Lo peor de Venezuela es que pisoteemos a las víctimas con la suela de nuestras botas ideológicas. Ninguna idea, nunca, tendrá más valor que una persona.
La noche del pasado domingo la viví con especial intensidad. Era la tarde electoral en Venezuela y empezaban a llegar a través de amigos, prensa y redes sociales, datos esperanzadores de cambio, pero al mismo tiempo sabíamos que Maduro no iba a respetar los resultados. Ningún dictador convoca elecciones para perderlas.
A pesar de estar en un lugar perdido en mitad de la nada, con mala cobertura, estaba pendiente del teléfono porque ese era el fino hilo que me mantenía unido a mis amigos de allí. Unos amigos que conocí cuando vinieron a España a aprender cómo mejorar un colegio del que eran responsables en una pequeña región de Venezuela que no voy a nombrar para no meterles en problemas.
Aquel encuentro fue en 2019, en el inicio de la legislatura que ahora termina. Hubo revueltas callejeras. Después de los primeros disturbios intervino la FAE (Fuerza Armada del Estado), que es un cuerpo especial que no necesita autorización judicial y que, cuando interviene, lo hace para matar. Fueron a este pequeño municipio, en teoría, para proteger a la alcaldesa adepta al régimen, pero entraron en casa de uno de nuestros amigos y mataron a sus dos hijos adolescentes por ser los supuestos causantes de la revuelta.
El padre murió acto seguido de un infarto. Nadie pudo acompañar a la madre en su duelo porque había toque de queda, y días después los cuerpos permanecían insepultos porque no tenían dinero ni para trasladarlos.
El colegio dudaba si participar de la huelga general convocada porque eso suponía que muchos de los niños ni desayunarían ni almorzarían durante días porque solo comían en el colegio. El salario de nuestros amigos profesores había bajado de 2,5$ a 1$, y uno de ellos, llorando, nos decía que eso solo le daba para una pasta de dientes y papel higiénico.
Desde aquí, desde España, se organizaron otros amigos para reunir ayuda urgente y, gracias a ellos, el director del centro pudo repartir un “bono social” que permitió a los profesores comer. Nos preguntaban cómo responder ante esa situación, se sentían culpables. Y les dijimos que “lo primero es comer”, ellos y los suyos. Así estaban nuestros amigos, luchando por dar un vaso de leche y unas galletas a sus alumnos, al menos una vez al día.
El director nos escribió un mensaje en el que nos decía que “ante estos hechos solo pido a Dios que nuestros corazones no se llenen de rabia ni de odios pues con eso no se logra absolutamente nada. Mañana domingo intentaré acompañar a estos familiares. A esta hora del sábado no han traído los cadáveres por falta de dinero para ser trasladados”.
Ellos han seguido educando, se reúnen con frecuencia como amigos y se recuerdan unos a otros por qué siguen siendo profesores con esas condiciones imposibles. Tratan de construir un país mejor pese a unas circunstancias que han empeorado mucho durante estos cinco últimos años. Como profesores de un colegio privado, porque es católico, no tienen derecho a prestaciones sociales, pero ellos siguen adelante, con una fe inconmovible, sin olvidar las necesidades concretas de cada uno de los chicos y familias que están con ellos.
Hoy nuestros amigos ruegan que no se acuda a la violencia, convocan a una reunión a las 11:00 en la sede de las Naciones Unidas en Caracas y piden que el mundo no mire hacia otro lado. Rezan por que prevalezca la verdad, se pueda negociar y se haga el mayor bien posible.
Cuando hablamos de política hablamos de esto. De la miseria a la que se ha sometido arbitrariamente a unas personas, de la privación de libertad para educar, y de la protección del derecho fundamental a la vida. Hablamos de los que sufren. Lo demás son divertimentos de pijos del primer mundo.