Este jueves, 20 de septiembre, el independentismo catalán celebra el aniversario de uno de los hitos del procés. Se cumple un año del día -y de la noche- en que una turba de 60.000 independentistas acorraló a la comitiva judicial que acudió a registrar la sede de la Consejería de Economía en busca de material para celebrar el referéndum ilegal del 1-O.
Más allá del simbolismo que el mundo nacionalista quiera dar a sus héroes Sánchez y Cuixart, líderes entonces de ANC y Òmnium Cultural que azuzaron el gravísimo tumulto, esta fecha es especialmente relevante para el relato judicial de lo ocurrido. De hecho, el Tribunal Supremo considera que es en esa fecha cuando el proceso independentista cruzó todas las líneas rojas y recurrió a la violencia.
Rebelión en la calle
Las imágenes de aquellas horas hablan por sí solas: una masa enfervorecida destrozando impunemente vehículos de la Benemérita y el edificio del Gobierno autonómico, donde se estaba llevando a cabo la investigación, rodeado, hasta el punto de que la secretaria judicial tuvo que escapar por la azotea tras más de 20 horas retenida.
Es precisamente el uso de esa violencia -y otras que vendrían después- lo que permite al juez Llarena justificar la imputación por rebelión a los ex líderes de ANC y Òmnium, que podrían enfrentarse por ello a penas de hasta veinticinco años de cárcel.
Altavoz de la violencia
No por casualidad es en este lugar donde los separatistas han previsto, coincidiendo con el aniversario de este lamentable episodio, una manifestación que cuenta con el apoyo del propio Gobierno de Torra, además de la CUP y de los CDR.
Es intolerable que un representante del Estado jalee y homenajee a quienes trataron de coartar y torpedear la labor de la Justicia. Que Torra aplauda a quienes encabezaron la rebelión del 20-S lo convierte en un peligroso altavoz del vandalismo y alguien con quien no puede dialogarse, por más empeño que le ponga Pedro Sánchez.