Montserrat Sarrate Casas, Montse para sus pacientes, ha cumplido 60 años el 19 de junio. Por su edad, considerada de riesgo, podría haber pedido que la relevaran lejos del coronavirus. Pero es que no quiere hacer otra cosa que atender a enfermos en la última frontera entre la vida y la muerte. "Soy feliz, aunque sea en medio de la tragedia", dice en su piso de 69 metros cuadrados del barrio sevillano de Pío XII, un sábado antes de empezar sus doce horas de guardia nocturna.
Después de 38 años seguidos trabajando de enfermera, los 30 últimos en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla, puede declarar con orgullo que es una de las más veteranas cuidadoras de enfermos de Covid de toda España. No se ha separado de sus camas en toda la pandemia, desde que empezó en marzo de 2020 hasta ahora, un año y medio después, en que ve vaciarse la sala tras cinco olas que, de momento, han dejado en el país 5 millones de contagios y más de 86.000 muertos con diagnóstico oficial. En realidad, las víctimas mortales son más de 123.000 teniendo en cuenta el exceso de mortalidad atribuible al coronavirus.
En estos 18 meses acumula 2.500 horas de UCI, lo que, para hacernos una idea, equivaldría a estar metida allí 312 jornadas seguidas de ocho horas o 104 jornadas completas de 24 horas seguidas. "Y las que quedan", acota para avisar de que la lucha aún no ha terminado.
Su cara, a veces de dolor, y su caso ejemplar representan bien a los enfermeros (hay 316.000 en el país, el 84,2%, mujeres), médicos (más de 268.000) y otros colectivos de la sanidad española que se han enfrentado a esta plaga en la primera línea de las UCIs y en cualquier otro ámbito del sistema público y privado de salud. Su testimonio es también un homenaje a todos ellos y a los sanitarios que han muerto en el país tras contagiarse en su lugar de trabajo.
El hospital público Virgen Macarena, el otro hogar de Montserrat Sarrate, es una pequeña ciudad que habitan más de 6.000 trabajadores (7.100 en el pico de la pandemia) y en el que ingresan cada año 38.000 pacientes por dolencias de todo tipo. Lo construyeron hace 45 años, curiosamente, justo al lado del histórico Hospital de las Cinco Llagas, donde en 1649 trataban a los enfermos de la Gran Peste y hoy tiene su sede el Parlamento de Andalucía.
En la UCI del Macarena llaman "hueco" o "box" (cajón, en inglés) al espacio acristalado de seis metros de largo y dos metros y medio de ancho, individual y hermético, donde está cada paciente en su cama, separado de la zona común de control por unos ventanales desde donde vigilan los sanitarios de guardia. La relación de Montserrat Sarrate con los enfermos de Covid es estrechísima. Aquí, en la UCI, donde están los más graves, tiene asignado a uno solo a la vez. Está pendiente de esa persona las doce horas de su turno y sigue con ella, días, semanas o meses, hasta que muera o sobreviva. Calcula que ha cuidado hasta ahora a más de 70 personas, a unas cuatro al mes de media.
Inolvidables
Unas se han muerto en pocas horas. Como una brasileña de cuarenta y tantos años que fue una de sus primeras pacientes con Covid en la primera ola, en marzo de 2020. No olvida sus palabras.
"Era una mujer muy grande. Me llevé tres horas en el hueco trabajando con ella. Salí sudando. Me preguntó:
—Señorita, ¿me recuperaré?
—Claro que sí.
Estaba consciente y con un respirador BiPap. Pero al siguiente día, murió". Hay casos en que la neumonía bilateral causada por el coronavirus es tan galopante que "de un día para otro se quedan sin pulmones".
A Montserrat le impresiona aún el caso de Rafael. Se trataba de un farmacéutico, trabajador en una empresa médica de fungibles de hematología, de 50 años, de pelo blanco y muy inteligente. El hombre estaba atento a la saturación de oxígeno en sangre que indicaba el respirador.
—Montse, ¿cómo estoy? Dime el parámetro.
"Llevaba cinco días aguantando. Hasta que tuvimos que intubarlo. Estuvo diez días en coma, intubado y pronado, bocabajo, para que los pulmones ventilen mejor. Y se nos murió. Rafael sabía que se moría. Lo tuvo que pasar muy mal", recuerda su cuidadora.
Otros salieron adelante. Como Luisa Marie, la estudiante Erasmus de Alemania, de 22 años y asmática, que tras sobrevivir regresó meses después con su novio para dar las gracias al equipo que la había cuidado durante 38 días en la UCI.
O como Claudio Lama, de 48 años, vecino de Coria del Río, padre de dos hijos y empleado de una empresa de pavimentación industrial, con quien mantiene una amistosa relación un año después de que le dieran el alta. Montserrat coge el móvil y marca su número para meterlo en la conversación y que sea portavoz de los pacientes. Presenta su caso:
—Claudio estuvo intubado, malo, malo, malo, malo. Llegó en la primera ola. Estuvo 20 días en coma inducido en la UCI. ¡Pensábamos que se iba a morir! Se recuperó, estuvo en la UCI 15 días más, consciente, conectado a un respirador artificial a través de una traqueostomía, y luego otros 15 en planta hasta que le dieron el alta. Estuvo con diálisis por un fracaso renal. Sufrió una necrosis en el brazo izquierdo. Le han quedado secuelas.
Y cuenta Claudio, emocionándose a ratos hasta las lágrimas:
—Lo cogí en Jaén en una reunión con dos arquitectos madrileños, de 50 años, que eran hermanos. Teníamos una obra en el Leroy Merlin. Estábamos los tres en la oficina. Los dos hermanos murieron de Covid. El miércoles 18 de marzo de 2020 estaba en casa y me sentía mal. El domingo me asfixiaba. "Tú tienes ansiedad", me dijeron en el hospital, y me dieron ventolín. Pero no podía respirar, y el miércoles siguiente me metieron directo en la UCI. Me sedaron para intubarme. Yo no sabía qué era eso. Cuando me desperté 20 días después, no sabía qué hacía allí, qué había pasado. Pensaba que me había dormido la noche anterior y me había despertado por la mañana. Montse entraba a verme vestida de astronauta. No le veía la cara, pero me parecía una miss. En Montse veía la luz, era mis pies y mis manos. Ella era mi esperanza. Yo no podía hablar, pero ella me entendía.
—Tú colaborabas mucho: eso es fundamental para que alguien tire para adelante —acota la enfermera.
"Montse entraba a verme vestida de astronauta. No le veía la cara, pero me parecía una miss. Ella era mi esperanza"
—Me hacía mis necesidades encima y no quería molestar —prosigue el antiguo paciente—. Recuerdo una noche con otro enfermero, Javier. Me lo hice por lo menos seis veces, y yo pensaba: el Javi se va a creer que lo hago para cachondearme de él. Y yo lloraba en el box. Le pedí perdón, pero él me echó una bulla. "Mira, como me pidas otra vez perdón, no te cambio más. Yo estoy aquí para cuidarte y hago doble turno si hace falta". Me emociono al recordarlo. No sabes la alegría que me da hablar con Montse, recordar a Javi. El trato humano al enfermo en la UCI no lo hay fuera.
Pánico y soledad
Montserrat es ágil, vivaracha y muy comunicativa, con los ojos, el cuerpo y las palabras. Su alegría exterior disimula las marcas emocionales, invisibles, al hacer balance de la pandemia. Compara el "pánico" inicial con el orden y los recursos de los que disponen ahora. Tiene la sensación victoriosa de que a sus compañeros y a ella les cayó encima "un tsunami" al que han resistido. "Hemos aguantado el tirón".
—¿Qué ha sido lo peor? —le pregunta EL ESPAÑOL | Porfolio.
—El principio. Fue pánico auténtico. Recuerdo que pensaba: "No me puedo creer lo que está pasando". No sabías si tocabas y te contaminabas. El pánico agrava la situación. El miedo mata. Nos poníamos bolsas, reciclábamos las mascarillas. Luego aprendimos a vestirnos y protegernos. En la primera ola los enfermos se morían solos, los familiares no se podían despedir. Ha sido horrible. Ahora, en esta última ola, ha habido más flexibilidad. Se deja a los familiares que hagan el duelo a través de los cristales. Y si está negativo [que ya no contagia el coronavirus], se deja la puerta abierta y pueden entrar en el box para estar con el paciente. Están sedados, pero al menos sus familiares se pueden despedir.
"Lo peor fue el principio. Fue pánico. Los enfermos se morían solos. Ahora, se deja a los familiares que se despidan a través de los cristales"
La Junta de Andalucía sigue sin permitir la entrada de periodistas en las UCI (esta revista lo pidió sin éxito). No facilita datos desglosados por cada hospital sobre ocupación de UCI y muertos de Covid, pero sí globales de Andalucía y por provincias, que revelan, por ejemplo, que casi un tercio de los hospitalizados están en Cuidados Intensivos (84 de 287 en la comunidad, a 5 de octubre).
A falta de verla en acción con nuestros ojos, Montserrat cuenta en su casa cómo es su día a día en el hospital, y unas horas después, en la madrugada del sábado al domingo, envía fotos que le ha tomado su compañero Rafael, para ilustrar cómo trabaja. Concluye con una foto colectiva al terminar la guardia, hacia las ocho de la mañana. Quiere compartir protagonismo con Nieves, Loli, Alberto, Mercedes…
Montserrat explica que en la UCI las técnicas que emplean contra la Covid son, por necesidad, muy "agresivas e invasivas". Pide que nos pongamos en el punto de vista de alguien a quien bajan de planta porque su situación es muy grave. Se ve a solas en una sala de luz artificial, casi sin ventanas, con cinco o seis personas en lo alto, con la cara cubierta, que la rodean para ponerle el catéter de la orina, el del suero, la sonda nasogástrica, o que se disponen a sedarle para meterle en la tráquea el tubo de la ventilación mecánica. "Lo peor de todo es que yo no sé cómo eres, me dijo un enfermo, porque no me podía ver la cara", recuerda Montserrat.
Aunque matiza que ahora llegan a la UCI mejor, estabilizados, y tienen que intubar menos, lo habitual ha sido ver a personas "que se asfixian". "Los enfermos llegan aterrorizados y ahogándose. Están nerviosos y yo les hablo para tranquilizarlos. 'Aquí no viene nadie a morirse', les digo. Les hablo, les toco, les pregunto, les miro. Los desnudamos físicamente, les quitamos hasta el anillo, todo lo que los identifica. Pero también los desnudo por dentro para saber cómo son. Soy muy actriz y me pongo a la altura de cada persona. Vienen aterrorizados, pero cuando salen del coma y se van recuperando, no se quieren ir de aquí".
Como "una astronauta"
Distingue entre el paciente que no está intubado, que está despierto, que tose y echa mocos, del intubado y sedado, en cambio, que tiene una sonda hermética y no emite aerosoles al aire. En todo caso, subraya que su protección es suficiente para evitar el contagio. De hecho, no se ha infectado en toda la pandemia. Solo cuando va a entrar al box se viste como "una astronauta", como decía Claudio, hermética al coronavirus ambiental, con doble mascarilla, dobles guantes, gorro, patucos... Después, sale y sigue trabajando desde el otro lado del cristal, solo con bata y mascarilla.
Hay tres salas de UCI en el Hospital Macarena: la A, con doce camas dedicadas a Covid y otros casos de enfermedades respiratorias e infecciosas, donde está Montserrat Sarrate; la B, con seis camas de cirugía polivalente, y la P, con doce camas de cirugía cardiaca. Treinta camas en total. En lo peor de la pandemia, en la primera ola, se llenaron las dos primeras con los enfermos de coronavirus. Ella aquí hace de todo, desde aspirar mocos hasta vigilar el nivel de saturación de oxígeno en la sangre, dependiendo de cada tipo de respirador.
Esta noche cuida a Dolores, una mujer de 75 años que lleva seis días en la UCI, para quien la vacuna no ha sido suficiente protección. Padece además un linfoma y depresión crónica. "Su pronóstico es difícil, pero milagros hay. He visto salir gente como esta mujer: ¡con lo mal que estaba y ha salido!". Abandonar la UCI no implica recuperar la salud. Señala que muchos supervivientes, sobre todos los de más de 60 años, sufren secuelas graves. "Incluso se quedan parapléjicos o tetrapléjicos".
En la quinta ola que termina han tenido en la UCI tanto a "negacionistas" que no se quisieron vacunar, como a vacunados, sobre todo mayores, que no generaron suficientes anticuerpos para evitar desarrollar la enfermedad de forma grave. Recuerda a otra abuela septuagenaria "que no se quería vacunar" y a "un sanitario de ambulancia negacionista de 50 años que se ha muerto". Entre sus colegas, dice que todos se han vacunado. Ella se pinchó la de Pfizer en cuanto estuvo disponible.
2.052,69 euros al mes y 362,12 de complemento
La enfermera de la UCI Montserrat Sarrate trabaja de ocho de la mañana a ocho de la tarde, o de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Un día hace jornada diurna y el siguiente, nocturna; descansa cuatro días y empieza otro ciclo. Una vez al mes, tiene una guardia extra. Entonces realiza dos guardias de día y una de noche, y descansa tres. En septiembre de 2021 han sido 11 guardias, 132 horas. Enseña el ingreso de su nómina, incluida la antigüedad de 38 años: 2.052,69 euros, y un complemento de 362,12. Gana lo mismo con pandemia que sin ella. "Yo cobro lo mismo que siempre, no hay plus de peligrosidad", aclara. Y no lo pide. Su cuadrante incluye 1.600 horas al año, 2.400 en 18 meses, y, como ya va por el mes 19 de Covid, va a cumplir 2.500 dedicada a la pandemia. "Y lo que nos queda".Vida en casa
En su piso vive con su "su cuidador", que es su marido, Pedro Bernal Ochoa, de 66 años, administrativo jubilado de Mercasevilla, y con sus hijos Ángel (29), químico, y Miguel (23), que es técnico de enfermería y estudia para técnico de anatomía patológica. Dice Pedro que él nunca ha temido que su mujer lo contagie: "He tenido más riesgo andando por la calle que con ella". Montserrat, al declararse el estado de alarma, mandó a sus hijos a vivir con su madre, la abuela materna, y ella se quedó con su marido. Dormían juntos, salvo diez días que ella se fue al sofá del salón cuando se contagiaron varios sanitarios en el hospital y estuvo esperando los resultados de las pruebas.
Pedro destaca que al principio de la pandemia su mujer vino un día del trabajo derrotada, con un ataque de ansiedad. "Nunca la había visto de esa manera, agobiada de tanto trabajo. Le faltaba el aire. Pero fue solo ese día y ya se sosegó. Ahora la veo incluso más fuerte. Resiste todo lo que le echen".
En el confinamiento, Montserrat, que fue atleta de competición y practica gimnasia y natación a diario, se llevó unas pesas y un aparato a un rincón de la desierta azotea comunitaria para seguir haciendo ejercicio. "Yo cago, como, meo todos los días, ¿no? Pues también necesitaba desfogar, porque si no, me iba a volver loca. No molestaba a nadie".
Pero su vecino de la puerta de al lado, hasta entonces cordial, cambió y vio en ella una amenaza que podía infectarlo. Y quiso denunciarla. Su marido fue a hablar con el vecino, que expuso así sus temores:
—Estoy jubilado, ella toca las barandas y yo no me quiero morir.
"Él se ponía a aplaudir a las ocho desde el balcón, y a mí me quería denunciar", lamenta la enfermera, aludiendo a las ovaciones que se repitieron cada día durante el confinamiento en homenaje al personal sanitario como ella. Asegura, sin embargo, que no se lo echa en cara: "Lo comprendo, porque hace dos años que se quedó sin vida por el pánico al coronavirus. Él solo se secuestró y se metió debajo de la cama", razona figurativamente. "A mi marido lo saluda, pero a mí todavía ni me habla ni me mira. Antes no era así".
Un vecino dejó de hablarle por ejercitarse en la azotea. Temía que ella lo contagiara. "Él salía a aplaudir a las 8, y a mí me quería denunciar"
Montserrat Sarrate, que ama el trabajo en equipo, quiere darle también la palabra a otra compañera para que certifique su testimonio. Llama a Nieves Castellanos y esta corrobora: "El Covid es un antes y un después. La UCI es muy cañera a nivel emocional. Trabajamos al lado de la muerte. Nos sentimos a veces muy mal, estamos siempre al lado del sufrimiento de los familiares, del enfermo. Pero esto ha sido tremendo, tremendo, tremendo. No nos podíamos imaginar lo que era eso. Esta experiencia hay que vivirla. No tengo palabras para describir el sufrimiento. Al principio no teníamos suficientes recursos, veíamos a los pacientes solos, había muchísimo miedo, nos enfrentábamos a algo que no habíamos conocido nunca; hemos pasado sida, tuberculosis, otras enfermedades infecciosas, pero esto ha sido tremendo. Hemos visto morirse a los enfermos solitos, con nosotros y nadie más, y al principio las familias ni siquiera podían verlos por los cristales. Nos ha superado. Ahora estamos mejor. Nos hemos unido como equipo y así hemos podido superar el Covid".
Montserrat se va al campo o a la playa a desconectar. "Si no, me explota el cerebro". Frente al mar, sentada en la arena, se queda con la mente en blanco y deja perder su mirada en la gente que pasa por la orilla. Gente como la que estará en sus manos en una cama de la UCI, sola entre la vida y la muerte. Tras una epidemia inconclusa, cinco olas y tantos supervivientes, muertos y miedo, propone una reflexión: "Las personas no estamos educadas para la enfermedad y la muerte. Y hay que saber irse con serenidad".
Estudió catorce horas al día para sacarse el título. Hoy, con 60 años, no deja la UCI: "Aquí, incluso en medio de la tragedia, soy feliz", dice.