evitar sonreír cuando Raúl se acerca, emocionado, con algo entre las manos, con si hubiese descubierto un pequeño tesoro. "¿Qué tiene de especial?", le pregunto, ingenuo, al ver un caracol como otro cualquiera despertando entre sus dedos. "¿No lo ves? ¡Tiene la concha del otro lado! Esto es algo rarísimo". Los 'patriarcas' del caracol de Ciudad Rodrigo, en fin, aún tienen mucho que enseñarnos.