Cuando Macron, en la extensa entrevista que le concedió a The Economist, dijo que Europa puede morir, estaba pensando en Paul Valéry, concretamente, en La crisis del espíritu, una obra que fue escrita en 1919, después de la primera gran debacle europea: "Ahora nosotros, las civilizaciones, sabemos que somos mortales".

Aunque bien podría haber citado también a los garibaldinos del siglo XIX que en la época de la unidad italiana repetían, como si fuese un mantra, su Italia farà da sé.

Una cosa está clara: en este sentido, nada se hace por generación espontánea. Ninguna construcción política (y Europa —y esta es su nobleza a la par que su debilidad— es una construcción, un artefacto, una idea) se hace por sí sola sin una voluntad, sin una lucha, sin un desafío a la naturaleza de las cosas.

El presidente de China, Xi Jinping, con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, el 5 de mayo de 2024.

El presidente de China, Xi Jinping, con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, el 5 de mayo de 2024. Redes Sociales

Y el error de los europeos ha sido, quizá, vivir bajo la ilusión de una Europa necesaria, una Europa fruto del movimiento natural de las sociedades y que se forja sin nosotros, aunque no hagamos nada, porque va en "la dirección de la historia".

Hay que romper con esta idea providencialista. Tenemos que despedirnos de esa Europa progresista, y por ende perezosa y carente de vitalidad y energía.

La gran plaga de todas las campañas electorales para las europeas de los últimos años ha sido justo esa, esa manía de sentarse en el último vagón del tren de la Historia y dormir el sueño de los justos convencidos de que, hagamos lo que hagamos de hacer, llegaremos a la estación de destino: Europa.

Pero Europa se ha hecho y se ha perdido muchas veces. Más de una y dos veces, los europeos se han dicho a sí mismos: "Ya está, ya hemos llegado", y luego Europa se ha venido abajo. Ese destino funesto es el que debemos evitar.

***

El segundo punto relevante de aquella entrevista fue, por supuesto, las palabras que tuvo Macron para Ucrania y la reafirmación de su voluntad de llegar hasta el final (es decir, la posibilidad, si los ucranianos lo solicitan, de enviar tropas terrestres) con el compromiso que tantas veces ha enunciado: "Los ejércitos de Zelenski ni pueden ni deben perder".

Todos los derrotistas de Europa y del espíritu gritaron "¡Socorro! ¡Está loco! ¡Ya tenemos aquí la Tercera Guerra Mundial!".

Pero, en realidad, el presidente nos recordó tres cosas.

Primera, Europa no está en guerra con Putin, sino que Putin le ha declarado la guerra a Europa.

Segunda, cuando Europa entrega armas a Ucrania, no le está haciendo un favor, sino que está defendiendo sus intereses nacionales, supranacionales y, por tanto, soberanos por partida doble.

Tercera, hay al menos dos maneras de defenderse.

O bien (lección de Marc Bloch, citado por el presidente) desarmarse, arrodillarse, creer que se calma a la Bestia cediendo un poco ante ella y, al final, sufrir una extraña derrota. 

O bien (lección de aquel heroico 6 de junio de 1944, cuyo aniversario estamos a punto de celebrar en las playas de Normandía) mantenernos firmes, no quebrantar nuestras alianzas y hacer retroceder a la Bestia que, en este caso, nunca ha ocultado sus intenciones de, una vez acabe en Ucrania, atacar Georgia, luego Moldavia, luego alguno de los países bálticos, y más tarde esa civilización europea cuya antorcha llevaron valientemente los padres fundadores de la Unión y que sigue siendo la némesis absoluta de Rusia.

Más allá de la ambigüedad estratégica: la lengua ácida y cruel de lo Trágico en la Historia.

***

Y hubo un tercer tema en la entrevista que pasó extrañamente desapercibido: la visita del presidente chino a París.

Un europeo de origen francés verá el acontecimiento a través de un doble prisma. La China del genocidio de los uigures, la China de la extracción forzosa de órganos a los presos políticos, la inmensa cárcel del alma donde la persecución de cristianos, budistas tibetanos y practicantes del Falun Gong es todo rigor: esa China es la más sofisticada e implacable de las dictaduras, y esperamos que el presidente francés lo haya recordado durante las conversaciones privadas y públicas que ha mantenido con su homólogo.

Ursula von der Leyen saluda a Xi Jinping en presencia de Emmanuel Macron durante la reunión de este lunes en París.

Ursula von der Leyen saluda a Xi Jinping en presencia de Emmanuel Macron durante la reunión de este lunes en París. Comisión Europea

Pero luego está la China rica, la China que está a punto de superar a Estados Unidos como primera potencia mundial, la China de las Rutas de la Seda y de la recolonización acelerada de África, que tiene una relación con su propio imperialismo más compleja de lo que a menudo se piensa: "un imperio inmóvil", como decían ante Alain Peyrefitte los primeros jesuitas que salieron de Goa y Macao y descubrieron Hou-Kouang.

Un imperio reticente, reacio, como lo sería América mucho más tarde.

Un imperio misteriosamente contenido que el almirante Zheng He, el gran eunuco imperial, había dotado, un siglo antes de Magallanes, con la mayor flota del mundo, pero que tenía prohibido, so pena de muerte, ir más allá del cabo de Buena Esperanza.

Bien, pues es justo hacer todo lo posible por intentar tener tratos con ese imperio.

Por ejemplo, Putin no aguantaría ni una semana sin las compras a gran escala que hace Pekín de su petróleo.

No obstante, también es cierto que ha tenido que esperar hasta el 31 de enero para ver cómo el ministro chino de Defensa, Dong Jun, oficializaba por primera vez en una videoconferencia con Serguéi Shoigú su "apoyo en la causa ucraniana".

Desde ese momento, ¿cómo no se va a tener que intentar llevar a China al terreno más neutral posible? ¿Por qué el presidente francés no iba a recordarle a su homólogo las palabras del cardenal de Retz: "Uno no sale de la ambigüedad más que para ir en su propia contra"?

Esa sentencia es tan francesa que bien podría ser china.