Aquí, el que más y el que menos entiende que el sistema es un lapicero con el que pintarle la cara al adversario. Y esta vez le ha tocado al Rey.
Ahora resulta que si el candidato que obtenga la confianza del Rey pacta con quienes no creen ni en la monarquía ni en la unidad del Estado para formar gobierno, el jefe del Estado debería impedirlo. Nostálgicos del absolutismo, les inunda la misma perplejidad que a los amigos de Luis XVIII cuando Constant y sus amigos trataban de explicarle que "el Rey reina, pero no gobierna".
Pues sí, por paradójico que parezca, en la monarquía parlamentaria se podría dar el caso de que el Rey tuviese que firmar la ley que acabase con la monarquía. Esa es la gracia del sistema y, a mi juicio, la genialidad de los que lo diseñaron. Pensaron que convirtiendo al monarca en símbolo y retirándole funciones ejecutivas lo protegerían. Y tenían razón.
Los que llevan ante el jefe del Estado sofisticados cálculos sumatorios de pactos y alianzas no terminan de entender que todo eso viene después, y que anticiparlo supone saltarse las reglas del juego y, además, poner al Rey en la picota.
Si recordásemos el episodio de la última repetición de elecciones, y las rondas de consultas, veríamos que el papel del Rey escuchando a todos en un ambiente de gran inestabilidad e incertidumbre fue de gran valor. La unidad del Estado se mantuvo incólume en la figura del Rey, pese a la gran división en la formación del Gobierno.
Quizás a los españoles nos cueste mucho entender, como le costó a Fernando VII, que el jefe del Estado y el presidente del Gobierno deben estar separados. El uno es la garantía del otro, y viceversa.
El monarca, ahora, dando el mismo espacio a todas las fuerzas políticas representadas, está simbolizando lo más importante: la unidad del Estado español. Somos un pueblo falto de símbolos, que ni siquiera acepta la misma bandera. Por eso el papel simbólico de la Corona es tan relevante. Y lo que resulta cuanto menos paradójico es que en nombre de la unidad de España se esté dañando el símbolo de esa unidad.
No se trata de proteger al jefe del Estado de nada. Es tan sólo colocarlo en el lugar que le corresponde, donde más necesario es, y dejar que el fragor de la disputa corra por los cauces establecidos. Si se sale, ya veremos qué le toca al Rey, que probablemente sea poco, aunque haciendo poco haga tanto. Recordemos el valor del discurso de hace seis años sobre el golpe de Estado en Cataluña. Recordemos que cuando hace poco, hace mucho; y que, si le obligamos a hacer mucho, no servirá para nada.
Dicho en plata: si el Rey impidiese que Sánchez intentase sacar adelante un gobierno con el apoyo de Junts, Bildu o Esquerra, el golpista sería él. Pero claro, el golpe de Estado siempre lo dan los otros. Los míos defienden el Estado por otros medios.
Al Felipe VI no le toca ahora asumir la responsabilidad que otros son incapaces de llevar a cabo. Que los miembros electos del Parlamento cumplan con el mandato recibido y formen un gobierno estable y para el bien de toda la nación. Y que los demás dejen en paz a la monarquía. El fracaso en la unidad del gobierno no puede escalarse al símbolo de la unidad de la nación.
Con el pretexto de ir contra los partidos republicanos y defender "la unidad de España", el Rey podría recibir de los suyos el golpe más certero.