A mediados de septiembre, en una tienda del centro de Madrid un abeto artificial gigantesco presidía el hueco de la escalera. De las ramas le goteaban bolas doradas y rojas. Los clientes chancleteaban a su alrededor en bermudas y el árbol, tieso y verde, abanderaba ya la Navidad. Los colorines de plástico chorizaban a todo el que se tropezara con ellos tres meses de su biografía. Aquello era un cronoatraco a punta de espumillón.
Pero el árbol anunciaba, en su sentido estricto, la Navidad. Era, resultó, el atrezo principal de la publicidad navideña de la marca. Los deditos desnudos de los turistas podían continuar comprando bolsos y relojes sin pescar más resfriado que el del aire acondicionado.
A mis amigas, a los dos gatos de mi Instagram (donde había publicado yo una imagen llamando a tomar las calles en vestido de tirantes, a la revolución del melón, el bikini y la sandalia, que, por Dios, si es que aún no habíamos ni deshecho la maleta de las vacaciones) y a mí nos reingresaron en la cuenta las semanas birladas. El mechoncito de pelo blanco que habíamos encontrado debajo del árbol volvió a su color original.
Me asusté, pero es que yo ya venía mentalizada. Sabía que, más pronto que tarde, tenía pasar. Había visto en el norte las primeras luces de Navidad. Las guirnaldas decoraban los cielos de la ciudad por la que había paseado durante el último fin de semana. Y que aquellos cables blancos que se curvaban y moldeaban como una esfera representaran una sandía y no una bola navideña se me antojaba un ejercicio de imaginación demasiado ambicioso.
Los cubos que colgaban en el cielo tampoco podían representar los ingredientes de un tinto de verano deconstruido. Aquello no podía simbolizar una ristra desperdigada de hielos. Lo que flotaba sobre mi cabeza se asemejaba a una caja de regalo. Esos no eran los restos de una verbena veraniega. Esas lucecitas eran las migas hacia el invierno.
Había vuelto a la rutina medio descabezada, olfateando la Navidad como un sabueso, malita de Baader-Meinhof, o sea, del fenómeno de la ilusión de la frecuencia. Y sin saber cuál de todos los meses que acaban en "bre" estábamos ya atravesando. Dispuesta a sacar el edredón aunque el termómetro marcara 28 grados. Vistiéndome, como si me dirigiera a una entrevista de trabajo, para el tiempo que quiero y no el que tengo. Convirtiéndome por fin en el único animal espiritual que me corresponde por temple: un pollo sin cabeza.
Estaba lista para encontrar indicios de que el tiempo vuela. A finales de septiembre de los dos últimos años, las luces de Navidad colgaban ya de las calles de la capital. A mediados de octubre, por Santa Teresa, también las habían comenzado a encaramar en los postes de Barcelona. Y, por Dios, Abel Caballero ya había avisado de que el árbol de Navidad de Vigo medirá este año 40,5 metros. Tenía que deshacerme en cuanto llegara a casa de las botellas de gazpacho. Solo puchero hasta mayo.
Septiembre es siempre un fraude. Y, por tanto, por lo escrupuloso de su costumbre, sólo es verdad. Promete ser verano, pero ceba insolente el invierno. Finta al calor como si aquí nadie se diera cuenta de que al final, como siempre, nos la va a encestar. Octubre, no obstante, después se vengará con su veranillo de San Miguel y el año, por fin y puntual, quedará en paz.
Escribe la florista Leticia Rodríguez de la Fuente en Tocar tierra que desde que cultiva su jardín el tiempo transcurre a otro ritmo. Son las hojas de los árboles y el relevo de las flores y la incidencia de la luz lo que la alertan de que el tiempo avanza.
En mi recuerdo, del anuncio del otoño se encargaban las azofaifas. En el campo recogía las frutitas con mi abuela y las llevaba en una bolsa al colegio para tomarlas en el recreo. Les explicaba a las otras niñas que no eran aceitunas con mal aspecto, que el gusto era dulce, que crujían y sabían como manzanas diminutas.
Ahora miro, antes de que a las siete desaparezca el sol, la parra virgen de mi vecino, que empieza a quedarse esquelética tras el verano. Al salir de casa, a los escaparates de las tiendas y a la gestión de los ayuntamientos ya se les entregan los sentidos de la vista, el oído y el olfato. Y sin levantar los ojos de la palma de la mano, a internet, con su espejismo de omnipresencia, se le transfiere también el del ritmo. Y acaba una que no sabe de dónde viene ese malestar cuando pasa en manga corta frente a un maniquí con jersey de punto grueso, con las sensaciones enredadas, desposeída de su propio tiempo.
Luchar por existir en presente exige a ratos más firmeza que hacerlo por el futuro. Pero ceder a un plan de marca, a una hoja de ruta de marketing, el dominio de los días sería la forma más patética de gandulería.
A veces hay que reconquistarse con un paseíto por el parque, con una mañana en el campo. Kendall Roy ya lo dijo mejor: carpe the diem, people.