Todo se fastidió cuando el vestido se convirtió en un mensaje.
España iba bien cuando todo el mundo estaba pendiente de un vestido, aunque sólo fuese por ver lo que había debajo. El problema nunca ha sido la frivolidad, sino el exceso de seriedad. Son los serios los que siempre han traído bajo sus rostros circunspectos la censura, la violencia y la opresión. Stalin temía a los cómicos, y los chistes florecieron durante la época soviética como bálsamo contra una seriedad insoportable.
Siempre será de fiar el que está al tanto de la prensa amarilla. Hay más sabiduría en una mesa de una peluquería que en un tratado de filosofía. Dicen que si un marciano llegase a España, la forma más rápida de conocernos sería echando un vistazo al Código Civil.
Pero no es verdad, el mosaico que forman las portadas de las revistas del corazón colgadas de las puertas del quiosco dicen mucho más de nuestra alma, nuestro pueblo y nuestra cultura. Todo lo demás son excusas de intelectuales para que la vida no les muerda. Y esos "sabios" medio leídos, heridos con su propia sensibilidad que a nadie importa, que se sienten tan superiores a su gente, cuando se hacen políticos, son tiranos. El tirano odia al pueblo al que pretende moralizar.
Por eso me gustaban los vestidos de "la Pedroche". Ella era deliciosamente frívola. Un curioso producto que interesaba porque combinaba el descaro y el gusto de barrio con sus ganas de enseñarnos parte de su cuerpo. Era una chavala orgullosa de lo que era, y no lo ocultaba.
Yo tenía ganas de ver a nuestra Sabrina de Vallecas, y cantar con ella un nuevo y liberador "boys, boys, boys". Creía que el vestido de este año seguiría la secuencia lógica de los últimos años, y que el interés que despertaría sería como un destape por fascículos. Cada año una hoja y este, por fin, tocaba taparse con una hojita de parra.
La cosa prometía cuando apareció vestida como una monja del siglo de oro que se hubiese enredado en la hiedra del huerto del convento. No sabíamos si Chicote sería el Don Juan que la deshonrase, y la Pedroche una doña Inés que, al estilo de Jenni Hermoso, acabase metiéndole un gol al macho alfa.
Quizás es demasiado sofisticado, pero cualquier otra historia también hubiese valido para enseñar todo lo enseñable, y un poco más. A fin de cuentas, eso es lo que despertaba el interés, y el mejor mensaje contra las turras feministas y las chapas casposas.
Lo tenía muy fácil. ¡Bastaba recortar un poco más el traje para dar en el hocico a los pervertidos (detrás de un censor siempre hay un pervertido reprimido) y a las feministas amargadas!
Pero no, se nos presentó "como una ola", abrazada a la causa de Greenpeace, y nos colgó la matraca como esos activistas que despliegan las pancartas en sus lanchas a todo motor contra los petroleros.
Y es que siempre pasa lo mismo. Uno empieza a endiñar moralina al prójimo cuando ya no tiene nada más que enseñar.
Cristina Pedroche ha tirado por la borda el enorme capital inmaterial que había sabido acumular, y ha perdido la oportunidad de haberse consagrado como una de las grandes princesas del pueblo que hemos tenido, de colocarse en el olimpo junto a la Pantoja, la Jurado, o la Carrà.
Porque el "la", en España, es el título nobiliario que otorga el pueblo. Y la Pedroche lo ha perdido. Ahora sólo es Cristina Pedroche, la de las monsergas.