Juan Astray tiene la apariencia de esos comandos rudos, toscos, con los que el cine ha bautizado a casi todos los soldados que combaten en el frente. Algo de ese espíritu salvaje de quien convive entre las balas y los estruendos de la artillería emerge cuando este exlegionario español, cuya verdadera identidad no quiere dejar trascender, habla de sus experiencias en la guerra. Él no forma parte ya del Ejército español ni de la Legión, las familias que lo vieron crecer, pero sí que sigue enganchado al espíritu de camaradería que germinó en él durante su estancia en los barracones. Hay quien lo tacha de ser un mercenario o soldado de fortuna, aunque él prefiere el término 'contratista', no sólo porque lucha por poco dinero en relación al peligro que conlleva su empresa, sino porque cuando va al frente lo hace con una convicción: salvar a civiles y pelear por una causa que él considera justa. No lo disfruta, pero es de aquellos hombres que siguen la filosofía del 'si no lo hago yo, ¿entonces quién?'.
El soldado responde a algunas preguntas con la coletilla de 'afirmativo' o 'negativo'. Rezuma una disciplina heredada del servicio militar. Al fin y al cabo, es hijo de la Legión y del Cristo de la Buena Muerte. Al preguntarle por su vasta carrera profesional, confiesa que ha sido escolta de políticos, jueces, fiscales y empresarios durante los años de terror de ETA; también jefe de seguridad privado de VIP en México. Ha sido guardaespaldas de jugadores de fútbol, de mujeres maltratadas, de empresarios amenazados y, recientemente, de una comitiva tecnológica en el Mobile World Congress. Sin embargo, se ha curtido en las guerras de Bosnia, de Irak y, sobre todo, de Ucrania.
Allí ha matado. No duda en confesarlo porque sabe que forma parte de su trabajo. No dice a cuántos, pero se intuye que a decenas. También ha perdido a compañeros. Relata que el pasado febrero, en la guerra de Ucrania, fue team leader de un pelotón, el equivalente a sargento en España. Tenía quince hombres a su cargo, pero sólo volvieron diez. "Nos rodearon sin que nos diéramos cuenta. Nos atacaron con poca distancia. Sabemos que estaban cerca porque el sonido de las balas te permite conocer más o menos el calibre. Eran ametralladoras ligeras y fusilería. A unos 400 o 600 metros. Hubo una escaramuza, disparamos nosotros y luego ellos. Yo mismo vacié dos cargadores. Cuando tuvimos que recontar a la gente, vimos los cadáveres. Habían fallecido cinco de los míos". Hace un parón. No puede evitar emocionarse al hablar de los caídos.
"Perdona", se justifica, guardando la compostura. "Siento responsabilidad por ellos, porque confían en ti a muerte, pero estaban en su puesto y yo en el mío. Nunca di ninguna orden de avanzar, ni órdenes peliculeras de las que yo me pueda sentir responsable. Estábamos en ese lugar, nos pillaron y no pude hacer más". Emerge un escalofrío cuando recuerda lo trágico que resultó recoger los cuerpos hechos pedazos de sus compañeros para repatriarlos, o descolgar el teléfono para decirle a sus madres que sus hijos ya no estaban.
Aunque él combatió junto a los peshmergas kurdos contra el Estado Islámico y vio balaceras y cadáveres colgando de puentes durante su estancia en México, el peor lugar que ha pisado sobre la faz de la Tierra está en Europa. El infierno de Ucrania. "Lo que he visto allí es espeluznante", asegura Juan Astray. "El ser humano en su peor faceta de agresividad. Es una verdadera carnicería. En dos meses he visto más cadáveres y sangre en Ucrania que en los seis meses y diez días que estuve en Irak, confiesa. Allí es donde más cerca ha estado de perder la vida. Fue en febrero, durante un ataque de artillería anterior al que segó la vida de sus cinco hombres. "Nos caía muy cerca, y el radio expansivo de la esquirla de metralla te destroza. Mortero Vasilek de 82 milímetros. Tuve muchos compañeros heridos, pero a mí me pasó por encima".
"Te pueden caer 30 o 40 proyectiles de mortero en un minuto", continúa. "Contra eso, los fusiles no podemos hacer nada. Los morteros te disparan a 3 o 4 kilómetros y la artillería a 30 o 40. Es una impotencia. Pero el peor arma que puede tener un soldado es un dron. Lleva cámaras térmicas y a veces explosivos. Cuando lo escuchamos se nos pone la piel de gallina y empezamos a temblar. Sé que es difícil controlar el miedo, pero si sales corriendo estás acabado, porque te detecta, manda fotografías, vídeos y coordenadas y en cinco minutos, milimétricamente, el enemigo te puede alcanzar. Por eso nosotros cavamos agujeros a mano para evitar los fragmentos de la artillería. Es lo que tiene la guerra contemporánea. Es una tortura para la infantería de a pie".
Los fantasmas de las trincheras, confiesa, le persiguen cuando retorna a España y se mimetiza con el resto de civiles. Va al gimnasio, acude a su puesto de trabajo, se relaciona con sus amigos, pero, por las noches, algunos de los recuerdos de la guerra lo asaltan. Tantos años empuñando el fusil hacen mella. "Cuando vuelves a la vida civil notas que no encajas", confiesa.
"Lo que vives allí en las trincheras es extremadamente duro. Sobre todo por los civiles. Me han venido ancianitas llorando a abrazarme para darme las gracias. Pero luego llego a mi barrio, aquí, en España, y a veces te tachan de loco, de Rambo o de friki. Hay gente no habituada a la guerra que me ve como a un flipado. Eso duele. Y escuece. Porque si pasa algo en España agradeceríamos que vinieran extranjeros a ayudarnos. A mí, cuando me abrazan esas abuelas, esas madres que han perdido a un hijo, a un nieto o a un marido, yo, con todo lo duro que soy, se me caen las lágrimas. Los soldados tenemos esa parte humana".
Juan, explica, no puede ver una película bélica. También confiesa que tiene bajones, desmotivación y que le atormentan los recuerdos. Especialmente el 12 de Octubre, cuando la Legión le rinde honores a los caídos de España. Cada vez que escucha el himno se le ponen los pelos de punta. "Yo siempre recuerdo a mis compañeros, de todas las nacionalidades, porque a mi lado también murieron musulmanes que eran como hermanos". Él está seguro de que padece estrés postraumático, pero como cuando va a la guerra no lo hace como militar del Ejército español, no tiene una atención médica correcta, un psiquiatra de oficio con el que hablar y detectar sus traumas. "Es duro no poder desahogarte. He visto niños masacrados, destrozados, mujeres... en fin, eso necesitas expulsarlo. Es frustrante venir aquí y no poder conversar de estos temas".
Del uniforme al traje de guardaespaldas
Cuando Juan Astray no está en el frente se convierte es un civil mileurista que tiene que buscar trabajo hasta debajo de las piedras. Él viene de una familia obrera, extremadamente humilde, y como tan sólo pudo cursar la educación general básica no conoce otra cosa que no sea la patria. El servicio militar obligatorio fue su tabla de salvación: ahí encontró la pasión por un Ejército que le alejó de una adolescencia conflictiva. Se hizo soldado y fue el único de su promoción que fue a Bosnia entre los años 2000 y 2001. Después acabó en la Legión, donde estuvo tres años en la Brigada de Caballería Castillejos 2. "No fui a ninguna misión, pero fue la mejor experiencia militar de mi vida. La Legión fue mi segunda familia, mi segunda oportunidad. Me enseñaron a compartir, a sufrir, a ser el novio de la muerte y a no tenerle miedo".
Por eso lleva el apellido del general José Millán-Astray, el fundador de la Legión, al que rinde homenaje. "Ya quisiera ser descendiente de nuestro padre", confiesa, reconociendo que no quiere dar su identidad por precaución. "Astray es un gran referente. Cojo, tuerto y manco. Nació dentro de una cárcel modelo de Madrid de la que su padre era director. Su cuidador era un preso de confianza. Al crear la Legión, el Tercio de Extranjeros de entonces, cogió a los presos de la cárcel y les preguntó si preferían seguir con la condena o ir al frente y morir con honor por España. Si sobrevivían, tendrían carrera militar".
Aunque él quiere desligarse de cualquier connotación ideológica, resulta inevitable asociar esta institución militar con su pasado franquista. "Bueno, la Legión se creó durante la Segunda República", argumenta. "Muchas veces quieren asimilarnos al franquismo, y evidentemente Franco fue comandante de la Legión cuando la fundó junto a Astray. Pero a nosotros nos dicen que dejemos la política fuera y que nos unamos en la batalla. Nos da igual. ¿Que tiene raíces franquistas? Es lo que hay. Pero que a un caballero legionario se le considere franquista o fascista... no tiene ningún sentido. No tienes que serlo para estar en la Legión. ¡Ni siquiera tienes que ser conservador! Nos obligan a ser apolíticos. Insisto: la ideología se queda siempre en la puerta".
A pesar de su amor por la Legión, tras tres años en sus filas decidió salir del cuerpo e ir por libre. Se dedicó a la seguridad privada: control de accesos, ocio nocturno, escolta privado. Como había estado en el cuerpo profesional, las puertas se le abrían con mayor facilidad, pero siempre con contratos temporales, sin ninguna estabilidad económica. "Estuve en Bilbao y San Sebastián escoltando a políticos, jueces y todo tipo de personas amenazadas en la época en la que aún existía el miedo al tiro en la nuca o al explosivo bajo el coche. Nuestra tarea como escoltas era entorpecer las labores del etarra, cambiando las rutinas de nuestros VIP, los itinerarios, siempre estableciendo planes de evacuación o valorando los puntos calientes, como el domicilio, el trabajo, la sede política. Lugares que se suelen frecuentar".
P.– ¿Qué sintió la primera vez que mató a un hombre?
R.– La verdad es que era muy joven. Por un lado, pensando de forma infantil, sentí emoción. Cuando eres joven y militar lo vemos todo como en una película. El cine americano ha hecho mucho daño. Matar al enemigo parece el mayor trofeo. No voy a negar que noté cierta satisfacción porque había cumplido con mi deber y porque antes había visto morir a compañeros. Cuando matan a alguien que ha dado la vida por ti, te duele muchísimo, y cuando matas a un enemigo es como una venganza. Pero con los años te das cuenta de que las cosas no son así. Nunca más he sentido esa euforia. Es supervivencia. No debemos olvidar que el enemigo quiere vivir, igual que yo, y tampoco creo que este tenga afán de matar.
P.– ¿Cuál es su motivación para seguir yendo al frente? ¿Por qué continúa jugándose la vida?
R.– Yo no voy con ninguna ideología ni con ningún bando político. Cuando estuve en Irak, a veces las mujeres que se acercaban a los soldados se inmolaban. Nadie quería acercarse a ellas por miedo. Siempre las apuntaban. Yo me presentaba voluntario para acercarme a hablar con ellas y me arriesgué a saltar por los aires. Mi intención siempre ha sido ayudar. En la Legión estuve en la Compañía de Fusiles Operativa e hice un curso de Operaciones Especiales, así que siento que, aunque soy útil en primera línea, mi intención es siempre ayudar a los civiles. Siempre que voy al frente me involucro en labores humanitarias. Este mes voy a volver a Ucrania y mi objetivo es empotrarme en una unidad de rescate de civiles.
P.– ¿Representa a España cuando viaja al frente?
R.– No puedo representarla porque violaría la neutralidad de nuestro país. Un soldado de la OTAN no puede ir al frente. Yo a España la llevo sólo en el corazón. Si tengo un uniforme español, le quito la bandera. Otros no lo hacen. En cualquier caso, lo que hacemos es completamente legal y limpio, porque si recuerdas Zelenski salió por televisión diciendo que los españoles con experiencia militar podíamos alistarnos como voluntarios. Los legionarios como yo, que nos caracterizamos por ser unos buscavidas, ni nos pasamos por el consulado: fui directamente a la embajada de Polonia y recibí mi carnet de militar ucraniano. Me alisté y me encuadraron en la Legión Internacional, que acepta voluntarios extranjeros. Tenemos nuestro salario, nuestro seguro de vida y un documento para pasar los puntos de control, y voy en representación del Ejército de Ucrania.
P.– ¿Es de los nostálgicos que piensa que debería volver la mili obligatoria?
R.– Me puedo equivocar, pero creo que estábamos mejor antes. Un país tiene que estar preparado porque la guerra no avisa. Puede que no guste tener una formación militar de nueve meses, o que no te gusten las armas, pero si no aprendes a defenderte te quitan el bocadillo. En Israel tanto hombres como mujeres van a un servicio militar de dos años, y allí nadie lo ve mal. Un país sin Ejército es un país al que pueden invadir. Yo soy del 79. Veo que la sociedad de hoy en día... tiene niños que no son responsables, sin disciplina. Yo soy profesor de boxeo, de judo y de kárate, disciplinas en las que se establecen unos valores. Proteger a tus compañeros. Defenderlos. Ayudarlos. No mofarse. De todos modos, no creo que debamos volver a la mano dura antigua, ni al miedo a los militares. Ni la religión ortodoxa ni el liberalismo en el que todo vale, ¿sabes? Por ejemplo, podríamos recuperar a los boy scouts, que es algo parecido pero sin armas, con disciplina, donde aprendes a orientarte y a sobrevivir.
P.– ¿Se considera un mercenario?
R.– Alguna vez me lo han llamado, pero no despectivamente. Yo les corrijo diciendo que antiguamente se nos llamaba mercenarios o soldados de fortuna, pero los tiempos han cambiado y las tareas que hace alguien que pertenece a una Private Military Company o PMC... bueno, hay compañías más sucias que otras que, por ejemplo, hacen labores de rescate de civiles en escenarios de guerra, que son las que busco yo. No todas las PMCs hacen el trabajo sucio del gobierno. Algunas están creadas para que donde no llega el ejército regular, puedan llegar ellos, o porque el Ejército no tiene suficientes efectivos militares y hay gente que se quiere alistar para defender su país. Es lo que pasa con Wagner o Mozart. Los ejércitos privados, por desgracia, son una herramienta imprescindible, igual que los drones.
P.– Pero al fin y al cabo es ir al frente a matar por un sueldo.
R.– Yo siempre digo que soy contratista, un contractor, porque tenemos un contrato real y lo que solemos hacer son más bien temas de seguridad integral. Puedes proteger a un político en Irak, a un coronel o a un general en Ucrania, rescatar civiles, estar en primera línea de batalla o abasteciendo en la retaguardia desde un camión y dando de comer a los militares. Hay muchas labores y tareas que cubrir en una guerra. A veces no hay suficientes efectivos y tiran de esas empresas privadas militares, como BlackWater. Son las mismas que protegen las minas de oro o de litio en otros países.
Un último cartucho y un libro
Disciplina y valores. Son dos principios que Juan Astray quiere llevar al campo de batalla. "A mí no me gusta matar. Yo respeto mucho a mi enemigo. Es algo que debemos hacer siempre. Si le disparo, suelta el arma y no hay más fuego, tengo que practicarle los primeros auxilios. Es mi obligación como militar y, si acaso, cogerlo prisionero. Nunca debo rematarlo. Es algo que tengo inculcado". Ese principio lo ha llevado a todos sitios. Incluso a Irak, donde combatió contra el ISIS de mano de los peshmergas kurdos. Una época en la que los yihadistas estaban cortando la cabeza a periodistas y a militares. "Siempre guardaba una bala para metérmela en la sesera, por si me pillaban. Esa gente te tortura y luego te decapita. Así que siempre reservaba una granada y un cartucho", dice, frío.
"Yo fui el único español que estuvo en la toma de Mosul. Combatíamos casa por casa", evoca. Fue hacia 2016 cuando su nombre saltó a los medios de comunicación por primera vez. La policía de Turquía lo detuvo en Estambul cuando iba a unirse de forma ilegal a las filas de los peshmergas. "Dije que iba a Erbil, Irak, a un campamento de refugiados, y un policía de paisano me abrió las maletas. Llevaba chalecos militares, prismáticos y una bolsa médica. Me metieron en un calabozo de una cárcel turca junto a otros delincuentes comunes. Al final me repatriaron y la Policía Nacional estuvo interrogándome tres días para saber si me había alistado con el PKK, un grupo considerado terrorista. Pero yo sólo iba a estar con los peshmergas y con la Brigada Cristiana Asiria. Me libré de 15 años de cárcel por terrorismo", dice, aliviado.
[Turquía devolvió a España a un legionario que quería luchar contra el Estado Islámico en Irak]
"Así que volví a preparar las maletas y lo intenté de nuevo. Esta vez por Estocolmo. Preparé mi milonga: fui a unos chinos, compré una espátula de cocina, una espumadera, pinzas de barbacoa, manoplas y dije que iba a un campo de refugiados como cocinero. Por eso algunos medios me bautizaron como El Cocinero". Pero, en realidad, iba a combatir al Estado Islámico. Allí estuvo a punto de morir por primera vez, aunque prefiere reservarse la anécdota para el libro que prepara. Fue en Irak cuando un periodista le instó a escribir su historia.
Siete años después, se ha lanzado a ello. Es un novel en esto de la escritura, pero ya tiene una editorial interesada en sus memorias militares. Para él, es una forma de exorcizar sus demonios. Su intención es plasmar sus vivencias, los horrores que han visto sus ojos... y los que aún le quedan por ver, ya que dentro de un par de semanas volverá al frente de Ucrania. "Me llevo un cuaderno y un lápiz en mi uniforme para registrar todo lo que vivo. Lo hago con ilusión para dejar un legado a los míos. Plasmar mi experiencia para que mis sobrinos y mis amigos tengan un recuerdo de mí si me sucede algo". Será su último viaje. Tras la guerra, se asentará en España trabajando como director de seguridad o como jefe de escolta privado.
"Tengo pensado estar sólo cuatro meses. No más, porque quiero ser padre y, aunque sigo operativo, ya tengo 43 años. Voy a matricularme en la universidad para conseguir ser director de seguridad. No me puedo permitir muchos años más en el frente porque he visto ya los dientes al lobo. La guerra no es el Call of Duty. No quiero ponerme más en riesgo ni tentar demasiado a la suerte. No soy Rambo ni Superman. Si sigo en la guerra caeré pronto". Preguntado por si se considera un héroe, responde, tajante: "No me gusta que me traten de héroe. No lo soy. Los héroes, me temo, están muertos".