Mi lugar común favorito es el transporte público. En el autobús una se sienta en su mitad, junto a la puerta, se deja los auriculares apagados en la oreja y se pone a España de fondo. Los acentos que intercambian una receta, la charleta incómoda con un compañero de oficina, el revoltijo en los oídos de los vídeos de internet, las universitarias que vuelven el viernes a casa, la tienda a punto de cerrar y la bolsa de papel de estraza colgada impaciente del codo.
En el tren los pasajeros se suelen administrar la cháchara. Las paradas se dispersan y el ambiente (fuera de la rutina para la mayoría, extraordinario) se enrarece.
Pese a las excepciones (el hombrecito que cacarea los nombres de los integrantes de la reunión que lo espera en la otra ciudad, la familia que se lanza el bocadillo de filete de pollo empanado de una fila a otra) por lo general se guarda un silencio severo, como de desgracia sobrevenida. Nada le duele al español como morderse la lengua.
De los que viven ahí alojados, entre los dientes, son los lugares comunes derivados del empresariés, dialecto petrificador ideado por egresados de las escuelas de negocios, liderazgo y comunicación, liados con zapatos de cordón, los que con mayor ligereza hieren a quienes los emplean.
Así acaba uno (cualquiera) diciendo que debe aprender a "gestionar sus emociones" y "ponerse en valor". Quienes se guardan las nociones de empresariés tras las paletas acaban convertidos en contestadores automáticos, machine learning de dos patas. Son, por tanto, también atajo.
Ya sabe quien los escucha que la conversación se secará pronto y que con una disculpa a tiempo podrá irse a otra cosa, mariposa.
Pese a que ante los que entran por los oídos se ha comenzado ya una a insensibilizar de tan extendidos que están, los lugares comunes que se infiltran por los ojos logran con frecuencia presentarse aseados. De ellos puede uno encontrar una buena selección, hidratada y brillante, recién pescada, en los catálogos de las plataformas de streaming.
Los complejos y las urgencias de la época se nutren, ordenadas por orden alfabético, en el servicio audiovisual de turno.
En Filmin, la más cuidada de todas, la más exquisita, se ha estrenado en las últimas semanas Such Brave Girls, una serie británica. protagonizada por una madre y sus dos hijas jóvenes. Una de ellas está deprimida; la otra, obsesionada con su ex.
Compuesta por capítulos menuditos, de unos cuarenta minutos, se adscribe, asegura el marketing que la rodea, al humor ácido. También, cuenta la crítica y la publicidad, la serie sobresale por su capacidad para romper tabúes. A saber: la salud mental y el aborto.
Tabú, a estas alturas de la sobrecomunicación, quedan ya pocas cosas, tal vez el abandono de una madre a sus hijos o, paradoja, el deseo de formar una familia numerosa, pero la salud mental, que ha protagonizado campañas políticas y hoy cabalga libre sobre el algoritmo de TikTok e Instagram, ya ha picado su ticket. No hay plan laboral o política fiscal que la izquierda o la empresa no endulce con su nombre.
Para que uno ignore cuál es su tipo de apego o desconozca en qué consiste la teoría del contacto cero debería borrar todas las redes sociales de su pantalla de inicio. Y para que uno no haya contemplado el aborto en el cine, ya en el siglo XX tendría que haber esquivado con maestría de gimnasta varios fragmentos de El Padrino, algunas escenas de Cabaret o los 120 minutos completos de Una canta, otra no.
También tendría que haber guardado dos metros de distancia de seguridad con todas las librerías de la calle. En ninguna de ellas suelen escasear los ejemplares de El acontecimiento, de la ganadora del Premio Nobel Annie Ernaux.
Desde hace algo más de un lustro, sucede en la ficción que observar (o leer) a un puñado de mujeres adultas comportarse como preadolescentes dispuestas a refocilarse en el barro de lo escatológico se consigna bajo el cartelito de lo rompedor, de lo ¡disruptivo!
La crítica necesita agarrarse la cabeza con las dos manos para no perderla cuando quien tararea "caca, culo, pedo, pis" es una mujer. Pero el sistema del olfato, resulta, es el más perezoso de todos.
Transcurridos unos minutos, se acostumbra al estímulo y deja de detectar el perfume o el pestazo. Pasado un tiempo, todo huele igual.