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Irene Vallejo está desbordada, exhausta y feliz: a su libro le han salido tantos novios que no la dejan descansar ni en sábado ni en domingo. Su teléfono suena tan seguido como el de uno de esos tipos del business que habitan la última planta de los rascacielos -desde ahí se rifan el mundo- o el de una estrella del rock fumadora, millonaria, tatuada e impenitente. Pero ella es una filóloga clásica, zaragozana y de 42 años -los ojos transparentes, el cuerpo enjuto, las ojeras leves cargadas de páginas; tan bella, tan sabia y sencilla; sin performances ni alardes, sin ánimo vanidoso, materialista ni histrión-: he aquí su gran rebeldía.
Apenas tiene tiempo para comer, Irene, pero sonríe con una dulzura desarmante ante la avalancha de su fenómeno imprevisto, fulgurante, atronador: más ahora que El infinito en un junco (Siruela), después de convulsionar España, ha aterrizado ya en 15 países nuevos -serán 35 en total-, multiplicando los panes y los peces de su éxito ensayístico y metaliterario. Lo ha ganado todo, ha recibido todos los honores y la fascinación unánime de público y de crítica. Fue el libro de oro en 2020 y sigue siéndolo en 2021: lo será también en los años venideros porque va camino de convertirse en un mito vivo. Irene busca hueco para esta entrevista haciendo encaje de bolillos, apurada. Se nota que su amabilidad natural le dificulta el desplante.
Íbamos a vernos en el Café Levante de Zaragoza, íbamos a pasear el Paraninfo, pero ómicron se presentó como los malos presagios en las fábulas y nos reventó una cita que soñábamos clásica -¡con lo que nos gustan!-. Así que inauguramos la velada por Zoom a las nueve de la noche de un miércoles rayano en la navidad más extraña: desde la pantalla me asomo a su colosal biblioteca, su hijo diminuto y encantador saluda a la cámara y su compañero de trabajo y de vida, Enrique, me dice que celebra el encuentro a pesar de las adversidades víricas. Son una familia tan mágica, tan generosa y risueña que una duda entre ponerles un piso o acoplarse en el suyo para pasar las fiestas.
Cuando Irene habla de las agresiones que sufrió en el colegio por ser una niña lectora y con inquietudes propias, uno desea volver atrás en el tiempo, colarse en el patio y abrazar a esa Matilda precoz y brillante, a esa minúscula joya incomprendida. Uno desea salvarla de la crueldad del mundo, de la mediocridad de la masa. Suerte que no hizo falta porque ya se salvó ella sola y ahora es una mujer que tiene palabra y la usa, que mejora la vida escribiéndola. Menos mal que se negó a ser abogada. Menos mal que ignoró a los que le hablaba de "porvenir" -algo que siempre significa "dinero"-. Menos mal que se enamoró pronto de Homero. Lo bueno también es bueno porque ha resistido: como ella misma, como los placeres y los libros.
Pregunta.- El libro está dedicado a su madre -"mano firme de algodón"-, y en alguna ocasión ha contado que su padre le leyó La Odisea y la volvió mitómana. ¿Qué tiene Irene Vallejo de su madre y qué de su padre?
Respuesta.- Ambos eran grandísimos lectores, pero de libros muy diferentes: mi padre leía historia, pensamiento y filosofía, era un gran lector de ensayo, y mi madre, novela y poesía. Es curioso, porque El infinito en un junco acerca sus dos mundos. Los dos se tomaron muy en serio desde mi infancia que yo quisiese ser escritora. ¡Y a lo mejor era una niña de diez años! Alimentaron esas inquietudes. Mi padre me llevaba desde Zaragoza a Madrid muchos fines de semana para ir a museos o al teatro y para participar de la vida cultural de la ciudad. Mi madre me regaló un teatro de marionetas para que yo escribiese mis propias obras teatrales. Mi casa siempre fue un lugar seguro, especialmente durante los años del acoso escolar, que fueron duros para mí… intentaba pasar desapercibida en el colegio y anularme para no sufrir agresiones. Pero en casa podía seguir preguntando, leyendo, viendo películas, compartiendo, interesándome… mostrando mi sed de niña.
P.- ¿Fuiste perseguida en el colegio por tu afición a los libros?
R.- Bueno, mis compañeros notaron que yo era diferente en muchas cosas: en lo que pensaba, en mi universo, en mis ganas de crear, de escribir, en los libros que leía, en las cosas que hacía en mi tiempo libre. Había una diferencia de inquietudes, de búsqueda, de actividades y de vocabulario. Cuando lees mucho, usas algunas palabras que pueden parecer redichas o pretenciosas, no manejas bien los registros. Me llamaban "repipi". Recibí muchos ataques.
Mis padres se divorciaron en una época en la que había poquitos niños con padres divorciados, y eso marcaba una diferencia. Sufrí agresiones que no les contaba a mis padres, no del todo: algunas de las cosas las ha leído mi madre en este libro. Me destrozaban o robaban cosas y yo decía "no, las he perdido", o "me he tropezado y me he hecho daño". Les encubría, porque existía esa ley en el colegio, la de que si pedías ayuda o te chivabas a maestros o padres eras lo peor. Lo peor era el delator, el chivato, ese era el nivel más bajo y despreciable. La única dignidad que me quedaba era la de aguantar el chaparrón.
P.- ¿Cómo te ayudó la literatura a sobrevivir a esos ataques?
R.- La literatura es un territorio de libertad donde cuentas lo que no debes contar, donde incluyes lo que no tiene lugar en el relato. Es un altavoz para las realidades ocultas. Subraya lo que está negado, suprimido, silenciado… como yo misma entonces. Es importante en esta época de redes y de filtros donde todos parecemos tan felices por las redes, en esta especie de carnaval colectivo… muchas personas desgraciadas sienten que son las únicas. La literatura nos dice lo imperfectos que somos, lo solos que nos sentimos, los dilemas que tenemos, las cosas que nos chirrían y no encajamos. Bendita literatura.
"La literatura nos dice lo imperfectos que somos, lo solos que nos sentimos, es el altavoz de las realidades ocultas"
P.- Cuentas en el libro que sus padres se prohibieron tener hijos mientras viviese Franco. ¿Por qué: acaso no era ese, el mundo en una dictadura, el que querían legarte?
R.- Claro. Ellos en la universidad habían estado en la lucha contra el franquismo y eran muy conscientes de todo: habían llegado a correr peligros personales. Sobre todo mi madre tenía ese empeño, el de tener una hija que naciese en democracia, el de decidir no tenerme hasta que muriese Franco. Es curioso, porque no sabían cuánto tendrían que esperar, ¿no? Si llega a tardar más quizás no hubiera nacido (sonríe). Mis padres experimentaron y vivieron en sus propias carnes lo peligroso que puede ser disentir en una dictadura y querían otra cosa para mí. Tenían esperanzas y se cumplieron. Mi madre fue a votar la Constitución conmigo, embarazada de mí.
P.- También describes un libro clandestino de tu padre, uno que tenía la portada de El Quijote pero por dentro era El capital de Marx.
R.- No era suyo exactamente, sino que lo encontró en una de esas librerías de viejo de Madrid y me lo enseñó. Le hizo mucha gracia, porque tenía que ver con su mundo de trastiendas, de libros prohibidos y censurados. Aún está muy cerca la época en la que no podíamos leer novelas rusas o literatura experimental francesa. Por supuesto, leer a los exiliados te exigía ponerte en peligro. Por eso se acudía a las trastiendas a hacer operaciones misteriosas (sonríe con dulzura). Todo aquello tenía su ritual. Era un peligro si te registraban la casa y encontraban un libro que servía de prueba para demostrar que no eras del todo conforme. Me gustan los libros que sobrevivieron a aquello: son como náufragos.
P.- ¿Cuáles fueron los primeros libros que te cambiaron la vida?
R.- La Odisea. Me la contaba mi padre siendo yo muy pequeña. No tendría más de 4 años. Y no me lo leía, supongo que se lo repasaba un poco antes de narrármelo, pero me lo contaba de memoria. "Ahora el cuento de las sirenas, ahora el cuento del cíclope…". Yo estaba convencidísima de que Homero era mi padre. Nadie me había enseñado qué eran los autores de los libros: yo pensaba que la historia era de quien la contaba. Creo que acabé siendo filóloga clásica porque mi padre me entusiasmó con esos libros. En la época del acoso escolar, Jack London fue importante para mí: me sentía tan encerrada, todo era tan hostil, vivía entre tantas humillaciones… que leerle me permitió contarme a mí misma mi historia como la historia de alguien que está luchando contra las dificultades y que es más fuerte que sus enemigos. Me dio épica, me dio resistencia ante la adversidad.
P.- ¿Por qué el ser humano ama tanto el libro como objeto? ¿Se trata de un objeto de culto? ¿Ese romanticismo se pierde con la conversión a libro electrónico, inmaterial?
R.- El libro está en transformación constante y es bueno que así sea. El auténtico libro, el genuino, era un rollo, un pergamino, unas tablillas… ha cambiado a lo largo de los siglos. Me gusta que el libro sea metamorfosis, cambio, posibilidad de evolución. Los lectores tenemos tendencia a personificar los libros y a hablar de nuestra relación con ellos en términos amorosos, no los tratamos como a un objeto inanimado: entendemos que hay una persona ahí detrás que ha plasmado sus emociones, sus hallazgos, su experiencia de vida, y lo dotamos de características humanas, como si no fuera del todo inerte. El libro electrónico resuelve problemas, no creo que haya que despreciarlo: hay personas con problemas de visión que se sirven muy bien de él y usan letras más grandes. Sirve también para las personas que viajan mucho, porque libros y nomadismo no se llevan muy bien. Es un error que enfrentemos al libro de papel y al electrónico como adversarios.
"Es hermoso cuando alguien te presta un libro subrayado, es como si leyeras su diario. Sabes qué frase le ha llegado, intuyes sus apetitos ocultos"
El libro en papel sobrevivirá porque necesitamos de lo tangible, de lo corpóreo, y eso es hermoso. Las investigaciones de los últimos años dan resultados bastante coherentes al respecto: cuentan que memorizamos mejor la información cuando está en papel que cuando está en una pantalla, y eso no sólo nosotros, sino también los nativos digitales. La neurología explica que la memoria tiene que ver con lo espacial y que el papel nos da anclajes espaciales: como cuando nos estudiamos un examen y recordamos que ese párrafo que nos preguntan estaba en tal lugar de tal hoja. Pero la pantalla, por su parte, favorece la conexión. Ambas son actividades intelectualmente estimulantes.
P.- ¿Eres de las que subraya o de las puristas?
R.- No soy purista, subrayo, marco, hago dibujos, pongo pegatinas… ¡todo! Los libros que dono a la biblioteca intento no tocarlos demasiado, eso sí, porque en casa ya no me caben, me falta sitio. Es hermoso cuando alguien te presta un libro subrayado, es como si leyeras su diario. Sabes qué frase le ha llegado y te preguntas qué resortes psicológicos, qué apetitos ocultos y qué secretos han hecho que se fije en esos párrafos. Un libro sin subrayar no dice nada.
P.- Tú que estás siendo tan leída, ¿qué radiografía haces del lector español? ¿Por qué en el país de Cervantes nadie ha leído El Quijote pero tanta gente ve Sálvame, que, por otra parte, reúne tantas tragedias familiares como los clásicos? ¿Qué denota eso?
R.- Yo no me esperaba en absoluto tener los lectores que he tenido. Pensé que mi libro iba a interesar a cuatro gatos, eso es lo que me decían. Tenemos siempre la tentación de subestimar al público, también lo hacen las propias editoriales. "Este libro tuyo en este país no va a funcionar, en otros seguramente sí, en Francia sí, pero en España…". Los españoles nos subestimamos. La gente tiene necesidad de historias: necesita su consumo cotidiano de dramatismo, y eso puede buscarlo en televisión basura o en libros o en canciones. Somos seres sedientos de historias, de conocimiento, que no es una cosa aburrida ni árida.
Hay un placer en descubrir cosas que tiene que ver con las ficciones, porque te das cuenta de que te estás interesando por la vida de una persona que no es sólo que no conozcas, sino que no existe. Hay deseos de averiguar, de resolver los misterios humanos.
P.- No eres pesimista.
R.- ¡No! No creo que la cultura esté en decadencia. No soy nada decadentista. Estoy contenta de haber nacido en esta época. Los nostálgicos dicen que cada vez leemos menos, que cada vez somos menos cultos… pero se publican más libros que nunca y hay más bibliotecas que nunca, consumimos mucha más ficción que nuestros antepasados. En todas las épocas ha habido libros populares y súperventas, lo que pasa es que no han sobrevivido y pensamos que no existían: siempre se ha consumido entretenimiento, no sólo a grandes autores.
No hay que idealizar el pasado. De hecho, en el siglo XVIII y XIX, que había menos libros y menos gente que sabía leer, el mensaje cultural más dominante era "cuidado con leer demasiado". Esa idea del Quijote. "Si lees demasiado, se te derretirán los sesos y vivirás en un mundo de fantasía, y te volverás disconforme con tu propia realidad, y construirás castillos en el aire…".
P.- "Leer os hará peligrosos".
R.- Sí. Sobre todo respecto a las mujeres. Se decía que si leían demasiadas novelas se les iría la cabeza. Es el estilo Madame Bovary: una chica que ha leído muchos libros y que ya no se conforma con su vida como es, se siente insatisfecha, busca amantes… si leíamos, las mujeres "corríamos el riesgo" de volvernos rebeldes, inconformistas e imposibles de encajar en la sociedad.
"Si leíamos, las mujeres 'corríamos el riesgo' de volvernos rebeldes, inconformistas e imposibles de encajar en la sociedad"
P.- Pienso en esa frase ya tan manoseada de John Waters que ha pasado a la cultura popular. "Tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te acuestes con esa persona". ¿Qué hay de esto? ¿Cómo se relacionan literatura y erotismo?
R.- Están relacionadas, claro, desde lo que te decía del siglo XVIII y XIX: mujeres que leían novelas y acababan echándose amantes y exigiendo una vida más intensa, siempre vistas con malos ojos. Para ciertas personas, los libros son una forma de acercamiento muy poderoso. Si compartes libros, películas, series, canciones o grupos con otra persona que tiene un bagaje parecido al tuyo, la comunión puede ser instantánea. Los frikis nos entendemos enseguida (ríe).
Yo voy a casa de una persona y no puedo evitar mirar qué libros tiene. Está mal, ¿no?, porque no debemos husmear, pero no podemos evitarlo. También cuando vamos en el bus o en el metro y hay alguien al lado leyendo y nos ponemos a contorsionar hasta leer el título. Es una variante del cotilleo muy peculiar. Las excentricidades compartidas ayudan al amor. A crear vínculos. Es muy erótico eso de recitar o leer poemas, o enviar un texto a una persona por WhatsApp o por carta diciéndole "esto me ha hecho pensar en ti". La palabra es muy erótica. O puede llegar a serlo. Sí que tenían razón los que temían a las mujeres lectoras: la palabra te abre a un mundo de posibilidades que hace que tengas más ganas de probar cosas o de experimentar sexualmente.
P.- ¿Leer nos hace mejores amantes?
R.- Quizá sí, porque nos hace mejores comunicadores. Yo no creo en eso de "la gente se evade leyendo". No. La literatura es lo contrario: es un antídoto contra el ensimismamiento. No estás solo en tu mundo, sino que te pones en el lugar de otros y ves la realidad desde otros puntos de vista. Te obliga a entender las razones de los otros, hasta las de los malos malísimos. La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, que fue premio Príncipe de Asturias, dice que por eso el arte es imprescindible para la democracia: porque te ayuda a mirar la sociedad desde distintas latitudes. Hacer teatro, enunciar las frases de otros, entrar en su psicología… las humanidades son necesarias.
P.- ¿Cómo puede ayudar un libro a un niño pobre? Es un debate abierto: hay quien dice que las nuevas medidas educativas -no repetir curso o aprobar con un cuatro- ayudan a los críos sin recursos… otros dicen que son precisamente esas políticas las que los perjudican.
R.- Un libro solo no es garantía de nada, porque hay libros dañinos y perversos, ¡mira el Mein Kampf! Hay libros adoctrinantes y libros que transmiten mensajes de odio. Lo que ayuda a un niño pobre no es un libro, sino muchos libros: una biblioteca, para que haya polifonía, un mensaje y el mensaje contrario, para que entre en contacto con muchas ideas y elija libremente las que prefiere. Hay que arriesgarse a eso, porque la libertad consiste en riesgos. Es importante que existan bibliotecas públicas, municipales, de los pueblos o de los colegios e institutos. Hay estudios que dicen que la cantidad de libros que tiene un niño en su casa está en correlación con su rendimiento escolar: esa cantidad de libros habla de la probabilidad de que haya un ambiente que lo acompañe, apoye y fomente su educación.
"Antes la biblioteca era un privilegio de unos pocos, de los ricos, de los reyes, escribas y aristócratas; ahora son de todos, usémoslas bien"
Antes la biblioteca era un privilegio de unos pocos, de los ricos, de los reyes, escribas y aristócratas; pero hemos conseguido que ahora sean de todos, ¡gracias a los romanos! Fueron ellos las que las expandieron por todas partes. Usémoslas bien (sonríe). En cuanto a lo que me preguntas de la educación… bueno, estos debates nos dividen enormemente. Pienso que le damos demasiada importancia a los aspectos formales del asunto, a las medidas y reglamentos, y olvidamos lo fundamental, que son los maestros. Debemos dignificar el trabajo de los profesores y confiar en ellos. Deberían tener más libertad para ir adoptando los criterios necesarios y aplicarlos a cada caso. La casuística entre alumnos es enorme: no funciona igual un niño que otro.
P.- Para dignificarles no basta con la consideración social, habría que pagarles mejor, ¿no?
R.- Claro. Hay que pagarles mejor y hay que animar a las personas brillantes a que se quieran dedicar a esta profesión, que muchos ya lo hacen, pero se les puede incentivar también con las condiciones materiales. Se hizo una Constitución española con vocación de duración. Hagamos lo mismo con la ley educativa.
P.- ¿Qué podemos saber las mujeres de los hombres gracias a los clásicos? ¿Siguen siendo como Ulises: al final de las aventuras siempre quieren volver al hogar?
R.- (Ríe). Bueno, esto es una paradoja. Yo lo hablaba con mi profesora de Griego del instituto. Ambas nos dedicamos a especializarnos en una época misógina en la que no hubiéramos podido ser escritoras ni profesoras. Tendemos a pensar que los clásicos eran el sumun de la perfección, que nunca podremos alcanzar su nivel; pero recordemos que esas sociedades tenían lacras muy graves, como el esclavismo, el imperialismo cruel y duro, el maltrato a la gente con discapacidades, las limitaciones a la vida intelectual de las mujeres… eso estaba ahí.
Es infantil tanto adulterarlo y vender una imagen luminosa de la antigüedad -embellecerla, pasarla por el quirófano, actualizarla y rejuvenecerla- como decir "ah, lo tachamos". Hay que enfrentarse a la historia con sus claroscuros. Podemos hablar con las grandes mentes del pasado sin obviar el hecho de que algunos de sus pensamientos no nos gusten. En cuanto al aprendizaje de los hombres… ¡bueno! Pienso en Ovidio y El arte de amar. Es directamente un manual para ligar. Y tiene momentos en los que dices "se le notan los siglos", pero hay otras cosas verdaderamente sorprendentes.
"Ovidio escribió que le gustaban las mujeres más a partir de los 35 años, porque son mejores en el amor y en el sexo: eso es moderno"
P.- ¿Como cuáles?
R.- En el libro traduzco un fragmento en el que dice que le gustan las mujeres más a partir de los 35 años, porque son mejores en el amor y en el sexo, porque tienen más experiencia y están más a gusto con su cuerpo.
P.- Eso resulta transgresor hasta hoy.
R.- ¡Y más en un mundo donde lo más habitual era casar a las mujeres con 14 o 15 años…! Sí es revolucionario. Hoy seguimos teniendo una visión muy negativa del envejecimiento y mucha presión física sobre las mujeres.
P.- También hablaba Ovidio del placer sexual de la mujer, un tema que las feministas hemos recuperado hace no tanto en el debate público.
R.- Sí. Decía que lo deseable era que la mujer disfrutase primero. "Tienes que dejar que ella cabalgue hasta el final del camino antes de bajarte tú del caballo…". Algo así. Dice cosas muy modernas. En el siglo primero. No podemos ser tan adanistas. Leerle es una lección de humildad. En este sentido me gusta mucho también Marcial, que era un poeta que hoy es incorrectísimo políticamente y que hizo su propia revolución literaria. Quería triunfar con un género breve, humorístico. Algunos de sus poemillas nos interpelan, interpelan nuestras hipocresías.
P.- Aristóteles decía a sus alumnos que la diferencia entre el sabio y el ignorante es la misma que entre el vivo y el muerto. ¿Qué libro le recomendarías a Sánchez, o a Ayuso, para hacerlos más sabios y mejores gobernantes?
R.- A los dos les recomendaría las tragedias griegas, porque trataban los grandes debates: la libertad, el compromiso con la comunidad, la búsqueda de la verdad, el encuentro entre los diferentes. Las suplicantes, el coro, Medea, Antígona, Edipo, Filoctetes… son dilemas muy actuales. El poder frente a la libertad. Mira Edipo, que en el fondo era una persona que intentaba buscar la verdad a pesar de los obstáculos y los inconvenientes… y encuentra al final que el culpable era él mismo. Yo creo que la lectura de estas tragedias promueven el encuentro y la solidaridad.
La mayoría de personajes sufren y acaban mal pero la comunidad aprende de esos errores. También les recomendaría Romeo y Julieta, porque en el fondo es una historia sobre la polarización, en este caso de dos familias. Debemos aprender de su sufrimiento, debemos entendernos y colaborar mejor. Todas estas lecturas les vendrían bien en tiempos tan polarizados, para usar palabras menos crispadas… y aceptar al otro y su manera de mirar el mundo.
P.- Así igual se parecerían un poco más a Pericles, ¿no?
R.- (Ríe). Bueno, el propio Pericles, que tiene fama de gran estadista, tomó partido muy claramente en una guerra desastrosa para Atenas. Incluso a nuestros ídolos hay que reconocerles decisiones equivocadas. La historia de las guerras del Peloponeso es una obra que recomiendo a cualquier político. La ciudad sólo se salva si remamos todos.
"Algunos de mis autores vivos favoritos son Luis Landero, Sara Mesa o Valeria Luiselli"
P.- De los mitos, has dicho, te interesa el poder del símbolo. ¿Cómo te llevas con los símbolos de aquí de a tierra, como la bandera de España? ¿Por qué no funciona para todo el mundo?
R.- Los símbolos tienen nudos, historias, connotaciones sentimentales… y a veces son conflictivas. Los símbolos recuerdan a la historia y a veces a sus épocas oscuras. No es cierto que un símbolo nos una a todos: a veces dividen o excluyen, como la cruz gamada. Se utilizan con distintas intenciones, se tiñen de sentidos vocacionales… producen pasiones.
En El infinito yo abogo por los símbolos que tenemos en común, como la educación, las bibliotecas o los libros. Ahí todos podemos sentirnos identificados. Todos tuvimos padres o abuelos que no pudieron estudiar, sobre todo en el mundo rural, y que sin embargo le dieron un enorme valor a esa educación y lucharon porque sus hijos tuviesen las oportunidades que no tuvieron ellos. No olvidemos los sacrificios de esas generaciones. Cuidemos lo que ellos plantaron, tenemos la obligación de estar a la altura.
P.- Hemos hablado mucho de genios muertos, ¿qué hay de tus autores favoritos vivos?
R.- Luis Landero es muy importante para mí. Sara Mesa. Valeria Luiselli. ¡Tantos, tantas!
P.- ¿A quién harías ministro o ministra de cultura?
R.- ¿Puedo decir a Hipatia de Alejandría? Fue una de las primeras científicas, astrólogas, matemáticas… era una mujer de gran inteligencia y que en un momento convulso fue conciliadora. Yo respeto mucho a las personas que conocen la gestión cultural, porque a veces los creadores vivimos en nuestros universos y tenemos poco sentido práctico. Hay una persona a la que le tengo mucho respeto, que es a Rafael Argullol. Es un gran viajero, un hombre muy culto: él me dio la idea de escribir este libro y me cambió la vida. Y Emilio Lledó. Sería un gran ministro de cultura.