El escándalo de corrupción conocido como Qatargate, que implica ya a por lo menos una decena de eurodiputados y colaboradores de la Eurocámara, no ha parado de crecer desde el pasado viernes. La última novedad llegó ayer con el registro masivo de la sede parlamentaria de la Unión Europea (UE) en Bruselas por parte de la Policía belga para recabar documentación sobre la supuesta red criminal vinculada con Qatar y que abarca sobornos y compraventa de voluntades al más alto nivel.
El de ayer no fue el único registro efectuado. Desde el viernes, se han ordenado una veintena de ellos en oficinas y domicilios particulares, y se ha incautado, hasta la fecha, casi un millón de euros en efectivo. El foco se centra en la vicepresidenta Eva Kaili, detenida durante el fin de semana, igual que su padre. Este último, cuando trataba de huir con un maletín lleno de billetes.
La Eurocámara ha actuado con rapidez y con contundencia, como corresponde a la gravedad de los delitos investigados. Bruselas ya gestiona la destitución de la socialista griega. Por otra parte, la presidenta Roberta Metsola ha reconocido la magnitud del problema ("las sociedades abiertas, libres y democráticas están bajo ataque") y ha anunciado medidas preventivas y plena colaboración con la Justicia. "No habrá impunidad para los responsables" ha añadido.
Salta a la vista que apenas ha salido a flote la punta del iceberg de un caso que está provocando a la UE un daño de reputación muy difícil de reparar. Un caso que, en fin, evidencia una realidad demoledora: los representantes de la FIFA no son los únicos que se dejaron corromper por los millones de los emires cataríes.
La aceptación de sobornos extiende la sombra de la sospecha sobre todos los eurodiputados que han animado al estrechamiento de lazos con la dictadura qatarí, cuando no han defendido directamente las virtudes aperturistas de celebrar allí el Mundial de fútbol de este año.
Pero no sólo eso. También ha ampliado las dudas sobre aquellos que, en los últimos años, han asumido posturas muy cercanas a dictaduras, autocracias o estados represivos como Rusia o China. A veces sobre asuntos que comprometen intereses estratégicos de los europeos.
El Qatargate obliga, en pocas palabras, a preguntarse hasta dónde llega la corrupción.
Desde luego, nada de esto ayuda a la lucha contra los discursos nacionalistas que afloran contra las élites comunitarias, ni a incorporar a más y más sectores de la población al sentimiento europeísta.
Llama la atención que detrás de esta trama investigada se encuentren políticos y miembros de organizaciones progresistas que, oficialmente, operaban contra la corrupción o que han presionado a países como Hungría para acabar con los pecados que ellos mismos cometían. La UE va a ver su imagen de pulcritud muy dañada. Tanto como su autoridad moral para denunciar las tropelías de ciertos Estados miembros o para promover medidas como el cierre del grifo de los fondos europeos a Budapest.
La UE recordará este 2022 como el año del despertar. Un año que obligó a revisar sus relaciones de dependencia con dictaduras y las consecuencias de descuidar sus políticas de seguridad y energética.
Pero no sólo eso. El Qatargate demuestra que las instituciones comunitarias también tienen que mirarse a sí mismas. Combatir un problema de corrupción que está por ver si ha llegado a los cimientos, tomar medidas que vayan más allá de la cosmética y exigirse la misma ejemplaridad que reclama a los miembros díscolos y al resto del mundo. Si la UE quiere ser el faro moral del mundo civilizado, que empiece por ella misma.