¿Por qué lo llaman guerracivilismo cuando quieren decir clasismo?
No existe otro país europeo tan clasista como España. Nuestra democracia será un simulacro hasta que superemos esa contumacia existencial, ese guerracivilismo de clases.
Tal como dicta el cliché de la ardiente sangre latina, el español medio insulta a todos los que salen en el telediario y despelleja a los políticos en el bar, pero cuando llega a la urna vota maquinalmente lo de siempre.
El abanico de formaciones políticas se ha abierto desde el año 2015, aunque los votos permanecen en los mismos bandos de la Guerra Civil, ahora desdoblados ambos en dos. “En casa votamos derecha por tradición” o “mi familia de izquierdas de toda la vida” son bordones repetidos para justificar el terco desfile por el mismo carril ideológico.
El boquete izquierda-derecha es, para millones de votantes españoles, algo consustancial a la existencia humana, perpetuo e insalvable. Pese a estar España incluida en las listas de democracias plenas, podría argumentarse que los prejuicios guerracivilistas de la población impiden tener esa categoría política salvo en apariencia.
La regeneración iniciada hace algo más de un lustro ha desdoblado el bipartidismo manteniendo la corrupción intacta, en buena parte porque los autoproclamados regeneracionistas parecen desconocer los rudimentos básicos de una democracia. La incultura democrática del flanco izquierdista es tanto más llamativa, dada la letanía del supuesto antifranquismo que cacarea ese bando, el republicano de la Guerra Civil.
"Tal como sucedió en los años 20 de hace un siglo, en nuestros propios años 20 la confianza en las instituciones globales y nacionales se está resquebrajando"
La democracia es una convención, un contrato social entre todos los individuos que forman un país, cuyo Estado de derecho asegura las obligaciones y libertades de una convivencia tutelada mediante la voluntad general, por usar los términos clásicos de Rousseau. Los contratos sociales representan acuerdos tácitos entre ricos y pobres, entre poderosos e indefensos, entre gobernantes y gobernados.
Estos pactos multitudinarios permiten vivir en paz dentro de los marcos legales democráticos, pero también incluyen las reglas del juego informal que es nuestra vida diaria. Para ir a una hamburguesería usamos casi una decena de estas pautas menores (guardar turno, hablar un idioma común, pagar con dinero de curso legal, solicitar la comida diciendo "por favor" y "gracias", llevar la comida a la mesa en una bandeja, sentarnos en sillas, comer con la boca cerrada, no levantar la voz), tan interiorizadas que ni nos damos cuenta. En las películas de Tarzán veíamos (con el placer impune del voyeur) lo que sucede cuando estas normas cotidianas se desconocen y no se respetan.
Los contratos sociales a menudo surgen o se reformulan en tiempos de crisis, como fueron los años de entreguerras entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, marcados por el auge de los movimientos extremistas y nacionalistas, por una grave pandemia de gripe y por el desplome de Wall Street que traería la Gran Depresión.
Tal como sucedió en aquellos años 20 de hace un siglo, en nuestros propios años 20 la confianza en las instituciones globales y nacionales se está resquebrajando. Durante una crisis de liderazgo como la actual, el devenir del país no se puede supeditar exclusivamente al consenso político, porque la respuesta debe proceder de todas las instituciones y de todos los sectores de la sociedad. Pero sólo el acuerdo civilizado entre los partidos políticos más votados logrará que España abandone ese simulacro de actividad política nacional que contrapone (¡todavía!) a los dos bandos de la Guerra Civil.
"Sería imposible hallar en el Congreso de los Estados Unidos o en el Bundestag alemán ese empeño clasista español en adjudicar al individuo los defectos o virtudes percibidos en sus padres y abuelos"
Los términos izquierda y derecha son convenciones que posibilitan ese contrato social imprescindible para el ejercicio funcional de la democracia. Ningún país de la vieja Europa es tan incapaz de superar el clasismo primigenio que separa a ambos grupos como España, donde se escriben floridos artículos sobre la "responsabilidad genética" por tener progenitores de tal o cual bando de la Guerra Civil.
Por no hablar de los debates parlamentarios para dilucidar si los padres de algún diputado o diputada estaban en el bando correcto. Sería imposible hallar en el Congreso de los Estados Unidos, en la Cámara de los Comunes británica o en el Bundestag alemán ese empeño clasista en adjudicar al individuo los defectos o virtudes percibidos en sus padres y abuelos.
¿Es más clasista el izquierdismo socialista que recochinea alcurnia a Cayetana Álvarez de Toledo y el izquierdismo podemita de Irene Montero que trata con desdén patronal a una escolta, o la derechona pepera-voxista despreciando a Pablo Iglesias por haberse comprado una casa grande e insultando salvajemente a Cristina Fallarás por ser mujer del pueblo llano?
En España todo es un conflicto de clases. La Guerra Civil fue un conflicto de clases. El guerracivilismo de casi un siglo es una batalla cosmogónica entre la derecha clasista feudal y la izquierda clasista marxista.
No hay un país europeo tan clasista como España, cuya democracia será un simulacro hasta que esa contumacia existencial se supere.
*** Gabriela Bustelo es escritora y periodista.