Reposa sobre la arena, no se mueve un centímetro cuando está bien clavada y, si te descuidas, juzga sin remordimiento a quien pasea por delante. Y sin maldad. La silla de playa tiene su propia vida, cincelada a base de generaciones contemplativas que la identificaron con los valores populares del verano.
Sentados sobre este primitivo mueble de playa, el cuerpo se relaja y la mente se mece con sus instintos más ancestrales y gozosos: algunos lo llaman palique, otros juzgar, y otros referir. El disfrute se multiplica, como el tiempo que transcurre en la primera fila de playa. Y me refiero a la primera porque la segunda nos causa molestia y, si toca la quinta, mejor uno se vuelve a casa y se obliga a madrugar al día siguiente. Una vez cogida la posición, los ojos, la lengua y el pensamiento se despojan de esa corrección que nos han enseñado algunos jóvenes e impuesto ciertos sectores bienquedas de sofá. Uno se pone a hablar. Y a pensar.
Mira qué bikini más estrecho. Esos niños chillan demasiado, a ver si sus padres les enseñan educación. Manuel ha dejado de estudiar, los jóvenes ya no entienden de esfuerzo. Me encendería un cigarrito, pero no me deja el médico. ¿En qué momento le hice caso si, al final, todos moriremos por algún motivo? Lucía no me ha contestado el mensaje, creo que está con otro.
Si me baño ahora no da tiempo a que se seque el bikini. ¿Y si mi hijo no aprueba matemáticas? Al siguiente bañador amarillo que pase por delante, renuncio en el trabajo.
La silla de playa es uno de los elementos que más han dividido a los españoles a lo largo de la historia. Sus orígenes no están claros, algunos los sitúan en la antigua Grecia, otros en la Norteamérica de los años cincuenta y hay quiénes hablan de Inglaterra. Pero de lo que no hay duda es de que se ha sacado pasaporte en la costa ibérica mediterránea. Es allí donde hunde su asiento y aliena a los veraneantes a través de varias generaciones.
Todas la han odiado a los doce y amado a los treinta. Como lavarse los dientes o la horchata. Altanera, la silla mira por encima del hombro a todos, a sabiendas de que quienes la rechazaron acabarán plegándose a sus rejillas en blanco y azul y limpiando con sus dedos salados y pegajosos los granitos de arena adheridos a sus patas. Se rendirán y la lisonjearán hasta el extremo. Como si la debieran pleitesía y respeto.
Y no es para menos. Porque, ahí donde la ves, esta silla plegable es capaz de delatar más información del propietario que su carnet de identidad redes sociales. En el óxido de sus brazos puedes medir la apatía de una persona; su (buen) gusto a través de la toalla que se le pone por encima; o el esnobismo de aquellos que le han incorporado un parasol o un reposa vasos. Categoría aparte merecen los que cuelgan el bañador sobre el respaldo para que se seque. Las hay, los hay, para todos los gustos.
Pero esta silla, además, tiene virtud para el crédito. Ha sido testigo de los progresivos cambios a lo largo de las generaciones. Donde antes solo cabía la distracción de la lengua, el bocadillo, el libro o la revista, ahora el móvil se ha convertido en el compañero indisociable, especialmente de los jóvenes que desafían las leyes de grupo y se llevan su mueble portátil [véase la fotografía que tomé hace unas semanas en la costa murciana].
Los tres chavales, consumidos por el mar y los datos, tejen con hilo invisible una conexión con aquellos antepasados que se hallaban inmersos en inquietudes más terrenales. Las sillas, impávidas, son testigos de la evolución de los vástagos, que cambian todo menos su gusto por la sentadilla de playa y el palique. Si antes era mejilla contra mejilla mirando al mar, ahora se traslada al teclado del teléfono.
Y, mientras, la silla va acumulando conocimiento, como un robot de inteligencia artificial que se entrena. Para que cuando la dejes a solas pueda continuar esta función ancestral del mirar, de divagar, de paliquear, de juzgar(te).
Termina el verano, es hora de sacudirse y plegar. Está bien clavada. No se ha movido un solo centímetro. El año que viene se vuelve conmigo.