Si yo fuese Sánchez y el “caso Begoña” no existiese, no dudaría un instante en crearlo.
Me serviría para no tener que explicar que no puedo pactar con el Partido Popular la reforma de la Ley de Extranjería porque uno de mis socios de gobierno es nacionalista y xenófobo. Me vendría muy bien silenciar la ruptura de los pactos de gobierno de PP y Vox e ignorar que me he quedado sin la coartada de la extrema derecha.
Podría usarlo para no tener que hablar del reparto desigual de inmigrantes entre Comunidades Autónomas, y del agravio comparativo que se está haciendo con Canarias. De la desatención culpable que se está teniendo con las islas y de mirar hacia otro lado con un problema que viene de lejos.
Me ayudaría a tapar que el pacto de investidura con ERC les ha costado a los españoles 1.520 millones de euros, porque con argumentos como la “infrafinanciación” no podría justificar esa injusticia hacia extremeños, asturianos o ceutíes. Y sería una gran oportunidad para no hablar de la condonación de los 15.000 millones de la deuda catalana que van a tener que pagar todos los ciudadanos y que no irán destinados a otras regiones más necesitadas y menos derrochadoras.
Si no existiese el “caso Begoña”, se estaría hablando más de las supuestas políticas feministas que solo han servido para lucrar a unas pocas personas, que han dividido la justa causa del feminismo, y que ha sacado adelante leyes como la del “Solo sí es sí” o la “Ley trans” de las que vamos a seguir sufriendo las consecuencias.
El caso, aunque implicase a mi mujer, sería una cortina de humo perfecta para no tener que justificar que uno de mis socios, al que he intentado indultar por todos los medios a mi alcance, es también socio preferente de Putin y copartícipe de actos de traición.
El “caso Begoña” me compensaría, aunque sacase a la luz que mi mujer pudo abusar de su posición, lucrarse a costa de la Universidad, y montar un chiringuito por ser ella quien es. Me compensaría porque el balance entre el debe y el haber del caso me saldría rentable.
Por un lado mi imagen se desgastaría al ver titulares extranjeros citando mi caso, pero por otro lado se fortalecería al permitirme situarme en la posición de víctima que, en este mundo sentimental y emotivo, es muy rentable.
Me serviría para vaciar de contenido a la oposición que, al ir a rebufo de los titulares de prensa, involuntaria pero inconscientemente transmite el mensaje de que no tiene nada más a lo que agarrarse. Si yo fuese Sánchez agitaría el trapo de Begoña para que la oposición embistiese, para que se llenasen las portadas con la foto de mi mujer, y en las tertulias no se hablase de otra cosa, porque así conseguiría mostrar que, en efecto, la oposición no tiene otra cosa de la que hablar. Que el marco mental en el que se mueve seguiría siendo yo y que es incapaz de introducir un discurso propio, constructivo y reconocible.
Si yo fuese Sánchez estaría encantado de que la oposición, la prensa y la opinión de la derecha comentasen minuto a minuto los movimientos del juez Peinado, que transmitiesen la sensación de que utilizan a la justicia para sus fines y de que no saben poner la debida distancia entre la justicia y la política.
Y después de todo esto, cuando finalmente los jueces, por una cosa o por otra, acabasen declarando a mi mujer no culpable, podría ponerme entonces a pedir cabezas en bandeja de plata y erigirme a mí mismo en víctima de la “fachosfera” y adalid de la democracia.
Si no existiese el “caso Begoña”, sería una gran idea de Sánchez crearlo.