La vergüenza es mi brújula moral. Me veo desde fuera, escapo de mi cuerpo y me observo como si mis ojos no fueran míos, como si contemplara mi propio circuito de seguridad, y todo aquello que se me anuncia como reprobable me tira de las riendas.
Un Dios desfigurado (un Dios sheriff, que vigila los pasos de sus hijos para cazarlos cuando tropiezan y mandarlos sin escalas al infierno) y un sentido del ridículo demasiado quisquilloso acotan cada día mis decisiones.
Como cada uno la acaba tunelando como le viene en gana para que el bien y el mal se ajusten a lo que necesita, la moral acaba siendo una vara personal. La vergüenza, sin embargo, nace de la convención social y provoca un cruce de dolor y culpa que se destila del desbarre, del incumplimiento de las expectativas, de no lograr encajar en el grupo por carecer del sentido que permite entender qué provoca que los otros (por un comportamiento soez o inapropiado) se sientan incómodos a nuestro lado.
La autoconciencia ancla los pies a la tierra.
La foto del príncipe Guillermo frente a un grupo de nominadas en los BAFTA se ha hecho viral. Desde los labios a las cejas, todas rebosan incomodidad, algo parecido a la vergüenza ajena.
Según la prensa, el príncipe les comentaba en aquel momento que la película que Mia McKenna-Bruce protagonizaba, How to Have Sex, parecía haber conllevado un rodaje de lo más divertido. Pero, apuntan que reconoció, aún no la había visto. How to Have Sex cuenta la historia de una violación.
Con la última canción de Dani Martín a mí se me ha quedado la misma cara que a las actrices. Un repelús violentísimo me ha arañado el estómago y la frente. En el sencillo, el primero que ha publicado en, creo, dos años, el cantante cuenta cómo un día, en una playa de Cádiz, vio llegar a la actriz Ester Expósito, "que no la conozco en persona y me tiene muy loco".
La seguridad con la que arranca la letra (como a todo el mundo, las Wayfarer que lleva le "quedan bien") se disuelve a medida que comprueba que ella da a Arón Piper un "abrazo de amor" o se fija en Leiva ("puto Lei"), pero no repara en él.
Expósito baila una canción de El Canto del Loco, pero no se percata de que el cantante la observa. Ante la chica guapa que le hace perder la cabeza, él es invisible. En la segunda parte de la canción, Martín comienza a sospechar que a él las Wayfarer no le favorecen tanto como creía.
A mí el escalofrío, lache para los de la Z, me dejó paralizada en mitad de la calle. La canción llegó a su última nota y la volví a escuchar. Antes de llegar al portal, di de nuevo al play. Frente a la puerta de casa, la puse otra vez en la cola. No quería que nadie me pillara escuchándola, pero no podía parar de reproducirla.
Un señor de 47 años había musicalizado sus fantasías con una mujer de 24 y las había hecho públicas. Aquello era como observar un coche en llamas.
La conversión de la realidad en ficción implica desdibujarla. Yo encuentro un mérito envidiable en la transformación de la obviedad. Lo que muestran los sentidos puede procesarlo de forma pasiva cualquiera que los tenga despejados. En el arte, el perezoso congela la historia tal como sucedió.
Pero yo desconozco el grado de veracidad de la cancioncilla. No sé si Martín se topó en realidad con ella en una fiesta en Tarifa, deliró desde el otro la de la habitación con quien podría haber sido su hija, pidió que se la presentaran y meses más tarde le mandó un mensaje para enseñarle su creación.
O si nada de esto es verdad y son amigos desde hace un lustro y a él las musas lo pillaron juguetón una mañana de domingo y a ella, halagada, le chifló alcanzar la inmortalidad en el micrófono del coautor de Zapatillas.
O si tras el último retoño musical de Martín se esconde solo una broma enorme, descomunal, y debajo de toda esta salivilla hay una respuesta natural a aquel "es que la madre de José me está volviendo loco" que cantaba hace 21 años. De joven le gustaban mayores. Ahora, un cuarto de siglo menores. No me importa. Sólo la letra es suficiente para que el vello se me ponga como un desfile de la Legión.
Me gusta, no obstante, el sonido. Me revienta que me guste tanto el sonido. Tiene ese aire de pop-rock de los 2000 que invita a bailar saltando delante del espejo después de que el chico que te guste te haya saludado en el pasillo y ahora seas Lindsay Lohan a punto de salir de compras con tus mejores amigas, Amanda Bynes y Hilary Duff, en el descapotable que te compró por tu dieciséis cumpleaños tu padre millonario.
El sonido escapa del reguetón y consigue refrescar los auriculares con notas del pasado. Pero de las palabras resulta un puré elaborado con 500 Days of Summer y el voyeurismo de un hombre al borde de la cincuentena sobre una chica en la veintena.
Martín logra, además, otro hito. Resucita él solito parte del patrimonio editorial de este país: con su name-dropping descarado e intergeneracional (menciona a Leiva, Hugo Silva y los actores de Élite como si lanzara sus nombres con un hisopo de agua bendita) el cantante refunda una nueva revista canallita, un producto del fanatismo desenfrenado fresco y maduro, tu Superpop de ayer y de hoy.
Como dice mi hermana monja: Virgen del Yugo, líbreme Dios de decirle a alguien lo que tiene que hacer. Que cada uno se líe con quien quiera (esto no lo dice mi hermana monja). En una botella mando toda mi admiración para quien haga estallar lo socialmente aceptado sin causar daños.
Pero me sacude una incomodidad visceral al oír a un hombre maduro babear en público tras quien podría ser su hija. Martín no es el único. Mosquean por los bares, pululan junto al cuarto de baño en las bodas, rondan en las ferias y en los festivales.
Están solteros (o divorciados), durante su juventud rozaron el éxito y obtuvieron un razonable reconocimiento social, y ahora se acodan en la barra invitando a las jovencitas a copas a cambio de que escuchen sus anécdotas preñadas de épica.
Aquella vez que en México llenó una plaza de toros. Aquella otra en que las fans lo persiguieron hasta la puerta de su hotel de Buenos Aires. El día en que lo reconocieron en el metro de Londres. El que se encuentra a disgusto en el presente se resguarda en el pasado, único lugar delimitado, único reino bajo su control.
En la memoria todos fuimos una vez dioses.
Yo, por otra parte, no tengo ningún afán de defender a Expósito. En sus redes sociales ha celebrado la canción. Ella, que ha basado su personaje público en una sexualización diseñada por el ojo masculino, sabrá lo que hace.
Ella, que forma parte de una generación politizadísima, será consciente de que cuando la sexualización se configura desde la mirada tradicional se puede acabar convertida en cosa, deshumanizada, hecha solo estímulo, fantasía y herramienta.
Ella, que ha abandonado la adolescencia con el tamborileo diario del feminismo en los medios y en internet, sabrá que lo que no se entiende como humano pierde parte de su esencia, puesto que sólo lo que encierra humanidad es libre de ser poseído.
Ella, adulta rodeada por otros adultos, será consciente de por qué escoge a diario lo que decide hacer.
Pero yo, en cualquier caso, intuyo que las fantasías sólo deberían ser compartidas en público con el objeto disfrazadito. Cuando se revela y señala al protagonista de las ensoñaciones, con el desvarío a medio cocer, con cada uno de sus personajes etiquetados en la foto, se destapa una parte de uno mismo que, por una convención social que busca proteger lo animal del ser humano, se suele relegar a la intimidad.
La conciencia ante la vulnerabilidad a la que nos llega a someter lo fisiológico entronca con el instinto de autoconservación. Cuando falla, uno se destapa, se queda desnudo en la plaza y, sobreexpuesto, anuncia que necesitan que le aten los pies a la tierra.
En este resurgimiento dosmilero solo falta Antonio Resines poniendo orden. Aunque qué sabe ya una. A lo mejor soy yo la de la mirada sucia.